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Channel: Diario de un copépodo
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Reflexión cínica: el networking

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Estoy hasta las narices de la gente que no responde los correos. Así os lo digo. Hasta los huevos. No voy a llegar yo aquí ahora de superhéroe cibernético: seguro que a mí se me han pasado correos por responder muchas veces, seguro que a veces debería haberme dado vergüenza y seguro que hay gente que podría recordarme alguna vez en la que haya pasado de responderle. Seguro. Mil latigazos que merezco. Pero en general mi percepción es que atiendo los correos razonablemente bien tanto los personales como los profesionales. Muy a menudo incluso los de perfectos desconocidos.

Vale que en muchos aspectos puedo ser la excepción: yo de hecho aún mando (raramente) correos como si fuesen cartas para ponerme al día con alguien. No tan a menudo como me gustaría, porque lleva su tiempo, pero me gusta eso más que andar con el guasap. Pero en fin, yo a la gente no les pido una epístola, pero sí unas mínimas normas de cortesía: responder a lo que se te pregunta (o al menos informar de que el correo se ha recibido y de que no tienes intención de responderlo. No sé, ALGO).

En las últimas semanas se me han acumulado varios casos de gente que no me responde ni confirma la recepción de correos de asuntos que a mí me importan. Creo que es algo muy de los estadounidenses, me pasa más a menudo con ellos, y en particular con los del mundo académico (es decir, en un ámbito más o menos profesional). Cuando surge la oportunidad de confrontar lo sucedido, cuando mando un segundo o un tercer correo la respuesta es siempre la misma: “perdona, es que estoy muy ocupado”. Vamos a ver si desterramos algunas excusas de una vez por todas: estar ocupado no es una excusa válida para no responder. La respuesta correcta a un email que te pilla mal de tiempo es dedicar 20 segundos a decir “ahora mismo estoy muy liado, recuérdamelo en X”, pero no el silencio administrativo. Decidir deliberadamente ignorar un correo electrónico por falta de tiempo es una falta de respeto, un gesto presuntuoso que asume que el tiempo propio es más importante que el de los demás; que la persona que se pone en contacto contigo está ociosa o no es lo suficientemente importante. En serio, me repatea que me digan “estoy ocupado” como si fuese una frase realmente informativa: yo también estoy ocupado, siempre, constantemente, igual que cada una de las personas con las que trato en el trabajo. Estar ocupado no es un estado excepcional, ¡es lo normal!

¿Por qué me sienta especialmente mal? Porque sé cómo reacciono cuando estoy en la situación contraria y de repente me llega un correo por sorpresa de alguna de esas mismas personas pidiéndome algo. Aaaaaamigo, ¡cómo cambia todo! Como yo debo ser un poco tonto, hago dos cosas: la primera, responder en un plazo razonable incluyendo una expectativa de cuándo voy a poder ayudar (porque estoy ocupado. Por sistema) y la segunda, intentar hacer un hueco (no buscar un hueco: hacerlo) para atender a lo que se me pide. Y bueno, yo también le he fallado a gente seguro, pero noto una diferencia de actitud. Esta diferencia me toca especialmente las narices con algunas personas con las que creo tener una relación personal además de la profesional, o superpuesta a ella. Más de una vez, la misma persona con la que he intentado de vez en cuando mantener un contacto (“¿Cómo te va todo?” “¿Qué es de tu vida?” etc, intentos fútiles y humillantemente ignorados por el destinatario) me ha escrito tiempo después para pedirme algo.

Y esto, amigos, es el networking

Este palabro que algunos definen como “el uso de conexiones formales e informales entre grupos de colaboradores para desarrollar tu carrera” parece ser que viene con fuerza para afianzarse en nuestra rutina diaria tras toda la mierda esa del entrepreneurship. Me gusta esta definición, fusilada al azar de una página con consejos para mejorar tu networking académico porque refleja con honestidad cuál es el objetivo de todo: tu carrera. Nada de cultivar relaciones como fin en sí mismo o de trabajar en grupo. No. El networking del bueno, el americano, el genuino, es básicamente ignorar los emails de los demás o dar excusas porque estás muy ocupado y sanear las relaciones personales que has hecho con colegas y colaboradores en congresos. Todo lo que pueda parecer genuino interés personal o una buena y saludable relación que va más allá del trabajo puro y duro queda rápidamente descarnada y mostrada en su más sobrecogedora y esquelética realidad: el alcohol y las risas fueron sólo un lubricante social accesorio y prescindible de lo que realmente importa a los campeones del networking a la hora de la verdad: su carrera.

Quizá aquí me estoy dando de bruces otra vez con el salto cultural. Quizá debería rendirme y asistir a uno de esos talleres de networking que me anuncian constantemente (algunos dirigidos específicamente a extranjeros, cosa que me hace sospechar que sí: debe ser cultural). Quizá deba aprender a no responder a los emails que me parecen una pérdida de tiempo porque no contribuyen al desarrollo de mi carrera, a dejar de incluir detalles personales en mis interacciones por correo electrónico e interesarme sinceramente por cómo le va la vida a mi colaborador de turno. Quizá deba aprender de una vez que cultivar un contacto tiene como verdadero objetivo poder utilizarlo en mi futuro para beneficio de mi carrera, y que en el fondo el paripé de la cortesía y la amabilidad es fácilmente prescindible porque tácitamente todos estamos de acuerdo en que no nos interesamos lo más mínimo como personas. Quizá entonces pueda ser por fin un auténtico networker. Y un gilipollas también, pero gilipollas networker, al menos.

 

 


Archivado en: Empanadas mentales

Saquear una biblioteca: logro desbloqueado

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Es fácil imaginárselo. La sibila abre con dificultad la pesada tapa del arcón de madera. Tarquinio se asoma nervioso para ver su interior: en el fondo descansan tres gruesos rollos de pergamino. No puede decirse que le sorprenda su contenido, más bien se confirman sus peores sospechas. Cerrando los ojos le hace a la vieja una pregunta. “¿Cuánto?”. Tarquinio se teme la respuesta: sin mostrar ninguna emoción la sibila le indica que quiere una cantidad ingente de oro como pago por los tres rollos. Es exactamente la misma cantidad que había pedido la víspera por seis (tres de los cuales había destruido durante la noche). Exactamente el mismo precio que, dos días antes, le pidió por la colección completa de nueve rollos, antes de iniciar la implacable labor destructora. El resto de la historia es de sobra conocida: Tarquinio acaba aceptando y paga por tres libros proféticos el mismo precio astronómico que originalmente le hizo rechazar los nueve. Dejando al margen la valoración de Tarquinio como negociador (no comment), ¿Cómo se le debió de quedar el cuerpo? Por una parte, Roma consiguió gracias a él tres libros de valor incalculable (vaso medio lleno), pero es inevitable pensar que por ese mismo precio podía haber conseguido mucho más, y es fácil imaginar que se lo debió reprochar a sí mismo muy a menudo. Hay libros que sólo se ponen a tiro una vez.

Hace unos años falleció un eminente botánico estadounidense de mi gremio (el de los musgos y demás plantas diminutas). Este señor era un bibliófilo superlativo. Podría tirarme un par de párrafos insistiendo en este punto, pero creo que quedará suficientemente claro enseguida. La cuestión es que tras su muerte donó toda su biblioteca, incluyendo las separatas, a la biblioteca del jardín botánico de Nueva York (NYBG). El impacto de este fenómeno no debió ser muy distinto al de una de esas estrellas de neutrones que se acaba piñando contra un agujero negro: ahí tuvo que haber ondas bibliotacionales de algún tipo.

A ver cómo lo explico: la biblioteca del NYBG es posiblemente la mayor biblioteca botánica del mundo. Básicamente lo tiene todo. Libros sobre plantas de todas las épocas y en todos los idiomas. Publicaciones periódicas, separatas, tesis doctorales, archivo histórico. Además compra todo libro nuevo que sale sobre plantas en cualquier parte del mundo (suficiente para llenar una pequeña estantería semanalmente. Hay gente en plantilla que se dedica exclusivamente a eso) TODO. Cuando recibieron la colección del difunto sabio, los bibliotecarios buscaron primero los ejemplares que no tenían en sus fondos: libros muy MUY raros, separatas, incunables y cosas por el estilo. Después quedaron “los restos”.

No os dejéis engañar por la palabra: “los restos” de esta donación llenaron dos pasillos de estanterías de la biblioteca del NYBG, del suelo al techo (un techo muy alto) durante años, y la colección de separatas formaba montañas de pilas en varias mesas porque no se sabía dónde meterlas. Ni qué decir tiene que sólo con esos “restos” era posible fundar una biblioteca completísima de botánica norteamericana en general y de briófitos en particular. O cuatro. Baste con decir que se trataba de la segunda biblioteca de briófitos más impresionante que he visto nunca (y básicamente porque ya conocía a la del NYBG). ¡Y eran sólo “los restos”!

Pero tras esa catalogación inicial, los “restos” estaban ocupando un espacio muy valioso y se corrió la voz de que había que darles un destino adecuado. De hecho, muchas de las visitas que he hecho en los últimos años al NYBG con mi jefe eran para llevarnos libros, algunos para la biblioteca de la UConn y otros para distribuir en otras instituciones que no tienen acceso a esos libros tan específicos (y en concreto a una universidad de China, aunque también en la Academia de Ciencias de California). Cada visita que hacíamos era una pequeña orgía bibliófila. En cada viaje nos llevábamos cajas y cajas de libros, algunos de ellos valiosísimos y muy raros: al ser un tema tan específico, estas publicaciones tienen un mercado muy limitado y son difíciles de encontrar, además de bastante caros si te da por comprarlos nuevos, o incluso de segunda mano. Llevo años detrás de una flora concreta y cada vez que en la lista de correo de los musgólogos del mundo alguien la ofrece se me adelantan por minutos. Sí, por minutos. Ya me ha pasado dos veces. Así que ya os podéis imaginar lo singular de la ocasión. Como anécdota diré que este señor sapientísimo y bibliofilérrimo tenía una copia del Historia Muscorum de Dillenius (1741), un libro del que sólo se imprimieron 250 ejemplares (y del que hablé aquí). Como el NYBG ¡obviamente! tiene uno, nos lo llevamos a la UConn para descubrir que aquí nosotros ¡también lo teníamos! Así que no sé cuántas personas recientemente han tenido entre sus manos tres de estos libros, pero no creo que sean muchas y yo soy una de ellas.

Pero pasada esta primera ola de donaciones a universidades e instituciones varias, seguían sobrando metros y metros de libros duplicados, y entonces se abrió la opción a que los estudiosos a título individual pudiesen enriquecer su biblioteca personal. En los pasados años la acumulación de libros duplicados fue menguando según los botánicos que se pasaban por allí la visitaban con reverencia y encontraban a sus miembros un hogar. Yo, sin embargo, estoico, apenas me agencié ninguno; solo algunas rarezas históricas que ya os he ido contando, pero poco más. Y todo por el embargo de no acumular demasiados libros en papel mientras fuese postdoc nómada. Oye, no sé si es motivo para estar orgulloso, pero lo cumplí casi a rajatabla.

Tras colmar de sobra las expectativas de los botánicos que supieron de aquello, quedaron “los restos de los restos”, más libros sin hogar necesitados de un botánico que los quisiese, aún llenando una buena veintena de metros en las baldas de la biblioteca. Visita tras visita veía como los libros iban desapareciendo lenta pero inexorablemente, aunque seguían pareciendo inagotables, y los trabajadores del NYBG seguían asombrados de que tres años después aún siguiesen ahí.

Y entonces mis circunstancias cambiaron. Ante la perspectiva de mudarme a Illinois, tener mi propio despacho y laboratorio y desarrollar una carrera botánica por mi cuenta, el embargo del “no más libros” deja de tener sentido. No sólo estoy ya rumiando el envío de toda mi biblioteca desde ultramar, es que de repente, como Tarquinio, me he dado cuenta de que sólo quedan tres libros proféticos en el arca, y me dieron unas prisas locas por volver a Nueva York. Algo que tuvo lugar ayer mismo: regresé al NYBG a recoger las migajas que la sibila aún tenía para mí. Estaba ansioso por ver lo que quedaba en el fondo del arcón (los restos de los restos de los restos, tres años después) y la visita mereció la pena.

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¡El botín!

Un juego casi completo de la flora de China en perfecto estado, obras clásicas de morfología vegetal o de la geobotánica de Estados Unidos, la flora de Michigan (firmada por el autor), los musgos de Colombia, de las islas británicas, la monografía de las potiáceas… dos cajas de libros a la buchaca. Por hacer la gracia me puse a buscar en internet el precio de este regalito que me he hecho a mí mismo, buscando ejemplares nuevos o usados, según el estado de conservación. Los de botánica más general suelen estar disponibles a bajo precio (no necesariamente en tan buen estado como estos), pero los briológicos, si es que los encuentras, son muy caros. Tirando por lo bajo en esa foto hay 1500 dólares en libros. Me gasté 15 en gasolina. Excelente inversión.

Y pese a todo, al igual que Tarquinio no puedo dejar de pensar en las oportunidades perdidas. Babeo acordándome de lo que pasó por mis manos en visitas anteriores en las que me pudo la preocupación de qué iba a hacer con tanto libro cuando tocara mudarse o volverse.

La moraleja: nunca, nunca dejes pasar la oportunidad de quedarte con un buen libro.

El logro: dándole un empujoncito a la interpretación de la palabra, puedo decir que he saqueado la biblioteca botánica más grande del mundo. Ha sido un día interesante.

 


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Plantas con calefacción central

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Aprovecho para hacer un breve apunte botánico a raíz de un encuentro que he tenido hoy. Desde finales de invierno florece por aquí el llamado skunk cabbage (Symplocarpus foetidus) o col fétida. Una arácea un poco basta y feota frecuente en zonas encharcadas de los bosques de planifolios que no tiene mucho de especial excepto que se trata de un clásico ejemplo de planta termogénica (capaz de aumentar su temperatura). Esto le pasa a muchas otras aráceas y a plantas como el heléboro. Básicamente en las mitocondrias de las células de la inflorescencia, las ATPasas (las enzimas esas con forma de chupete) desacoplan su actividad de la producción de ATP y pasan a disipar calor. En teoría son capaces de aumentar en unos cuantos grados la temperatura de estos tejidos respecto al exterior. Esto favorece que se disipen sustancias volátiles y un tanto malolientes que atraen a los polinizadores: las moscas (las cuales, además, disfrutan de un refugio cálido).

La cuestión es que a poco que miréis por internet encontraréis fotos muy chulas en las que las inflorescencias (que aparecen antes que las hojas) funden la nieve a su alrededor dejando unos circulitos muy monos. En mi zona, normalmente para cuando florecen los repollos estos ya no hay nieve, pero una nevada tardía que nos cayó el lunes me ha permitido explorar esta posibilidad. Por desgracia los resultados no han sido muy espectaculares, quizá porque las inflorescencias llevan ya fuera unas semanas y quizá ya no están térmicamente tan activas, pero aún así… ahí van las fotos.

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El gazapo botánico de Tarantino

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Kill_BillEn este bloj se ha cultivado una afición un tanto maniática en alguna que otra ocasión: la de intentar comprobar si las localizaciones de rodaje de algunas películas se han elegido con criterio botánico. Ya hace tanto tiempo que no hago ninguna crítica de este tipo que merece la pena recordar que hemos hablado de cómo podríamos saber que cierta escena de “No es país para viejos” tenía, forzosamente, que estar rodada en Texas o muy cerca, o que el Ché acabó en Sierra Morena cuando debía estar en Bolivia. También dijimos por qué cierto punto de la provincia de Granada no era mal lugar para alguna escena de “Doctor Zhivago” o por qué la vegetación del interior del palacio de Darío III de Persia en “Alejandro Magno” no es muy convincente.

No siempre se puede afinar una posición geográfica gracias a las plantas que se dejan ver en la cámara, pero cuando se puede me gusta valorar si la elección ha sido buena o no. Son críticas menores, porque uno no aspira a que todo el mundo comparta ciertas obsesiones profesionales, pero me parece entretenido hacerlo aunque para el director esas decisiones sean puro atrezzo. No deja de ser, de todas formas, una manifestación de cuánto ignoramos a las plantas en nuestra vida.

Pero en fin, a lo que iba hoy. El otro día revisitando Kill Bill, me volvió a ocurrir. Un casi imperceptible pantallazo azul en alguna neurona remota del córtex prefrontal. Justo unos momentos después de las escenas de la capilla donde tenía lugar el ensayo de la boda de La Novia (Uma Thurman), ensayo en el que entran Bill y sus chicas y la lían parda. Pues bien, en teoría esta capilla está cerca de la ciudad de El Paso, en Texas, como se dice claramente.

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Segundos después vemos cómo el chérif se aproxima al lugar recorriendo un paisaje desértico. Hasta aquí nada que objetar.

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Pero al aproximarnos al lugar se ve de pasada que junto a él hay un “árbol” un tanto peculiar.

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El botánico aguerrido no necesita más para reconocer la inconfundible silueta del árbol de Josué (el conocido como Joshua Tree popularizado gracias al disco de U2: Yucca brevifolia para los entendidos). ¿Que no lo veis? ¡Pero si está clarísimo!

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Por si queda algún escéptico, el árbol se ve mucho mejor en el volumen 2 de la película en este plano, pero vamos, que ¡no hay error posible!

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Bueno, pues en este detalle no reparé las veces anteriores que había visto la película, pero en esta ocasión (después de haber pisado California) me dije “¡coño, una Yucca brevifolia! ¿Pero no estaban en Texas?”, y ya me quedé toda la película con la mosca detrás de la oreja, porque me daba a mí en la nariz que ningún Joshua tree llega tan al este. Una vez más (porque si hubiese fracasado miserablemente no os lo estaría contando), los rótulos de crédito me dieron la razón: de los tres equipos de rodaje que hubo, el estadounidense estuvo localizado en California, no en Texas. Y qué orgulloso me sentí.

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Y genuinamente me pregunté que si esto me había chirriado a mí, con más motivo le tendría que chirriar a un texano, pero es que al parecer, para Tarantino (como para casi cualquier director de cine), un desierto es un desierto y lo demás da un poco igual. Y además es de Tennessee, no os digo más.

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Los U2, en plan intensito, posando con un Joshua Tree para el álbum homónimo (1987)

Yucca_brevifolia_range_mapComo decía al principio, identificar un lugar del mundo por las plantas que se ven de fondo en una película es difícil, pero si esa planta es un Joshua Tree, se nos pone la cosa fácil, porque su distribución está bastante restringida (izquierda) al desierto del Mojave, pudiendo verse sobre todo en los estados de California, Nevada y Arizona, y esto me lleva a que en Estados Unidos y norte de México no hay uno, sino cuatro desiertos distintos, cada uno con un clima y una flora propios, así que sí, ha sido un gazapo botánico situar la capilla en Texas.

Y ahora, las inevitables fotos de mi viaje:

Yucca brevifolia en toda su gloria

Los más puristas dirán que el árbol de Josué ni siquiera es un árbol propiamente dicho, ya que como buena monocotiledónea no tiene crecimiento secundario y no produce “madera”. Al igual que las palmeras o los dragos, adquiere porte de árbol con algunas triquiñuelas distintas, y ya  si queremos llamar árbol a una herbácea con ínfulas, será decisión nuestra. La cuestión es que si vemos una Yucca brevifolia, podemos decir con cierta seguridad que estamos en el desierto del Mojave o sus inmediaciones, y eso queda lejos de El Paso. De hecho, a poco que busquemos será fácil comprobar que la localización de la capilla está en Lancaster, California, quod erat demonstrandum. Viva yo.

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Los cuatro desiertos de Estados Unidos y norte de México: la Gran Cuenca de Nevada, el del Mojave, el de Sonora y el de Chihuahua. El Paso queda en pleno desierto de Chihuahua, lejos de los árboles de Josué. (Fuente)

Pero ya que estamos en harina, y dado que los desiertos estadounidenses y mexicanos son fuente inagotable de películas, ¿podemos ir más allá? ¿Hacer una pequeña guía paisajística con las plantas más reconocibles de estos desiertos para que no nos den gato por liebre y dárnoslas de listos y empollones? ¿Enseñaros más fotos de mis vacaciones? ¡Pues para eso estamos aquí!

Desierto de Nevada (Great Basin)

greatbasinA esta zona se le llama “la Gran Cuenca” porque de hecho se trata de una inmensa cuenca hidrológica endorreica (que no desemboca en ningún río ni en el mar), de las más grandes del mundo. Al estar en zona de sombra de lluvias, tanto por las montañas de California al oeste como por las Rocosas al este, se trata de una región muy árida, aunque con temperaturas no tan altas como en los otros desiertos, más al sur. De hecho en algunas clasificaciones se le considera más bien un desierto frío, como el del Gobi.

Aquí se ven dos plantas que si bien no son exclusivas de esta cuenca, sí que son bastante frecuentes en ella, y ninguna de las dos es habitual en los otros desiertos. La primera es el matojo blanquecino, Artemisia tridentata (big sagebrush), que es muy frecuente en Nevada pero que se extiende luego por las Rocosas, llegando a la zona de las grandes praderas, si bien es muy rara en los otros desiertos estadounidenses. La otra es la conífera, también blanquecina: el inconfundible single-leaf pinyon, o pino monoaguja (Pinus monophylla), un pino que, como su propio nombre indica, presenta acículas aisladas (recordatorio: en la península ibérica estaríamos acostumbrados a verlas agrupadas de dos en dos, y en Canarias de tres en tres).

 

Artemisia tridentata y Pinus monophylla de cerca

 Desierto del Mojave

De este ya he hablado antes. Es el desierto más pequeño en extensión de los cuatro, y para algunos autores es simplemente la transición entre el de la Gran Cuenca y el de Sonora. El árbol de Josué es, con diferencia, su planta más emblemática, aunque eso no significa que esté por todas partes, ni mucho menos. Aprovecho la coyuntura para presentar la que quizá es la planta más característica de los desiertos cálidos del sur de EE.UU. (Mojave, Sonora y Chihuahua): el creosote (Larrea tridentata).

Reconocible incluso en la distancia por ese aspecto de arbusto escuálido y tristísimo con escaso follaje amarillento. De cerca es inconfundible por esas hojas con dos foliolos (muy zigofiláceos ellos) de tacto pegajoso y que huelen como a betún. Las fotos de arriba corresponden a una vaguada tan seca y tan árida que de los árboles de Josué (y de todos los cactus y demás plantas que se veían a su alrededor) ya no quedaba rastro. Literalmente el creosote era casi lo único que podía sobrevivir en aquel lugar.
El creosote es una planta interesante porque al parecer sus clones generados a partir de una misma semilla están entre las plantas más longevas del mundo (más de 11000 años, dicen). Insisto en que no es exclusiva del Mojave, sino que aparece por todo el norte de México, incluyendo la península de Baja California, y por los tres desiertos (no en el de Nevada). De hecho, me da que el paisaje de Kill Bill, cuando el coche se aproxima a la capilla atravesando el desierto, está lleno de creosotes. Si Tarantino no se hubiese empeñado en rodar en la capilla con el árbol de Josué, habría sido una buena localización para Texas, después de todo.

Desierto de Sonora

Bajando hacia el sur desde el Joshua Tree National Park se aprecia una transición suave en el paisaje al adentrarnos en este desierto, aún más cálido que el del Mojave por encontrarse a menor altitud. Su clima es, además, algo diferente al de los otros desiertos porque presenta una distribución de lluvias bimodal, es decir, que hay dos pequeños picos anuales de lluvias en lugar de uno, lo que significa que muchas plantas son capaces de florecer dos veces. Los árboles de Josué desaparecen y en su lugar se presenta otra planta emblemática y fácilmente reconocible: el ocotillo (me encanta ese nombre), Fouquieria splendens. Cuando está en flor es todo un espectáculo y un banquete para los colibríes.

Alfie, abnegado acompañante del botánico, siempre dispuesto a posar para hacer de escala en las fotos. En este caso junto a un impresionante ocotillo de cinco metros

Sin embargo, los ocotillos no son exclusivos del desierto de Sonora y también se extienden hacia el este muchos kilómetros, presentándose en el desierto de Chihuahua. Si realmente queremos una planta característica de este desierto, mucho más exclusiva y absolutamente inconfundible, esa planta es el saguaro (Carnegiea gigantea). Por desgracia no llegamos a toparnos con la distribución de este majestuoso cactus, cuyas mejores poblaciones están en Arizona, pero imagino que esta especie no necesita especial presentación.

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“Bosque” de saguaros afanado de la wikipedia. Los que os hayáis percatado del “sotobosque” de creosotes, ¡Bravo!

Desierto de Chihuahua

Nos falta el desierto de Chihuahua, el más oriental y extenso. Se trata, como en el caso del desierto del Mojave, de un desierto no tan cálido como el de Sonora y con un solo pico de lluvias. Al ser especialmente árido, hay pocas plantas que alcancen grandes portes. Pese a todo es un desierto muy diverso, con docenas de especies endémicas de cactus y suculentas. Muchas de las plantas apreciadas por los aficionados al cultivo de suculentas son de Chihuahua. No he encontrado ninguna planta tan emblemática como las que he mencionado antes, reconocible desde la distancia, pero al parecer en este desierto están especialmente diversificados los ágaves así que voy a nombrar a una especie indicadora del mismo: la lechuguilla (Agave lechuguilla), por el nombre simpático y porque sí que es fácil de reconocer por sus hojas finas (para ser un ágave) y su inflorescencia larguirucha.

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(de la wikipedia también). Me disculparán mis lectores mexicanos que no me extienda más en este desierto, espero poder visitarlo pronto

Y hasta aquí el repaso a los desiertos norteamericanos. Mucha gente no aprecia como merecen lo que aportan estos paisajes. No sólo son de una belleza indudable, además están llenos de matices, y cada desierto es único. La próxima vez que veáis desierto en una película, quizá le prestéis más atención a las plantas que se dejen ver y os intereséis por el lugar donde estaban las localizaciones. Yo de momento me doy por satisfecho y os dejo aquí una foto más de desierto de mis vacaciones para que practiquéis lo aprendido.

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(Jejejeje)


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Mis episodios mormones

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Prólogo

Tengo una fijación obsesiva con los misioneros mormones desde hace muchos años. Y sí, tienen que ser mormones, no me valen testigos de Jehová ni evangelistas. Para los despistados: a los mormones se les distingue de otros tipos de majaderos religiosos por una muy cuidada imagen corporativa: van en parejas, son jóvenes, educadísimos, siempre visten un impoluto modelito de pantalón y camisa blanca inmaculada con corbata y llevan la típica plaquita identificativa (Elder + apellido) que queda rubricada, como si una denominación de origen se tratase, por el nombre formal de su sarao: Iglesia de Jesucristo los santos de los últimos días. También hay chicas, pero son una minoría. La fascinación que me provoca esta religión se debe a varios motivos.

Por una parte está el fenómeno religioso en sí, que explicaré con un poco de detalle a continuación. No creo que el mormonismo sea muy diferente a otras religiones, pero su origen es tan reciente y se puede rastrear tan bien, que es fascinante comprobar el éxito que puede tener en la era moderna una… ejem…  maravillosa y esperpéntica chifladura. Dice muy poco, eso sí, a favor de la masa ovina de gente capaz de creerse cualquier cosa, pero da unos momentos de regocijo que ninguna otra religión puede igualar.

Por otra parte está el rollo corporativo; el contraste entre unas creencias anacrónicas con un marketing que es muy actual y vigente, milimétricamente diseñado para caer bien, adaptado a una sociedad de consumo, pulido para no despertar ningún sentimiento negativo o confrontación. Los misioneros mormones llaman la atención por su aura, no ya de santidad, sino de (aparente) carencia de cualquier traza de sospecha, picardía o maldad. Parecen ser tan inocentes, puros e inofensivos como su blanquísima camisa. Son como la versión misionera de los “visitantes” de “V” o de los candidatos de Ciudadanos a las elecciones.

Y luego también está aquello de que, lo confieso, siempre me han parecido guapísimos, como una versión almidonada de los guardias suizos del Vaticano: tan rubios, tan altos, tan puros y tan (in)corruptibles. En parte el responsable de esta obsesión fue mi amigo Álex que una vez me contó cómo el muy suertudo recibió la visita de dos de estos misioneros, dos rubiacos de dos metros, a los que acabó escandalizando al insinuarse descaradamente. Sus interlocutores tuvieron que huir despavoridos (una hazaña que siempre quise emular, puestos a pedir, con erótico resultado). A estas alturas, la idea de pervertir a un fanático religioso de 19 años me deja en bastante mal lugar, pero alegaré en mi defensa que esta kinkiness surgió en mis propios yoguriles años.

Pero vamos, a efectos prácticos a mí los mormones me llamaban la atención porque, como buen ex-creyente, era bastante radical y me gustaba la idea de discutir sobre religión con gente que llame a mi puerta para intentar convencerme de seguir a su dios de turno. Mi razonamiento era que si alguien está dispuesto a venir a mi casa y molestarme para que me cambie a su secta, estoy en mi pleno derecho a divertirme con ellos hablando de creacionismo o del tema que sea. Con un poco de suerte contribuyo a generar una duda razonable. Tenéis que perdonar mi simpleza de aquellos años, pero por si no os acordáis: a comienzos de siglo discutir con creacionistas estaba muy de moda y a mí me resultaba la mar de entretenido, algo que a día de hoy me admira porque,… menuda pereza, la verdad.

En fin, la cuestión es que durante la última década y pico me las he visto con distintos tipos de proselitistas religiosos de todo pelo, incluyendo algunos que vinieron a mi casa (como pasa a todo hijo de vecino), fanáticos evangélicos en la Puerta del Sol, establecimientos creacionistas en Estambul, Gente que me ha dado en mano genuinos tratados de Chick, y varias batallitas más, pero nunca, nunca, nunca había tenido la suerte de que unos genuinos misioneros mormones llamaran a mi puerta… hasta el verano pasado.

Episodio 1: Connor

Debo comenzar por una aclaración: la primera vez que llamaron yo no estaba en casa. Alfie, buen conocedor de mi prolongada espera por este momento, les dijo que él tenía mucho lío, pero que volvieran otro día, dándoles precisas indicaciones de cuándo encontrarían a alguien ávido por escucharles.

Efectivamente, unos días después volvieron a aparecer por mi casa, encontrándome yo disponible para atenderles. ¡Qué visión cuando se presentaron en la puerta! ¡Qué blancura la de sus camisas impecables y purísimas como su alma! ¡Qué apostura, qué sonrisa, qué ojos! Me quedé un par de segundos sin habla comprobando hasta qué punto estos dos especímenes cumplían a rajatabla el cliché que se había desarrollado en mi mente durante esta prolongada espera. Los hubiese designado inmediatamente isótipos de todos los misioneros mormones de los últimos días, de los primeros y de todos los tiempos habidos y por haber.

Obviamente les invité a pasar y, ladino, les ofrecí un café, algo que me negaron con vehemencia. Era una pregunta trampa: yo ya sabía que para ellos el café está tan prohibido como la cocaína o como el alcohol sin ir más lejos… pero no iba a tolerar que me dieran gato por liebre unos mormones que no fuesen de pura cepa. Tras servirles sendos vasos de agua y sentarles en el sillón frente a mí, comenzaron las presentaciones. En la chapita llevaban los apellidos, pero ante mi insistencia me acabaron diciendo sus nombres de pila, de los que sólo recuerdo el de uno de ellos, el más experimentado, el más hablador, empolloncete y el más guapo de los dos, el que se ganó un huequito en mi corazón: Connor.

Ahora voy a intentar resumiros lo que pasó durante las tres (sí, tres) visitas que Connor y su amigo me hicieron durante los días siguientes. Para empezar aclaro que  fueron unas visitas muy cordiales y agradables por ambas partes. Inmediatamente llegamos a un pacto tácito de cooperación. Quedó muy claro desde el principio que conmigo no tenían mucho que hacer si necesitaban convertir a alguien, pues yo ya tengo varios chalets de lujo a mi nombre en distintos círculos del infierno (algunos de ellos en multipropiedad), pero también les dejé claro que mi curiosidad por el mormonismo era sincera. Por su parte, hay que tener en cuenta que el 99% de las puertas a las que estos chavales llamaban nunca se abrían, o de hacerlo, eran rechazados de malos modos. Puede que yo no fuese lo que estaban buscando, pero les ofrecía un tiempo de conversación cordial en mi salón y un vaso de agua, algo que ya de por sí rompía una muy monótona rutina diaria.

Hablamos de todo un poco. Empezaron contándome los fundamentos de su religión, que si no conocéis, os resumo en un pliqui: a comienzos del siglo XIX un señor que vivía en Palmyra, Nueva York, que se aburría mucho y que se llamaba Joseph Smith, recibió la vista de un ángel que respondía al nombre de Moroni. Moroni le dijo que todas las religiones del mundo estaban equivocadas (qué original) y que en un descampado de por ahí cerca, ¡oh casualidad! había enterrada unas tablas doradas con una historia muy bonita. Joseph se plantó allí y encontró esas tablas (que nunca nadie más vio). Estaban inscritas con un lenguaje divino que sólo él podía leer y que dictó a un cantamañanas local y cuyo texto se convirtió en El libro del mormón. Este libro se presenta como “another testament of Jesus Christ“, vamos, como una continuación de la Biblia para aquellos a los que les había sabido a poco. Es un poco como “El despertar de la fuerza”: ¿Era realmente necesario hacer algo así? No, no lo era; ya estaba todo contado, y de hecho casi que estábamos mejor sin él, pero sorprendentemente, una vez se publicó, un montón de gente se volvió ferviente seguidora, por algún motivo.

El libro del mormón cuenta, por lo tanto, la historia que nos perdimos con los otros testamentos. Resulta que un puñado de israelitas, allá por el 600 a.C., en un momento dado se montaron en un barco y llegaron a Norteamérica. Sí, habéis leído bien. Allí se instalaron y se multiplicaron, y empezaron a tener sus guerras y sus saraos entre ellos y entre los indios americanos. Una genuina cronología bíblica de la que no sabíamos nada, que había permanecido oculta. Es como cuando estabas viendo Lost y todas las aventuras de los supervivientes del avión y sus historias y de repente, ¡Aparecen los supervivientes de la cola! ¡Ana-Lucía, Mr. Eco, y toda la banda! Con sus propias movidas y su intrahistoria, y tú como espectador dices “pffff, menudo follón”. Pues igual. Además, luego en tiempos de Jesucristo, éste se teletransportaba de vez en cuando de Judea a Estados Unidos para hacer sus milagritos y sus parábolas con la diáspora americana. Cuando en el nuevo testamento no se sabe dónde andaba el Chechu, ¡Es que estaba en Nueva York el muy jodío!

Yo ya conocía un poco de esta historia, pero me deleité dejando que Connor, rubísimo, mirándome con sus ojazos azules, me relatara la historia con un convencimiento y una fe realmente entrañable, sin atisbo de duda, de escepticismo,… como te miraría un pez. Un pez muy guapo, pero pez al fin y al cabo. Aquí, obviamente le pregunté que cómo podía creerse que en el siglo VI a.C. alguien pudiese cruzar el Atlántico con los medios que había en aquel momento. Connor, sin pestañear, me dijo “de la misma manera que creo que Noé metió a todas las especies de animales en el Arca y sobrevivió todos esos días“. ¿No es pa quererle?

Al final de su primera visita me regalaron un ejemplar del libro del mormón, algo que me hizo mucha ilusión (aunque, como supe después, eso no me hacía precisamente especial). Lo estuve leyendo algunas noches, aunque apenas superé el centenar de páginas. Una lectura muy edificante: el libro es densísimo en detalles, y copia de forma bastante notable el estilo bíblico, lleno de referencias cruzadas con las profecías canónicas y cosas por el estilo. De verdad, me admira que este tío escribiese todo eso. El problema es que en lugar de haber vivido en Londres o en París, en una zona ilustrada, Joseph Smith vivió en upstate New York en una época en la que no había ni alumbrado público ni wifi, y en vez de haberse convertido en un autor de fantasía acojonante, un Tolkien, un Lovecraf, pues acabó siendo predicador. La literatura de fantasía perdió mucho en Palmyra, así os lo digo.

Bueno, os resumo. Fueron en total varias horas de conversaciones sobre el canon mormón (formado además por otros dos libros), por su relación con otras ramas del cristianismo haciendo un poco de teología comparada con la Iglesia Católica, los clichés (no todos los mormones viven en Utah), lo de los calzoncillos mágicos (buscad, buscad si no me creéis), el modo de vida en general (sexista, homófobo y ultraconservador, pero en plan “en el fondo molamos”), y muchas, muchas, cosas más, porque tenían cuerda para rato. También les pregunté mucho por su rutina diaria mientras estaban de misión, por sus motivaciones personales y sus rutinas: dedicación exclusiva a la oración, la lectura del librico del mormón y demás canónicos, sin acceso a internet y escuchando la música selecta aprobada que les dejaban en un flashdrive. Una fiesta, vaya.

En la tercera de sus visitas, ya habíamos cogido cierta confianza y le acabé preguntando el único tema que me quedaba pensiente tras mi documentación: el rollo de los aliens. Aunque no todas las ramas de los mormones lo entienden de la misma manera, el cabrón del Joseph Smith abrió el camino de la ciencia-ficción en la teología mormona admitiendo que Dios creó vida en varios planetas. Me constaba que aquí había un filón interesante, especialmente surrealista, y como Connor es empolloncete se lo pregunté esperando todo lujo de detalles. Asintió y se disponía a relatarme sus historias de naves espaciales y bautismos cósmicos cuando recibí una llamada importante y les tuve que pedir que se fueran.

Por desgracia nunca volvieron.

Episodio 2: el tercer jueves

Yo ya pensaba que no volvería a ver a Connor, su sonrisa deslumbrante y su mirada de pescadilla, pero estaba equivocado. En Willimantic, mi pueblo adoptivo connecticano, durante los meses de solecito y calor se celebra una especie de festival al aire libre cada tercer jueves del mes. En un alarde de encantador provincianismo, digno de Pawnee, la calle mayor se llena de actuaciones en directo de aspirantes a músicos, comida de fritanga, puestos de artesanía y paseos en poni, calle arriba, calle abajo. Es un muy bienintencionado intento de revitalizar el centro del pueblo y uno de los acontecimeintos del verano. Para demostraros hasta qué punto ha llegado mi fusión con el entorno, el verano pasado participé en persona en el tercer jueves. ¡Dos meses consecutivos! Lo hice porque estuve promocionando el bioblitz que organizamos los postdocs del departamento así que montamos un chiringuito para darnos a conocer y que la gente se apuntara. Nuestra carpa estaba en uno de los extremos de la fiesta, junto al paseo en poni y su rastro de mierda equina, la única actividad científica, disputando el interés del público con otros lobbies como los acupuntores, los machacas del CrossFit y, cómo no, los mormones.

El puesto de los mormones incluía una mesa enorme con una pirámide exquisitamente colocada de ejemplares del susodicho libro del mormón (y yo que me sentí especial cuando Connor me regaló mi ejemplar…). Como piéridos polinizadores, los misioneros, todos en sus corporativas camisas blancas, se escurrían entre los grupos de jóvenes y las parejas de abuelos comiendo helados mientras escuchan el flow del rapero local, afanadísimos en transmitirles que todo lo que sabían del cristianismo era el prólogo de la historia más fantástica jamás contada. Y yo, mientras les explicaba a unos obesísimos willimantiqueños la cantidad de especies de larvas de insecto que teníamos metidas en un bote, vi por el rabillo del ojo a Connor. Y con un par le pedí a mi compañera que me cubriese, que iba a ver a un amigo.

Saludé a Connor efusivamente, con mis esperanzas puestas en poder continuar nuestra conversación donde la dejamos (el rollo de las naves espaciales) y… ¿A que no sabéis lo que pasó? El muy capullo ¡se avergonzó de mí! Sí amigos, ¿qué clase de misionero hace eso? ¿Qué misionero reacciona de esa manera a una persona que, voluntariamente, viene a ti y te pide por favor que sigas dándole la chapa? No sé si hay muchos precedentes de misioneros que se te piden educadamente que les dejes en paz cuando les solicitas que te hablen de su religión, pero sospecho que es un logro del que puedo presumir. Connor, de hecho, me dijo que todas esas interesantísimas preguntas que quería hacerle, en realidad tenía que hacérselas a Elder Larsen (nombre ficticio), que estaba sentado junto a la mesa con la pirámide de libros, y procedió raudo a hacer las presentaciones pertinentes. El interfecto en cuestión, un rollizo rubito demasiado cansado como para evangelizar a los traunseúntes, me recibió con amabilidad, y yo, deseoso de llegar a los más profundos y ridículos detalles espaciales del mormonismo, acepté de mala gana el sucedáneo. Connor se perdió entre la multitud, ahora sí, para no ser visto nunca más.

Después de las presentaciones y de examinarme con la idéntica mirada santurrona e ictioide, Elder Larsen intentó soltarme el rollo de “Mormonismo 101” que ya tenía preparado, pero yo le interrumpí (¡quieto parao!) para aclararle que ya era un escuchador premium del movimiento, que se podía saltar todo lo de Moroni, las tablas y el cánon, que todo eso ya me lo había contado Connor y que yo lo que quería era saber la parte de las naves espaciales. La mirada de Elder Larsen cambió inmediatamente, y durante unos segundos ni siquiera su más férreo entrenamiento consiguió mantener la sólida fachada de beatitud indolente. Larsen dejó escapar una emoción: desconfianza. Ese fue el momento en el que se rompió el encanto: los mormones, al fin y al cabo, no eran esos seres de luz pura y conciencia incorruptible que había soñado, sino personas de carne y hueso capaces de desconfiar de un cabronazo como yo que en el fondo sólo quiero contar en mi bloj lo loquísima que me parece su religión. Aquel paso en falso lo pagué muy caro. “No hay nada de naves espaciales ni de otros planetas en el mormonismo“, me respondió ¡el muy mentiroso! ““, le repliqué impaciente “todo aquello de que Dios no creó solamente la Tierra, que hay mormones en otros planetas“. No hubo nada que hacer: no pude asistir con regocijo a que un mormón me hablase de naves espaciales y de alienígenas. Larsen no soltó prenda y su incomodidad manifiesta me invitó a irme. Compungido, regresé a mi carpa de actividad científica, que ningún mormón visitó.

Episodio 3: el musical

El epílogo de estos sobrecogedores encuentros lo pone mi asistencia emocionada a The Book of Mormon, el musical de Broadway. Pues sí, no es ninguna broma, es un musical real creado por Trey Parker y Matt Stone (los autores de South Park) unidos a Robert Lopez (co-resonsable de otros musicales cómicos como Avenue Q). Quienes seáis seguidores de South Park recordaréis que el tema de los mormones está exquisitamente tratado en el duodécimo episodio de la séptima temporada (All about the Mormons), capítulo muy recomendable que explora varios temas que son recuperados en el musical.

Broche de oro para todas mis experiencias mormonas, que me documentaron estupendamente, el musical trata las aventuras de un grupo de misioneros destinados a Uganda. No tiene desperdicio: os lo recomiendo de todo corazón.

No os voy a destripar el musical, pero sí os diré que el libreto del mismo tenía un solo anunciante: la Iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días. Sí. La iglesia mormona pagó para poner anuncios en el libreto de una obra musical que se dedica básicamente a descojonarse de su fe. No me digáis que no es grande, el trolleo absoluto. No contentos con eso, los espectadores de la obra tuvimos a la salida el recibimiento de seis, ¡seis! misioneros mormones que bajo la consigna de “we are the real thing” trataban de ganar adeptos entre la gente que minutos antes estaba llorando de la risa con unos actores disfrazados de ellos mismos. En ese momento la verdad es que me dieron más pena que nunca. Tan joviales y amigables como siempre, domesticados, se reían y dejaban hacerse selfies con los espectadores como si fuesen parte del espectáculo (había quien no se dio cuenta de que no eran actores). Ninguno de sus jefazos, obispos o superiores debió plantearse que si eres indistinguible de tu propia caricatura, quizá no estés en el lugar adecuado.

[Flashback] En ese momento me acordé de Connor y de un par de preguntas que le hice en una de nuestras… em… entrevistas en profundidad. La primera era que a cuántas personas había conseguido convertir al mormonismo después de un año de misión. Un año, recordemos, con casi 9000 horas enfocadas a un único y exclusivo objetivo: convertir infieles al mormonismo, y nada más. Un año. Entero. La respuesta era esperable: a nadie. La segunda pregunta, nacida de mi sincera curiosidad, era precisamente que si esa falta de éxito intentando cambiar las creencias de la gente no le hacía plantearse que estaba empleando un tiempo irrecuperable en una misión sin sentido. Connor me miró con esos ojazos azulérrimos y me dijo que él hacía lo que creía que tenía que hacer y que no pensaba estar perdiéndose nada interesante. En mis oídos resonaron las carcajadas de millones de chavales de 19 años en todo el mundo y asentí. A la salida del teatro pensé que al pobre Connor lo que le hacía falta era que le hubiesen destinado a Uganda. Al menos hubiese visto mundo.


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[Libros]: Lab Girl y los Principia

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Dos críticas de lecturas recientes, totalmente inconexas:

labgirlEste es uno de los libros de los que todo el mundo está hablando ahora en el mundillo de la divulgación científica angloparlante: Lab Girl, de Hope Jahren. Se trata de un libro de divulgación sobre plantas, y con eso sería suficiente para atraer mi atención. Pero es que además este libro ha venido rodeado de una expectación fuera de lo común: he llegado a leer por ahí que estábamos ante la Oliver Sacks de la botánica (palabras mayores). Lab Girl, decían las críticas, promete mostrar las plantas desde una perspectiva desconocida para el público, contada en primera persona por una científica con una carrera de más de veinte años dedicada a descubrir los secretos del reino vegetal.

A Hope Jahren la conocía por su blog, centrado precisamente en la carrera investigadora en EE.UU. desde la perspectiva de una mujer. La suya es, desde luego, una de mucho éxito y en la actualidad tiene su laboratorio en la Universidad de Hawaii, después de haber dado muchos tumbos por el país. De particular interés pueden ser, por ejemplo, sus posts sobre cómo superó el síndrome del impostor o sus hilarantes 20 consejos para las entrevistas de trabajo académicas, de gran utilidad.

Lo que más me ha gustado del libro ha sido la parte biográfica, que viene a ser el 90% del mismo. Con el mismo estilo directo, lleno de desparpajo, al que nos tenía acostumbrados, narra básicamente la totalidad de su vida como científica, desde que empezó a estudiar hasta que se convirtió en pope de sus cosas. Una narración llena de anécdotas y en la que no se le caen los anillos por hablar de otros temas como la enfermedad mental o la precariedad de la vida científica. En ese sentido, genial y muy recomendable, la fortísima personalidad de Jahren y su forma muy pragmática de ver la vida impregna cada página.

Sin embargo, el libro me ha decepcionado en cuanto a que apenas hay contenido científico sobre plantas (no es un libro centrado en biología vegetal, sino una autobiografía). Tan sólo algunas reflexiones breves sobre cómo es la vida desde el “punto de vista” de un árbol o de una semilla y algunas estadísticas llamativas pero no mucho más. Además, la experiencia de Jahren con la investigación es la de una persona muy machaca con la que personalmente no acabo de comulgar.

principiaUna recomendación para los físicos: la traducción al inglés de los Principia de Newton. Este libro me lo compré en un arrebato tras volver de una cata de vinos (literal). Estaba de oferta en la librería del campus y me pareció irresistiblemente bonito. Aclaro que por muchos vinos que llevase encima, no aspiraba a poder estar a la altura de una lectura como esta, pero me entró curiosidad porque no tenía ni idea de cuál era la estructura ni la forma de exposición de un libro tan revolucionario como este. Y total, por 20 dólares… ¿Cómo no enriquecer mi biblioteca con un clásico así?

Este libro es una reedición de la traducción del latín al inglés que hicieron Bernard Cohen y Anne Whitman a finales del siglo pasado, y la introducción cuenta precisamente la historia de esta traducción. Resulta sorprendente que hasta que ellos iniciaron este proyecto, las posibilidades de leer a Newton para los no latinistas no es que fuesen demasiado diversas. Los autores cuentan brevemente la responsabilidad que suponía el proyecto y el desafío que significó entender la profundidad del pensamiento de Newton, necesitando hacer varias “pasadas” sucesivas al texto. En sí misma esta aventura supone una lectura muy interesante.

Como digo, mi física está muy oxidada como para poder leer algo así y entenderlo, pero fue muy curioso hojearlo y ver el nacimiento de ideas que para nosotros hoy son triviales (como el principio de inercia o la suma de vectores) expresadas en su forma embrionaria, antes de que tomaran las expresiones que hoy nos resultan familiares. Es emocionante, por ejemplo, ver cómo Newton explora la aproximación de la velocidad a segmentos de una trayectoria cada vez más pequeños (describiendo con palabras lo que viene a ser una derivada). Para los que no somos físicos pero estudiamos física en el instituto, las partes introductorias nos resultarán suficientemente familiares (empezando por sus tres leyes). Además hay cierta belleza en ver cómo integra los distintos problemas con esquemas y gráficos embebidos en el propio texto (como alaba Edward Tufte en Leonardo, por ejemplo). La parte final (los Phenomena) es especialmente interesante: cuando Newton concluye que todos los cuerpos que se orbitan los unos a los otros, ya sean las lunas de Júpiter o la Tierra alrededor del Sol, están sometidos a la misma y universal fuerza.

Para los que seáis físicos y de verdad queráis sacarle toda la chicha a los Principia, lo suyo es hacerse con la versión tocha (100 dólares) que incluye una guía de lectura muy detallada escrita por los propios traductores que es casi tan extensa como los Principia en sí mismos.


Archivado en: Ciencia y naturaleza, Libros

Año cuatro

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O dicho sin abreviar: Estudio longitudinal de la rizogénesis inducida en copépodos calanoideos sometidos a alopatría transatlántica. Año 4

El bloj estaba hecho unos zorros, lleno de polvo y telarañas. La contraseña del WordPress chirrió como una llave oxidada al usarse por primera vez en muchos meses.

Hola, soy yo.

Durante esta ausencia han pasado muchas cosas, y hoy estoy aquí para poneros al día. Por resumir: renuncié a mi contrato postdoctoral, co-envié un co-proyecto de investigación como co-IP, me mudé a través de siete estados, fui al congreso americano de botánica sin haber empezado a preparar mi charla (estas tres últimas cosas durante la misma semana, una de las más horripilantes de mi existencia), aterricé en una ciudad a orillas del Misisipi y me estrené como profesor en Augustana College, un poco como quien se sube a un tren en marcha con una jaula llena de periquitos en una mano y un huevo de Fabergé en la otra. Ha sido una de las temporadas más frenéticas que he pasado, y este es uno de los motivos por los que no he encontrado en el mismo momento tiempo, ánimos y contenido para escribir sobre peripecias personales. Por otro lado, con todo lo que ha pasado, no me iba a marcar un post sobre el Civilization VI como si nada hubiese ocurrido, ¡menudo fallo de raccord imperdonable! Así que a regañadientes, me impuse el cuarto aniversario de mi emigración como fecha en la que ya, sí o sí, debía dejarme de tonterías y volver a escribir. Así que aquí estoy, cuatro años después.

Voy a empezar por lo peor, lo que me ha pillado totalmente por sorpresa: ha sido muy difícil despedirme de Connecticut. Estas son las ironías cabronas que te da la vida: cuatro años pensando que lo que añorabas era Madrid para, de repente, en cuestión de meses, ser consciente de golpe y porrazo de que en este tiempo sí que habías encontrado tu hueco. Las últimas semanas estuvieron llenas de esas despedidas que uno nunca quiere llegar a dar, diciendo adiós a lugares que fueron extraños y hasta hostiles al principio, pero en los que has vivido ya lo suficiente como para haberte dejado mucho de ti en ellos. Os va a parecer que soy un exagerado, pero diría que fue hasta peor que venirse desde Madrid. En parte porque en 2012 aún no sabía por cuánto tiempo me iba (probablemente sólo un año. Qué inocente, ¿verdad?), y en parte porque de España uno nunca se acaba de ir, pero de Connecticut me fui con la impresión de que era un rincón del mundo que dejaba atrás para siempre. Y ese pensamiento es algo que aún hoy sigo intentando asimilar. Fue doloroso echar una última mirada a la casa donde Alfredo y yo vivimos los últimos años. Fuimos felices allí. No fue fácil ni inmediato, pero lo fuimos. Echaremos mucho de menos a un buen puñado de personas extraordinarias, y nos consta que se nos va a echar de menos a nosotros también.

La mudanza en sí fue una peripecia que merece una breve reseña por su dimensión de rito iniciático en otro aspecto del folklore yanqui: el de llevar en camión todas tus pertenencias a través de moteles de carretera, autovías, peajes y áreas de servicio a lo largo de casi 1800 kilómetros. Interesante como experiencia, pero no especialmente bucólico ni recomendable. A destacar, como algo bueno, la visita a las cataratas del Niágara (algo que siempre había pillado demasiado lejos como para hacer una visita ad hoc, pero que resultó pillar de paso. Preguntadme otro día cuál es el truco para visitarlas con un camión). Como experiencia horripilante, la de pasar una noche en Erie, Pensilvania. No se os ocurra pisar ese agujero nunca.

La cosa es que ya estamos viviendo en Rock Island, Illinois, una de las Quad Cities (un “upgrade” considerable en cuanto a densidad de población comparado con la “esquina tranquila” de Connecticut). Aquí no tenemos bosque de Nueva Inglaterra, pero tenemos río, puente(s), museo de arte moderno, orquesta sinfónica, teatro, excursiones en barco, rutas ciclistas, mercadillo de granjeros locales los sábados… y aeropuerto (por si queréis venir a hacer una visita). También tiene todas las disfuncionalidades típicas de una ciudad estadounidense, ojo, aunque doy gracias a que tiene aceras y sistema de transporte público bastante sorprendente. Como ando todavía en periodo de adaptación, dejaré para más adelante un repaso a la ciudad, cuando se me pase la morriña connecticana. Snif.

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Ni el de Brooklyn, hoygan

Pero en definitiva, lo que me trajo aquí fue la universidad, así que me toca contaros que ahora trabajo aquí:

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En general, estoy muy contento con el trabajo. Me siento cómodo, me lo paso bien y con la confianza que te da cuando las cosas se hacer con naturalidad, como si llevaras haciéndolas toda la vida.

Un “college” de este tipo es muy distinto a una universidad como la UConn: es mucho más pequeño tanto en cuanto a estudiantes como a profesores, lo que tiene también su lado bueno: es una comunidad más compacta en la que es más fácil integrarse. De entrada, la primera semana, todos los profesores nuevos (somos unos diez, un grupete  apañao, cosa que se agradece cuando llegamos todos novatos y con necesidad de conocer gente nueva en tierra extraña) tuvimos unas jornadas de orientación para ir conociendo el campus y cómo funcionan las cosas. Este es el típico detalle gringo que en el fondo hay que agradecer y que te ahorra todo tipo de momentos incómodos aprendiendo a manejarte por tu cuenta. A la hora de la verdad estás ya listo para ir tirando tú solo y te conoces a todo el mundo en el campus, que además de bonito, está a ocho minutos en bici desde casa.

El primero de los cambios de los que fui consciente es el de la bienvenida al nuevo “estatus”. De repente tengo mi propio despacho y mi propio laboratorio, los estudiantes me llaman “profesor” y no puedo evitar sentir un alivio muy raro que nunca había sentido y que entiendo como un privilegio en estos tiempos que corren: el de no tener que preocuparme por si me renuevan o no el año que viene. Aunque solo sea por un momento me vais a permitir que dé un suspiro de satisfacción y me felicite: después de muchos años de trabajo y de sacrificios y de una enorme dosis de suerte, me veo habiendo conseguido algo que a veces parecía imposible y es inevitable verlo como un triunfo de los que te quitan un complejo o dos.

20160922_163333(Ahora está más ordenado que en la foto)

Los primeros meses están siendo intensos, pero sarna con gusto no pica. Ya dije en su día que uno de los motivos por los que eché la solicitud a este sitio es porque me gusta la docencia (¡confesión prohibida para los científicos de pura cepa!). El primer día de clase estaba predeciblemente intimidado, pero el miedo escénico no duró mucho; enseguida empecé a estar más y más cómodo, a disfrutar de las clases, a intentar transmitir una versión propia de (en este caso) la botánica, dándole un toque personal, compartiendo fotos y experiencias de mis viajes, con buena acogida por parte de los estudiantes. Constantemente se me olvida lo poco que saben, es fácil sorprenderles con cualquier detalle, lo que compensa la desesperación que inevitablemente, también te toca gestionar como docente. Hasta ahora nunca había tenido la oportunidad de montarme una asignatura a mi manera, y esto me está descubriendo mi propia faceta de profesor que apenas conocía. Siendo más bien introvertido, me hace gracia verme a mí mismo con un aplomo totalmente fingido y con un entusiasmo estratégicamente dosificado. Es casi como actuar. He vuelto a disfrutar de la cara de asombro que se le queda al personal cuando entiende la estructura del capítulo de las asteráceas. Un par de veces he conseguido tener a la clase en vilo, cuarenta chavales de veinte años (la mayoría sin ningún interés previo por las plantas) conteniendo el aliento mientras les cuento alguna de las razones por las que las plantas son acojonantes. Es muy raro que esto ocurra, pero cuando pasa, siento que he nacido para esto.

Y luego está lo de estas fotos.

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(Además también tengo acceso a un laboratorio molecular y a un invernadero)

Sí, está hecho un desastre porque estoy aún reorganizándolo todo, pero este es mi laboratorio, así, como suena. Aquí mando yo. Nunca había tenido ese grado de libertad en el que puedo investigar lo que se me ponga en las narices a mí, sin preguntar ni pedirle permiso a nadie. Este superpoder es tan nuevo que todavía atonta un poco, pero de todos los cambios de los últimos meses este es quizá el que más gustito da. La decisión de intentar trabajar en una institución así también se debía a que cada vez me sentía más desconectado de lo que originalmente me llevó a convertirme en biólogo:  el campo y el contacto con y con los organismos, y no tanta bioinformática, ni tanta presión por el impacto de tu investigación. Por supuesto que esto supone una renuncia a seguir usando determinadas técnicas de última generación, pero a cambio te da la libertad de poder dedicar el tiempo a preguntas nacidas de la simple curiosidad y de la observación por la observación. Y en mi caso particular, de eso, precisamente, es de lo que se trataba cuando empecé.

Tengo en mente varios proyectos; cuáles me toca emprender ahora dependerá de la inevitable circunstancia de la financiación (tengo algo de startup para ir tirando de todas formas), pero de entrada vuelvo a sentir que me toca aprender de nuevo un montón de plantas, y eso me gusta. Con más tiempo ya os iré soltando “la naturaleza del Midwest contada para europeos”, más allá de los clichés del campo de maíz, y entraré en más detalle con los proyectos que inicie. Como calentamiento, estoy empezando con un catálogo florístico de una reserva forestal cercana al campus a la que me he llevado ya un par de estudiantes que quieren hacer un proyecto conmigo. No sé cómo contarlo sin ponerme demasiado pesado, pero este momento fue bonito; me acordé de cuando estaba en esa misma situación y de lo que se me pasaba por la cabeza, y es emocionante verme al otro lado. Por otra parte, se cansaron en tres horas, no os vayáis a creer.

Como bonus track, hubo una muy agradable sorpresa. Una de mis intenciones era la de montar un herbario, una colección de referencia más o menos oficial para poder recibir pliegos en préstamo. Estuve hablando del tema con una colega del herbario de NY y últimamente los requisitos para conseguirlo estaba bastante relajados sobre todo porque se quiere ser lo más inclusivo posible con colecciones pequeñas para poder integrarlas en consorcios digitales, así que pensé que con un poco de esfuerzo, en uno o dos años podría organizar una colección y hacerla oficial. Mi sorpresa fue que ¡la colección ya existe! Medio olvidados en los armarios hay una modesta colección de unos pocos miles de pliegos, recolectados desde los años 80 hasta ahora, preparados en su mayoría por estudiantes, pero decentemente montados y etiquetados, bajo la supervisión de mi predecesor. Nadie había hecho mucho caso a esta colección, que básicamente estaba amontonada de cualquier manera en los armarios, sin ningún orden taxonómico y que incluso estaban considerando tirar. Los que me conocéis ya os podéis imaginar que al bibliotecario que llevo dentro se le hizo la boca agua. La idea de reclutar a un ejército de estudiantes para restaurar, ordenar, digitalizar y clasificar estos especímenes según la APG-IV me parece una golosina irresistible, así que esta idea también la he incluido en los proyectos pendientes.

La guinda del pastel la han puesto estos montones de pliegos que aún no voy a enseñaros. Fueron recolectados por un estudiante de la universidad durante el verano de 1893. Casi me dio un mareo cuando los descubrí. Milagrosamente han llegado en buen estado de conservación y están minuciosamente etiquetados, gracias a ello he descubierto que aquel verano este chaval fue el asistente de campo de uno de los primeros botánicos estadounidenses en herborizar las praderas norteamericanas. Así que mira por dónde, el herbario va a tener también su pequeña colección histórica.

Y así andan las cosas.

Ya sé que a alguno le puede parecer que el propósito de esta entrada es alardear, pero no. Hay toda una dimensión en esta transhumancia profesional transatlántica que es dura y de la que nunca te deshaces del todo. Que nos quedemos por aquí a largo plazo depende de una mezcla de circunstancias personales y profesionales que no necesariamente me apetece compartir aquí, pero que el tiempo dirá cuánto importan. A estas alturas uno también se da cuenta de que por muchos planes que hagas a veces acabas tomando rumbos insospechados, y es mejor disfrutar de lo que te vas encontrando (que luego te vas, y acabas echándolo de menos). Espero que a partir de ahora no vuelva a retrasarme demasiado en contar nuevas vivencias en el Midwest, pero si queréis un avance, repasad las primeras temporadas de Parks and Recreation, que por ahí van los tiros.


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El último día de Obama

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Hace ocho años tuve la ocasión de vivir en tierras estadounidenses la noche electoral de 2008, la que acabó con la primera victoria de Obama en las urnas. Fue una noche emocionante y, creo que puedo decir, histórica. Escribí una breve crónica en el bloj y algunos posts posteriores con ese desparpajo que yo tenía entonces a la hora de hablar y opinar sobre temas sin tener ni puñetera idea de nada. Hubo quien me criticó, de hecho, mi entusiasmo excesivo con Obama, que en el fondo nunca sentí como mío ni pretendí idealizar a la persona en sí, sino que más bien me fascinó el fenómeno, algo totalmente justificado, sobre todo si se vivió la vibrante y única campaña electoral de 2008. Creo que ocho años después me siento con la suficiente perspectiva para aceptar abiertamente que sigo considerándole el político más magnético de nuestro tiempo. En gran medida esto se debe al caldo de cultivo previo: los Estados Unidos (y el mundo) de George Bush y el contraste que supuso. Si tenéis un rato, recordad el discurso que dio aquella noche y tratad de dejar a un lado cinismos y lugares comunes sobre Estados Unidos: es muy fácil entender por qué un sector inmenso de la población estadounidense que tradicionalmente había sido considerado minoritario, se sintió conectado con este señor y su extraordinaria capacidad de sembrar esperanza. Yo al menos nunca había oído a ningún político hablar así.

A Estados Unidos, desde fuera, se le ve siempre de forma inevitablemente deformado. Es tan inabarcable y diverso que cualquier retrato que se haga va a ser incompleto. Soy consciente de que mi propia visión es muy parcial: siempre inmerso en una burbuja universitaria de gente con mentalidades progresistas “a la europea”, un ambiente de trabajo estimulante y creativo. Conozco el otro Estados Unidos, lo he visto en Pensilvania, Ohio, Louisiana o Georgia, e incluso en las zonas rurales de Nueva York y California, pero casi siempre de paso: ese no es el EE.UU. que vivo a diario. No lo digo para enmascarar todas las disfunciones de este país (que son muchas y que me ha tocado sufrir en propias carnes, y más aún siendo emigrante), sino porque creo que en estos días hay que recordar precisamente las virtudes, lo que merece ser exportado y expandido. En burbujas como las universidades hay detalles que me asombran, por ejemplo, en todo lo que respecta a la integración de todos los miembros de la comunidad, valorando la diversidad de forma sincera, creyéndose que un alumnado o profesorado diverso enriquece de verdad a la institución, y tomando medidas para evitar los sesgos institucionales y la discriminación por el motivo que sea. Después de re-escuchar el discuros de Obama en 2008, he pensado que quizá estos detalles, que son de lo que más me gusta de este país, sean en gran parte herencia de ocho años de obamismo.

Hace unos días me tocó presenciar una noche electoral que casi podría considerarse como un negativo de la instantánea de noviembre de 2008: la elección de Donald Trump. Como ahora soy mucho más consciente de mi ignorancia, no voy a aburriros con una crónica detallada de lo que ya conocéis de sobra. Voy a quedarme sólo con un par de detalles de la noche, el primero de los cuales es la sensación de irrealidad y sorpresa con el que se vivió el recuento, como si aquello no pudiera estar pasando de verdad. Nunca había visto un descalabro tan estrepitoso y radical de todas las encuestas previas en unas elecciones, y esta dimensión inesperada del resultado es en parte lo que acentúa la sensación de tragedia que se masca en el ambiente de la, digamos, “América” progresista y urbana: temores razonables aparte, nadie se esperaba que este resultado llegara a materializarse. No hubo tiempo para mentalizarse de antemano de la que iba a caer (como con la mayoría absoluta de Rajoy, por poner un ejemplo, que se veía venir). Ha sido un auténtico bombazo, la gente está hundida.

El otro contraste es que en esta ocasión no hubo ni rastro del entusiasmo ni de la esperanza de 2008 en la campaña. Aquel otoño fue único e ilusionante para millones de personas. Esta, sin embargo, ha sido bronca e intensa, pero muy gris desde que Sanders se retiró de las primarias demócratas. El temor a una victoria de Trump, decía, ha estado presente, pero esta parecía imposible desde el punto de vista racional: su perfil era tan agresivo, zafio e ignorante, era tan obviamente inadecuado, que resultaba inimaginable verlo en el cargo. Todas las encuestas transmitían que la situación parecía bajo control. El resto ya lo sabéis.

Creo que todo el mundo debería estar preocupado por lo que ha ocurrido esta semana, y no lo digo solo porque el presidente de EE.UU. sea un cargo que inevitablemente afecte al planeta entero, sino porque el fenómeno hay que encuadrarlo en una crisis política global. Soy el primer cínico que reconoce lo disfuncionales que son las democracias capitalistas modernas, pero ver tanto resultado electoral fascistoide últimamente empieza a acojonar. Creo que aciertan quienes relacionan a Trump, el Brexit, el referéndum en Colombia o la propia incapacidad de España de investir a un presidente del gobierno que no sea un delincuente. Son algunos síntomas de democracias atrapadas en decisiones autodestructivas y vergonzosas. Atrapadas porque en el momento en el que las urnas hablan, hay una inercia de considerar incuestionable el resultado.  Si se usa como premisa que la democracia, la libertad de expresión, la tolerancia y la convivencia son valores absolutos que queremos que rijan nuestro mundo, ¿No es consecuente aceptar los resultados salidos de las urnas como inmaculadas decisiones del pueblo soberano? El error, creo, está en aceptar esos resultados cuando quienes los consiguen pretenden, precisamente, dinamitar las libertades y garantías que los validan. Las reacciones tibias al odio, la discriminación, la violencia, la injusticia y las desgracias no deberían, hoy más que nunca, resultarnos indiferentes, aunque salgan de las urnas. Con más motivo deberían escandalizarnos. Y sin embargo, está pasando delante de nuestras narices. Como el propio ascenso de Trump, a cámara lenta, como si fuese una película de las malas, de las predecibles, en las que todo el mundo sabe lo que va a acabar pasando, pero la gente no reacciona.

Por último, habréis leído también por ahí que lo que está detrás de estas inesperadas victorias es el votante rural que ha querido castigar al sistema. Pues vale. Quizá sea cierto que identificar al votante medio de Trump como un simple racista xenófobo que quiere pagar menos impuestos a costa de cualquier cosa sea una errada simplificación. Quizá el retrato sea más el de un desheredado olvidado por los políticos y muerto del asco en el Ohio profundo, resentido, y con razón, con todo el mundo. Lo mismo sí. No me cabe duda de que el mundo está hecho unos zorros. Cualquier generación ha podido decir lo mismo, pero quizá este momento que vivimos sea especialmente problemático después de muchas décadas de relativa calma. Hay varias crisis sin precedentes que están teniendo lugar ahora, convergiendo de forma inédita: cambio climático, crisis económica en un capitalismo más desrregularizado que nunca, crisis alimentarias en muchas partes del mundo, globalización, Oriente Medio descontrolado, terrorismo internacional, población mundial máxima. El mundo ha cambiado mucho en los últimos 20 años, no han sido dos décadas “típicas”. Hay varias formas de reaccionar ante estos desafíos sin precedentes. Todos deseamos un mundo mejor, pero me da la sensación de que algunos de los votantes que están protagonizando los titulares de 2016 lo que quieren es “que todo vuelva a ser como antes”. Su reacción ante el mundo del siglo XXI es de rechazo, de intentar esconderse debajo de la manta y revertir a un estado anterior (malo conocido), sin tantos inmigrantes, sin deslocalización de la industria, sin conflictos sociales de raza, género, orientación sexual y sin todos los indicios que ocurrieron mientras su vida se fue a la mierda y que confundieron con causas del declive, y no con sucesos sincrónicos al mismo. El miedo, de nuevo, genera monstruos.

Se me pasa por la cabeza que quizá la clave de la política de los años venideros estará determinada por el enfrentamiento entre dos formas muy distintas de afrontar las grandes crisis del siglo. Por una parte los que, sin tener ni puñetera idea de cómo hacerlo, intenten huir hacia adelante y catalizar un cambio hacia un futuro desconocido, sin duda muy diferente a todo lo anterior (con la esperanza de que sea mejor, y más justo, si sobrevivimos). Por otra quienes, también con la esperanza de que será mejor que el presente, intenten resistirse a estas crisis y pretendan revertir el mundo hacia un estado idealizado de felices años 90. Comparando el discurso de la victoria de Obama con el de Trump (y de nuevo, dejando cinismos y lugares comunes al margen), esta división me resulta muy evidente.

Queda poco para el último día de Obama, pero el gran dilema del siglo XXI todavía tardará en decidirse.


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Civilization VI: psé

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Sé que todos lo estábais esperando y aquí va: mi esperada riviú del ínclito Sid Meier’s Civilization VI. He malgastado invertido muchos cientos de horas a lo largo de mi vida en los juegos de la saga civi, desde el primerito de todos ellos allá por el siglo pasado, hasta sus más recientes versiones. He visto imperios caer de la forma más tonta, traiciones que han puesto fin a siglos de cooperación internacional y reconquistas heroicas. Y, obviamente, a Gandhi lanzando cabezas nucleares (un clásico). Estaba cantado que iba a ser carne de cañón de la nueva entrega, fuese buena o mala, pero en el año de la post-verdad, no me voy a amilanar para decir que al menos de momento, el resultado es un poco decepcionante.

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Es tradición que mi primera partida siempre es con Grecia

Lo mejor

Aunque no es mérito suyo, lo mejor de esta nueva versión es que conserva varios de los grandes aciertos del civi 5. A saber: el mapa con casillas hexagonales en el que las unidades del mismo tipo no pueden superponerse, y en general, un concepto mucho más espacioso y amplio del “tablero”. Si jugaste al civi 5, la dinámica del 6 es muy parecida y puedes ponerte a jugar inmediatamente.

La mayor de las novedades positivas es la del nuevo sistema de diseño de las ciudades con distritos. Hasta ahora la ciudad ocupaba una casilla, y los alrededores se usaban para poner granjas, minas y explotaciones varias. En la nueva versión, la ciudad se disperas. Además del centro urbano, hay que construir distintos distritos fuera de la ciudad (cada uno de ellos ocupa una casilla). Los distritos son temáticos y potencian ciertas cualidades de las ciudades, y su ubicación exacta es relevante porque cada casilla recibe bonificaciones diferentes para según qué distrito. El campus contiene la biblioteca y las universidades, el distrito comercial los mercados y los bancos, etc. Dónde se coloca la ciudad se convierte, a partir de ahora, en una decisión aún más crítica. También se favorece que las ciudades se especialicen (en ciencia, comercio, cultura, ejército, etc), algo que ya se podía hacer antes pero que en la sexta entrega es casi obligatorio y le da un nuevo giro a la estrategia. Las maravillas del mundo también se construyen en casillas fuera de la ciudad.

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La sexta entrega del civi tiene dos árboles de investigación, uno científico y uno político. Algunas de las mejoras de la civilización, sistemas de gobierno, edificios y maravillas se hacen gracias a avances políticos. En general este aspecto es una mejora interesante que también me ha gustado. Además de los descubrimientos en sí mismos hay momentos eureka que hacen progresar la investigación en distintos campos. (Por ejemplo, entrar en contacto con una nueva civilización te da un momento eureka en la escritura y hace mucho más fácil desarrollarla). Conocer los momentos eureka y “buscarlos” en el momento adecuado puede suponer una diferencia significativa a la hora de desarrollar la ciencia y la política.

El espionaje está muy logrado. Al igual que ocurría en algunas versiones anteriores, los espías son ahora unidades del juego que hay que producir y que se pueden destinar a distintas ciudades con objetivos precisos.

Se pueden designar parques nacionales hacia el final del juego. Esta novedad aún está muy limitada. Básicamente llega un momento en el que puedes designar áreas de cuatro casillas con bosques y montañas bien conservados y declararlos parque nacional. Ayuda a incrementar el turismo y a facilitar la victoria cultural, y además premia algo que no se había visto hasta ahora: que dejes intactas algunas casillas de naturaleza.

Lo peor

Para empezar, los gráficos. Son espantosos, como de dibujos animados, nada que ver con el espectacular diseño del civi 5 en el que los paisajes y las unidades estaban muy bien logradas, alcanzando un buen compromiso entre lo esquemático y lo realista. En esta edición se ha optado a propósito por un diseño warhammero que personalmente no me gusta nada.

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Eso sí, la niebla de guerra, muy lograda

La IA es horrible. Todo el mundo dice que la mejorarán en futuras versiones, pero de momento es exasperante jugar contra el ordenador. El comportamiento de las otras civilizaciones es errático y estúpido. Se enfadan contigo o te adoran sin la menor lógica, producen unidades obsoletas en cantidades exageradas hasta colapsar sus economías y es imposible hacer tratos comerciales sensatos. Se supone que detrás de todo esto hay muchas innovaciones con agendas personales relacionadas con la personalidad de cada líder, el desarrollo de un menú de casus belli para declarar guerras, etc. Todo eso queda muy bien cuando lo lees, pero a la hora de la verdad, no funciona.

Los trabajadores se gastan. Después de tres acciones (alguna más si tienes ciertas bonificaciones) la unidad se gasta y desaparece. Es muy costoso mejorar los entornos de la ciudad. No entiendo muy bien qué aporta una decisión así cuando a la vez puedes mantener una unidad arcaica de tío con garrote hasta la invención de internet. Fatal.

El ritmo está muy descompensado. Esto ya pasaba un poco en el civi 5  pero ahora se ha descontrolado. Es como si el tiempo y las eras pasaran muy deprisa y no te diese tiempo a jugar en cada una como se debería. Creo que la idea es que las partidas no sean demasiado largas, pero a mí no me gusta este ritmo. Ahora que los trabajadores se gastan y que antes de construir edificios necesitas preparar el distrito adecuado, se necesitan muchos turnos para establecer y hacer funcional la civilización. La consecuencia es que llegas a la Edad Media y aún tienes solo dos o tres ciudades y un ejército diminuto. Es imposible montar una guerra medio interesante al principio del juego.

Han quitado las Naciones Unidas. Otra de las cosas que se supone que van a mejorar en el futuro, pero que hace que esta primera versión deje mucho que desear. De hecho, como ya dije en su día, el papel de la ONU y la tensión de sus votaciones para la victoria diplomáica era de las cosas que más me gustaron de Brave New World. Ni rastro de ella de momento, con el agravante de que la religión adquiere demasiado protagonismo. En el anterior civi, si no te apetecía montar una religión, apenas tenía efecto en el juego. Ahora no puedes despistarte porque como una religión extranjera convierta muchas de tus ciudades puedes perder. De hecho, en una de mis primeras partidas perdí tras conquistar una ciudad, porque de rebote la mayoría de mis ciudadanos pertenecían ya a cierta religión.

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En resumen: hay cosas chulas en esta nueva edición, pero el regusto que me deja es un poco decepcionante, por eso me voy a tirar jugando todo el punete de Acción de Gracias.

 


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El amor y las guerras de Carlos de Montúfar

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Crnel. Carlos de Montúfar y Larrea. Prócer de la Independencia ecuatoriana, Comisionado de Regencia para Nueva Granada enviado por la Junta de Cádiz en 1810, creador del Estado de Quito (1810-1812), soldado del ejército bolivariano. Óleo sobre lienzo del pintor Manuel Salas Alzamora, expuesto en el Salón de los Próceres del Palacio de Najas (Cancillería)
Carlos de Montúfar

Carlos de Montúfar y Larrea-Zurbano nació en Quito (1780) y tuvo una de esas vidas que cuesta creer que no se hayan inventado para una novela o para una película. Mucho me temo que si no somos ecuatorianos su nombre no nos dirá nada, en parte porque siempre estuvo eclipsado por otras personas cuya huella en la historia ha sido tan superlativa que, inevitablemente, todo lo que las rodeaba ha quedado más en segundo plano. En el caso de Montúfar hay dos figuras que resultan imprescindibles para entender su odisea, figuras que irónicamente, se conocieron gracias a él: Simón Bolívar y Alexander von Humboldt.

Reconozco que mi motivación original para escribir este post no era hablar de Montúfar en particular, sino de Humboldt y de una de las facetas de su vida que más desconocidas resultan y que peor se trata por sus biógrafos: sus relaciones amorosas. Tenía pensado, de hecho, llamar a este post “Los hombres de Humboldt” y quedarme tan pancho, pero según leía más y más de Montúfar, al final decidí que merecía un protagonismo especial, aún cediendo a la tentación de hablar, inevitablemente, de Humboldt. Este quiteño de vida cinematográfica nos perdonará que, una vez más, le robemos su merecido protagonismo para hablar del gran Humboldt en la primera parte de esta entrada.

Que Humboldt era homosexual es, por así decirlo, un secreto a voces. Estos días estoy leyendo la tercera biografía de Humboldt que cae en mis manos: “The Invention of Nature“, de Andrea Wulf (las otras fueron las de Joaquín Fernández Pérez y la de Douglas Botting, ya hace bastantes años). En todas ellas, incluso en la más reciente (aunque con diferencia es la menos mojigata de las tres), el asunto de los amores de Humboldt se trata de una forma bastante esquiva. En parte esto se debe a la dificultad de conocer cómo era Humboldt en la intimidad dado que antes de su muerte destruyó casi toda su correspondencia personal (algo que se puede interpretar, precisamente, como un deseo de preservar sus relaciones más privadas). Sin embargo, a estas alturas hay bastantes indicios para concluir que a Humboldt le gustaban los hombres, y parece mentira que en 2016 cueste leer una afirmación como esta sin dar rodeos o sin chiripitifláuticas explicaciones previas sobre el amor platónico de la Ilustración. Ya he mencionado alguna vez la manía de muchos biógrafos de comportarse de forma ambigua sobre la sexualidad de sus sujetos de estudio cuando éstos se salen de la heteronormalidad. En el caso de los varones, ser mujeriego nunca es motivo de bochorno, y sin embargo la sospecha de tener relaciones homosexuales siempre se matiza y se señala adverbialmente con un “presuntamente” en algún párrafo perdido del texto para no volver a mentarse nunca más.

La (¡¡presunta!!) homosexualidad de Humboldt puede que resultara especialmente incómoda porque su vida es tan jodidamente perfecta y asombrosa, tan inmaculada, superlativa y radiante, que quizá para muchos el hablar de pasiones amorosas fuera de la norma pudiese entenderse como un fastidio. Observó y midió todo lo observable y medible que se le puso por delante; viajó hasta los confines del mundo conocido; militó por la libertad del ser humano y denunció los abusos de la tiranía y la esclavitud; escribió pensando en el erudito y también en el ciudadano medio; y a fin de cuentas, nos dio la noción moderna del mundo natural y dejó una huella indeleble en toda la ciencia del siglo XIX. No tengo espacio aquí para insistir en que Humboldt fue uno de los científicos más magníficos de la historia, el último hombre renacentista y a la vez el primer naturalista moderno y muchas cosas más. Si no conocéis la vida de Humboldt, haced un hueco inmediatamente en vuestra mesilla de noche, porque no os vais a arrepentir.

Uno de los pocos retratos de Humboldt antes de partir hacia América
Uno de los pocos retratos de Humboldt antes de partir hacia América

Pero hoy vamos a dar por supuesto que todos estamos familiarizados con el Humboldt viajero, geógrafo, científico, escritor e “influencer” político y vamos a insistir en conocer otra parte de su vida que no debería resultar incómoda ni superflua. Obviamente, Humboldt tenía motivos para ser discreto durante su vida, y por eso no resulta extraño que intentase maquillar su conocida falta de interés por las mujeres como una consecuencia de su trepidante ritmo de trabajo y su pasión por el estudio. “Un hombre casado es un hombre perdido”, llegó a declarar en alguna ocasión, afirmación que se une a otras a lo largo de su vida en las que insiste: su incansable ritmo de trabajo no le deja tiempo para otro tipo de dedicaciones más mundanas. “No sé nada de pasiones sensuales“, declaró también, afirmación que se ha usado para defender que Humboldt era asexual, pero que no es difícil de interpretar como una obvia manera de ocultar unas pasiones que podrían haber arruinado su carrera y su vida de haberse conocido hace dos siglos.

Sin embargo, incluso desde antes de su partida hacia “las regiones equinociales del globo”, se conservan algunos indicios de relaciones muy íntimas con algunos varones. Uno de ellos, de los que apenas sabemos nada, fue un tal Reinhard von Haeften, un teniente prusiano cuatro años más joven que él al que le escribió en 1794 “Yo cumplo siempre mi palabra, mi bueno e íntimamente querido Reinhardt. En pocas horas inicio mi viaje: cabalgaré mañana hasta Lauenstein, el 21 llegaré a Steben, y en la noche de Navidad espero arrojarme en tus brazos […]. Pueden otros hombres no tener comprensión para esto; eso me tiene sin cuidado. Yo sé, yo vivo sólo por ti, mi bueno y único Reinhardt, solo en tu cercanía soy completamente feliz“. Es sólo uno de los ejemplos que se salvaron de aquella época en los que mantuvo amistades, desde luego, muy íntimas y en las que declaraba su “inmortal y ferviente amor” o que se sentía “atado [a su “amigo”] como por cadenas de hierro“. Muchos de los biógrafos acudirán prestos a aclarar que en pleno Romanticismo no era nada inusual este tipo de declaraciones entre amigos varones, que lo que ocurre es que tenemos la mente sucia por el homosexualismo postmoderno y que no hay pruebas de que Humboldt sintiera ningún tipo de pasión amorosa por estos sujetos. Ya.

Pero en fin, trasladémonos a la gran odisea humboldtiana, su viaje al Nuevo Mundo. Una primera pregunta razonable que podemos hacernos es qué tipo de relación mantuvo con su inseparable compañero de aventuras, el botánico francés Aimé Bonpland, que participó de toda la expedición.

Humboldt y Bonpland (relegado a un segundo plano que sería habitual para él). Esta obra se completó 50 años después de la expedición y a Humboldt no le gustaba porque los instrumentos pintados no eran los de la época
Humboldt y Bonpland (relegado a un segundo plano, que sería habitual para él). Este cuadro se completó 50 años después de la expedición y a Humboldt no le gustaba porque los instrumentos pintados no eran los de la época

Al contrario que con el protagonista de esta entrada, no existe indicio alguno que sugiera que Humboldt y Bonpland tuviesen una relación más allá de lo profesional, pese a que esta fuese, indudablemente, excelente y duradera. Curiosamente, Humboldt escribió una carta a un amigo suyo antes de salir de España en la que dice específicamente “[Bonpland] me ha dejado muy frío durante los últimos seis meses, es decir, sólo tengo con él una relación científica“. Dejaremos que el lector interprete a cuento de qué viene la aclaración.

Bonpland es otra figura que merecería un post para él solo. Inevitablemente siempre sería el segundón de Humboldt, incluso cuando dejaron de trabajar juntos de vuelta a Europa. Fueron amigos durante el resto de su vida, a pesar de que Alexander tuvo que presionarle muchísimo para que publicara sus datos botánicos (Bonpland fue un gran procrastinador). Aunque su carrera haya quedado eclipsada por la de su amigo, Bonpland fue un gran botánico al que le aguardaron grandes proyectos tanto en Europa como en Argentina (al contrario que Humboldt, Bonpland sí regresó a América), y su vida sin Humboldt fue también bastante intensa, si tenéis curiosidad por consultarla.

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Itinerario del viaje de Humboldt al Nuevo Mundo. 1799-1804

Nos saltaremos los primeros años de la expedición, que transcurrieron, sobre todo, en la cuenca del Orinoco. Tras un primer interludio en Cuba, Humboldt y Bonpland regresaron a Sudamérica atracando en Cartagena de Indias y se encontraron en Bogotá con el ínclito José Celestino Mutis, que en aquel momento ya era la máxima autoridad en botánica sudamericana. La vida de Humboldt se mide no sólo por su propia obra, sino por los encuentros que tuvo con otros grandes estudiosos del momento, encuentros que me hacen desear tener una máquina del tiempo para presenciarlos. ¿Os imagináis? Humboldt y Mutis, Humboldt y Cuvier, Humboldt y Lyell… menuda gozada. El prusiano entendía perfectamente que la ciencia era una actividad social, y casi podemos decir que inventó el networking cuando, años después, desarrollase el concepto moderno de congreso científico.

José Celestino Mutis
José Celestino Mutis

Humboldt ya se estaba convirtiendo en toda una celebridad y en una de las personas que mejor conocía la América tropical. Además de por su indudable genio, Humboldt era alguien que se hacía querer, que irradiaba un encanto único, y al que políticos y científicos siempre quisieron tener cerca, sobre todo a partir del viaje americano. Mutis facilitaría contactos a Humboldt en Quito, su siguiente parada, que Humboldt y Bonpland usarían como centro de operaciones para escalar distintos volcanes andinos.

En Quito Humboldt fue recibido por el marqués Juan Pío Montúfar, el gobernador, un ilustrado de la época bien conectado con toda la sociedad cultural de la zona, y que le puso todas las facilidades posibles para el éxito de sus excursiones andinas. Destaca también por su relevancia para nuestra historia el científico local Francisco José de Caldas, alias “el sabio”, un erudito con el que Humboldt trabajó durante un tiempo y de cuya colaboración surgió la invención del hipsómetro. Siendo Humboldt, como era, un joven culto, encantador, que estaba más bueno que un queso (ver retrato arriba) y soltero pese a superar la treintena, no es de extrañarnos que le surgieran varias pretendientes. En esta lista se encuentra Rosa Montúfar, la hija del gobernador, quien se quejaría a sus amistades de la preferencia de Humboldt por el trabajo de campo antes que por las fiestas. Y sin embargo, el protagonista de esta historia no es otro que el hermano de Rosa e hijo del gobernador, Carlos.

Carlos de Montúfar tenía 22 años (diez menos que Humboldt) cuando se conocieron en 1802, y ya hacía dos que había concluido sus estudios en la universidad de Santo Tomás de Aquino. Aunque no tenemos retratos de quella época, nos fiaremos del que abre esta entrada y de otros testimonios para concluir que este yogurín morenazo de ojos negros y belleza criolla, también era culto, educado y compartía los ideales de la Ilustración, llamando por este motivo la atención de Alexander.  Como ya os estáis imaginando, Humboldt y Montúfar se cayeron de puta madre e iniciaron una sólida, platónica e íntima, (¡nada homosexual!) amistad.

Tan sólida fue dicha amistad que Montúfar se unió a Humboldt y Bonpland durante el resto de la expedición, pese a no tener formación científica (su maestría era en humanidades y filosofía). Las razones por las que Humboldt decidió hacer un hueco a Montúfar en la expedición son muy difíciles de entender si no se asume que ambos tenían una relación que iba más allá de lo académico. La prueba definitiva es que el erudito Francisco José de Caldas solicitó unirse a los exploradores europeos sufragándose sus gastos y Humboldt le dio largas. Esta negativa fue un golpe durísimo para Caldas, y no debe extrañarnos. Para un erudito como él, la oportunidad de unirse a Humboldt era el sueño de su vida, los celos se lo comieron vivo cuando se enteró de que lo que a él se le negaba, se le ofrecía a un guapito sin experiencia. De hecho, uno de los incidios más importantes que clarifican que la relación con Montúfar era más que platónica viene, precisamente, de una amarga epístola que Caldas envía a Mutis desahogándose por sus frustraciones.

Francisco José de Caldas
Francisco José de Caldas

“¡Qué diferente es la conducta que el señor Barón ha llevado en Santa Fe y Popayán de la que lleva en Quito! […] El aire de Quito está envenenado; no se respiran sino placeres; los precipicios, los escollos de la virtud se multiplican, y se puede creer que el templo de Venus se ha trasladado de Chipre a esta ciudad. Entra el señor Barón en esta Babilonia, contrae por su desgracia amistad con unos jóvenes obscenos, disolutos; le arrastran a las casas en que reina el amor impuro; se apodera esta pasión vergonzosa de su corazón, y ciega a este sabio joven hasta un punto que no se puede creer”

y en otra, hablando directamente de Montúfar

“El señor Barón de Humboldt partió de aquí el 8 del corriente con Mr. Bonpland y su Adonis, que no le estorba para viajar como Caldas.”

La presencia de Montúfar no fue ignorada por los biógrafos, pero en general se pasa de puntillas por este personaje y se le tiende a tratar como una especie de sirviente o criado. Pero Montúfar, aunque no fuese científico, tampoco era un simple criado (como hemos visto pertenecía a la élite social de Quito), sino un miembro de pleno derecho de la expedición. Montúfar estuvo presente en las distintas ascensiones a todos los volcanes andinos visitados por Humboldt y Bonpland, incluyendo la ascensión al Chimborazo (6263 m), uno de los momentos cumbres de la expedición al tratarse del punto más alto del planeta pisado por el ser humano en aquel momento (una hazaña del montañismo, si tenemos en cuenta las condiciones en las que se hizo). Montúfar estuvo allí y fue el encargado de tomar mediciones barométricas, además de sufrir algún que otro percance que casi se lo lleva por delante. Cualquiera que conozca la biografía de Humboldt podrá entender que formar parte de esta expedición tendría una profunda huella en Montúfar y en la forma en la que vería en adelante su propia tierra natal.

Humboldt, Bonpland y Montúfar, a los pies del volcán Cayambe
Humboldt, Bonpland y Montúfar, a los pies del volcán Cayambe

No voy a extenderme mucho más en esta parte de la expedición. Humboldt menciona a Montúfar (al que llama “Charles”) de vez en cuando en sus diarios. Existen varias anécdotas indicadoras sobre el tipo de relación que podían tener: se sabe que compartieron lecho; se sabe que en más de una ocasión se perdieron los dos solos durante algunas horas para regresar en plan “fíjate Bonpland qué despiste que creíamos que estábamos acampados en ese lado del valle y resulta que era en este”.

La cuestión es que Montúfar siguió junto a Humboldt cuando dejaron Sudamérica atrás y pasaron una temporada en México, le siguió durante su segunda visita a Cuba y durante el viaje a EE.UU., y siguió con él cuando la expedición llegó a su fin y Humboldt, en 1804, se instaló en París. Por estas fechas, Humboldt ya era uno de los científicos más conocidos del mundo, y París, durante los últimos coleteos de la Ilustración, el caldo de cultivo idóneo para que Humboldt diera a conocer un continente revelado de una forma completamente novedosa. Montúfar, a través de su padre, entró en contacto con los sudamericanos residentes en París entre los que destaca un joven Simón Bolívar. Según Andrea Wulf, probablemente fue Montúfar el que presentó a ambos, otro de esos encuentros que tendrían profundas consecuencias para los dos. Bolívar siempre reconocería el papel de Humboldt a la hora de desarrollar su visión de una nación panamericana unida. Humboldt, Bolivar y Montúfar estarían presentes en un acto que tendría consecuencias para todos ellos: la autocoronación de Napoleón como emperador en 1804.

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Poco después de este suceso, las trayectorias de Humboldt y Montúfar se separan. No sabemos exactamente por qué, pero su relación se enfría y empiezan a tomar rumbos distintos. A Humboldt se le conocen otras “amistades íntimas” posteriores, también interesantes, pero prometí que esta entrada se centraría en la vida de Montúfar, así que le seguiremos en sus andanzas que lo llevarían de la ciencia a la guerra.

En 1805 se traslada a Madrid, donde cursó estudios en la Real Academia de Nobles y recibió formación militar. Se conserva alguna carta que le envió a Humboldt por esta época, pero en definitiva, el rumbo de la vida de Montúfar ya no se cruzaría con la ciencia en el futuro. Como ilustrado, debió vivir con mucha inquietud, al igual que Bolívar, los derroteros de Napoleón y la paradójica situación de los liberales en España, atrapados entre un rancio Antiguo Régimen y la tiranía francesa.

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Francisco Javier Castaños

En 1808 estalla el motín de Aranjuez  y Napoleón entra en guerra con España y sus colonias. Montúfar pasaría a combatir a las órdenes del General Castaños durante gran parte de la Guerra de la Independencia española. El 19 de julio de 1808 se enfrentó a los franceses en la batalla de Bailén como ayudante de campo del general, la primera que derrotaría en campo abierto a un ejército napoleónico. Sobreviviría también a la derrota de los españoles en Somosierra (noviembre de 1808) y en Zaragoza (febrero de 1809). Fue condecorado por la Junta Suprema y ascendido a coronel. En 1810, el gobierno de Cádiz decide que Montúfar puede ser más útil en América, donde el vacío de poder y la ocupación de la metrópoli ya ha desatado varios levantamientos independentistas.

Así pues, se embarca en Cádiz en marzo de 1810 rumbo a su Quito natal con las instrucciones de promover una junta de gobierno provincial que apoyase a Fernando VII. Sin embargo, la situación que se encuentra en Sudamérica es muy distinta a la esperada y a la que se le había dado a entender desde la Península. Ya se han establecido distintos cabildos revolucionarios en ciudades como Caracas y Bogotá, y aunque en principio trata de convencer a la población de la esperanza que suponía el gobierno de Cádiz, conocer de primera mano los levantamientos de su propia gente, tuvo que tener un gran impacto en él. Llegó a Quito demasiado tarde para impedir la matanza del 2 de agosto que costó la vida de cientos de personas al intentar liberar a unos presos revolucionarios que se habían levantado contra el gobierno español en la ciudad. Se cree que la idea de Carlos era absolver a los presos para reducir las tensiones. El impacto de este acontecimiento fue terrible en toda la población y en el propio Montúfar, como reconocería en una carta a su hermana Rosa.

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Relieve en la base del monumento a la independencia en la Plaza Grande de Quito, que ilustra el comienzo del motín del 2 de agosto de 1810

El regreso de Carlos de Montúfar se vio con esperanza por los quiteños patriotas y con recelo por los realistas. Además, es de esperar que el padre de Carlos (que a esas alturas ya era ferviente defensor de la independencia) fuera determinante para que Carlos se uniera definitivamente a la causa independentista. En el fondo, esta transición protagonizada por muchos otros combatientes de la guerra contra Napoleón cuando regresaron a su nueva patria americana era algo que se veía venir. Si el propio movimiento liberal y afrancesado en la España europea siempre estuvo en esa encrucijada entre dos horrores indeseables, con mayor motivo deberían verlo quienes vivían en las colonias, sufridores del régimen de terror con el que España intentaba aplastar la disidencia. ¿Cómo justificar la lucha contra el imperialismo napoleónico sin ser conscientes de la represión imperialista que España ejercía en sus colonias?

El estado de Quito se proclamó en 1811 y contó con su propia constitución. Carlos batalló durante la defensa de esta nueva nación, frustrada por las tropas realistas. Tras victorias como la de Cuenca, sus tropas fueron derrotadas en Ibarra, lo que puso fin al efímero estado.  Delatado por una facción de independestistas distinta a la suya, fue capturado por los españoles y encarcelado en Panamá.

Sin embargo, la historia de Montúfar aún no había acabado. De alguna forma consiguió escapar de la prisión. En lugar de salvar su vida y huir a algún lugar seguro, lo que hizo fue unirse al ejército de Simón Bolívar y participar de sus campañas en Nueva Granada durante los años siguientes. Montúfar participó también en la batalla de la Cuchilla de Tambo, en el verano de 1816. Durante la batalla, perdió a su caballo y acabó combatiendo a pie para, finalmente, ser capturado una vez más por los realistas. La derrota de las provincias unidas de Nueva Granada supuso el final de las esperanzas de los independentistas por el momento. Habría que esperar tres años más hasta que Bolívar iniciase su campaña libertadora que, esta vez sí, desembocase en la independencia de la Gran Colombia. Demasiado tarde para Carlos de Montúfar, quien ya había sido condenado a muerte. Unas semanas después de la batalla fue trasladado a la ciudad de Buga donde le fusilaron por la espalda, como correspondía a los traidores a España y defensores de las jóvenes naciones iberoamericanas. Tenía 36 años.

Referencias

Barrios, Francisco. 2011. Una pasión no correspondida. Arcadia

Hampe Martínez, Theodoro. 2002. Carlos Montúfar y Larrea, el quiteño compañero de Humboldt. Revista de Indias 62: 711-720

Mena Villamar, Claudio. 1997. El Quito rebelde. Letranueva

Sagredo Baeza, Rafael. 2013. Ciencia y Pasión en América. En Gonzalbo Aispiru (Ed.). Amor e Historia. El Colegio de México

Wulf, Andrea. 2016. The Invention of Nature. Alexander von Humboldt’s New Wolrd. Knopf

 


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Observando águilas calvas en el Misisipi

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untitledQue digo yo que ya va tocando empezar a comentar cosillas de mi nuevo destino, ¿no? Con el comienzo de las clases y el esperable lío de empezar en un sitio nuevo, no tuve mucho tiempo de explorar la zona en condiciones, pero aquí ando ya deseando que la nueva temporada me permita ponerme al día en mi nuevo hábitat. Para ir rompiendo el hielo os traigo el resultado de una agradable excursión de ayer mismo por las orillas del Misisipi avistando la que sin lugar a dudas es el ave más emblemática de Estados Unidos: el águila calva (Haliaeetus leucocephalus).

El águila calva, si nos ponemos quisquillosos, en realidad no es un águila sino un pigargo. Si hay algún ornitólogo de guardia que nos aclare esto qué quiere decir exactamente, porque después de un rato revisando la taxonomía de las rapaces diurnas no me ha quedado claro si hay una definición estricta de lo que es un águila, pero la cuestión es que al pariente euroasiático de este bicho lo llamamos pigargo y nos quedamos tan anchos. Ambos, junto con otras seis especies más distribuidas por África, Asia y Oceanía, conforman el género Haliaeetus.

Un dato interesabte es que la zona en la que estoy ahora es una de las mejores para observar águilas calvas. Atentos a la distribución que da la Audubon Society.

mapaPese a ser el ave insignia de EE.UU., las águilas calvas crían sobre todo en Canadá durante el verano del hemisferio norte (color rosa). El invierno es la estación más favorable para ver a estas aves en EE.UU., ya que se las puede observar de invernada de forma esporádica en todo el país, e incluso en el norte de México. Sin embargo, existen unas pocas zonas donde las águilas calvas son residentes todo el año y donde se las puede ver con frecuencia, y una de estas zonas es el valle del Misisipi (línea morada del centro del mapa).

Si ya tenemos la suerte de poder verlas todo en año, en invierno las oportunidades aumentan de forma espectacular debido a dos circunstancias: la primera es que las poblaciones locales se ven reforzadas con las águilas canadienses que vienen a pasar el invierno aquí.

Esta tiene cara de canadiense fijo

La segunda se debe a los hábitos alimenticios de este bicho. Pese a los aires de nobleza que suele darse, los pigargos cabeciblancos son carroñeros y pescadores. Esto explica por qué el río, donde la comida está asegurada todo el año, es un imán para estas rapaces. Además, en invierno generalmente la comida escasea. Cuando la nieve cubre los bosques y los campos, la carroña resulta inaccesible para las águilas y los peces pasan a ser la única fuente de alimento. Si el río se hiela (como ocurre a menudo), estas aves se acumulan en las escasas zonas donde las fuertes corrientes impiden la formación de hielo. Gracias a la acción del hombre, esto ocurre en las exclusas y presas del Misisipi. Un sistema creado para facilitar el transporte fluvial que todavía se usa (y del que ya os hablaré otro día, porque es interesante). Uno de los sistemas de exclusas y presas está justo en las Quad Cities, y por ello es uno de los centros neurálgicos de la observación de águilas calvas en invierno. Ornitólogos y fotógrafos vienen cada año para llevarse a casa las mejores instantáneas. Las jornadas de observación de águilas han cumplido 30 años en 2017.

Dos águilas posadas sobre el Misisipi helado

A pesar de que el invierno ha sido anormalmente benigno y cálido, las águilas calvas siguen por aquí. Aprovechando la primaveral mañana de domingo estuvimos en Credit Island (una isla del Misisipi que hoy en día es un parque periurbano pero que tiene una historia muy chunga) y las vimos, literalmente, por docenas. No me esparaba una acumulación tan grande la verdad, ha sido todo un espectáculo.

Este es el brazo del Misisipi que separa Credit Island (derecha) de la margen de Iowa (izquierda). Aún está helado y las águilas, por algún motivo, preferían quedarse en esta zona

Las fotos no son gran cosa (no he tenido mucha suerte intentando pillarlas cuando pescaban algo, y siempre había ramas delante de las que he tenido más accesibles), pero ha sido impresionante verlas tan cerca. La isla estaba llena de fotógrafos y curiosos viendo a las águilas pescar, y ellas parecían estar tan acostumbradas a la presencia humana como las gaviotas y las palomas.  Es curioso pensar que hoy en día, aunque aún se la considere una especie vulnerable, disfruta de una espectacular recuperación en todas sus poblaciones después de que se prohibiera el uso del DDT. La bioacumulación de este pesticida amenazó de extinción durante gran parte del siglo XX a esta espectacular especie. Siempre alegra leer historias de este tipo con final feliz.


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Docencia en Estados Unidos: reflexiones sueltas

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Hace unos días que se acabó el curso por aquí y aprovechando el respiro que ello conlleva voy a ver si actualizo un poco esto. Los últimos meses han estado llenos de nuevas experiencias derivadas del cambio de trabajo, que en gran parte consiste en ponerme delante de un puñado de desconocidos de veinte años y enseñarles algo. Hacía ya bastante tiempo que no daba clase, y nunca lo había hecho en un contexto como este, así que, sí, digamos que ha sido un proceso intenso que bien merece algunas divagaciones. He hablado varias veces ya de cómo funciona la universidad en Estados Unidos (una vez en 2008 y otra en 2013). Va a ser inevitable que me repita un poco, aunque intentaré insistir en las novedades que me da la nueva perspectiva.

Comenzaré con algunos detalles técnicos. En esta universidad tenemos un calendario que va por trimestres, tres por año académico, cada uno de ellos consistente en diez semanas (aunque en breve vamos a pasarnos al típico estadounidense de dos trimestres de quince semanas por año académico). Para que os hagáis una idea de cómo son las cosas, este año he dado dos cursos de botánica (uno en el primer trimestre y otro en el segundo) y uno de ecología (en el tercero). Como esta es una universidad pequeña, no tenemos asistentes de laboratorio y las prácticas las tenemos que dar nosotros -sólo la práctica en sí, hay una coordinadora de laboratorio que se encarga de preparar los materiales antes de que llegues- lo que en total equivale a que este curso he tenido entre 7 y 9 horas semanales estrictamente de docencia (230 en total). Por lo que sé, aunque es bastante si se compara con centros estadounidenses (sobre todo los de las grandes universidades), esto no es muy diferente a la dedicación total que tiene un profesor en muchas universidades españolas.

Las diferencias empiezan, por ejemplo, en el número de alumnos por clase. Mi departamento es, no sé si el primero o el segundo en cuanto a tamaño dentro del campus, eso quiere decir que mis clases han tenido entre 25 y 40 alumnos por curso (20-25 por turno de laboratorio), y esto, lo creáis o no, son unas cifras muy altas. La página web de la universidad presume de tener un ratio medio de doce (¡doce!) estudiantes por profesor, lo que convierte a clases como las que he dado (una troncal para el grado en biología y una optativa muy socorrida para completar unos requerimientos generales en conocimientos científicos) en asignaturas excepcionalmente concurridas. El año que viene, que doy una asignatura de filogenética más avanzada, espero tener en ella unos diez. A cualquiera de los presentes que nos hayamos licenciado en una universidad pública española, esto nos puede sonar a guasa. En las asignaturas de primero y segundo no era raro que estuviésemos en clases de más de cien alumnos. Esto tiene mucho que ver con el “producto” que la universidad ofrece, y es que, recordemos, una característica propia de la educación en EE.UU. es que se ve más como negocio que como servicio.

Explicándolo en términos de negocio: el nicho que explota una universidad como esta, la forma que tiene de diferenciarse de las competidoras, reside precisamente en los beneficios que conlleva para la educación del alumno en clases pequeñas, con una interacción cercana con el profesorado, más personalizada, y una mayor posibilidad de hacer, por ejemplo, pinitos en investigación. La satisfacción con el “servicio” es importante, claro, porque entre pitos y flautas cada estudiante se deja la friolera de 33.000 dólares de media por año. Sí, no me he equivocado, y ojo, que esa es la cifra media después de aplicar ayudas, becas y subvenciones.

Ya solamente esta afirmación nos cuesta un esfuerzo tremebundo de asimilación a quienes entendemos que la educación accesible a cualquiera debería ser un derecho, así que aquí es donde se hace evidente esa diferencia de concepto que anticipaba antes. En Estados Unidos, los estudios universitarios son, para empezar, un rito iniciático, una especie de mili de la vida adulta. Es cuando, casi por sistema, se deja la casa de los padres y se independiza uno, más o menos, como hemos visto en tantas películas. Después de varios años viviendo este tipo de universidad, cada vez estoy más convencido de que lo que se paga es en parte toda la pompa, el artificio y el decorado para que ese rito iniciático resulte creíble. En comparación, nuestras austeras universidades públicas están desprovistas de todo cascarón estético y se quedan con lo que es la esencia imprescindible de una educación superior. La única contrapartida negativa que veo a un sistema público y virtualmente gratuito en comparación es que, como ya he dicho alguna vez, es fácil que el estudiante español no valore en su justa medida lo afortunado que es al tener un acceso tan relativamente asequible a un título universitario, precisamente porque no implica un elevado coste económico.

La verdadera tragedia de la educación superior en Estados Unidos es doble. Para empezar, implícitamente es casi imposible acceder a un buen empleo sin título universitario. Dado el coste que tienen, esto supone una brecha social casi abismal entre los que pueden acceder a la universidad y los que no. Esto quiere decir que las élites de toda la vida, los blanquitos de buena familia cuyos padres fueron a la universidad, normalmente pueden perpetuarse en esas posiciones. Sin embargo, el salto que tienen que dar todos aquellos que vienen de familias sin estudios universitarios es inmenso y para muchos, completamente insalvable. Los que consiguen dar el salto (a menudo endeudándose hasta las cejas) lo tienen además especialmente difícil porque pasan a convivir con estudiantes de un contexto social que desconocen y en el que les cuesta mucho sentirse socialmente integrados. Los abandonos son mucho más frecuentes en estos alumnos de primera generación, que además, con frecuencia pertenecen a minorías raciales y otros grupos históricamente discriminados.

La segunda tragedia es la que, lamentablemente, se está haciendo evidente no sólo en EE.UU. sino en todo el mundo: hoy en día, tener un título universitario no es, en absoluto garantía de conseguir un empleo “decente”. Digamos que es un requisito necesario, pero no suficiente. Este problema, que es generacional, resulta especialmente perverso en un país donde a menudo tienes que pedir una hipoteca para poder estudiar. Lo de que la deuda contraída por estudiantes universitarios sea ya uno de los grandes problemas nacionales en muchas encuestas es sintomático de la gravedad de esta situación.

A nivel personal, ha habido muchos aspectos de pasar a trabajar en un centro así me tenían inicialmente un poco desorientado. En este caso, no ser ciudadano estadounidense ayuda a poner un poco de distancia: así es como funcionan las cosas aquí, literalmente “ya estaban así cuando llegué” y no siento que nadie me haya pedido opinión. Así que nada, me toca asumir que este contexto educativo es el que es, dar gracias por el que yo disfruté (valiosísimo y digno de conservación en España) y recordarme a mí mismo que no me tengo que confundir: soy un currito y la universidad es mi empleador, la que me da dinero por mi trabajo y punto. Que este trabajo además me guste es una suerte añadida que me motiva para hacerlo lo mejor posible, en unas circunstancias que, asumo, son las que son.

En cuanto a las clases en sí, he tenido sorpresas de todo tipo. Para empezar, confirmé algo que ya me olía en la UConn, y es que el nivel de exigencia a nivel de contenidos me parece muy bajo comparado con lo que yo creo recorder de cursos equivalentes. Si comparo, por ejemplo, la asignatura de botánica que enseño con la que recibí en la carrera, el contraste es tremendo. En esto sé que tengo que tener cuidado porque se están mezclando varias cosas: 1) la diferencia de contenidos en sí, que no voy a negar, 2) el hecho de que ya ha llovido mucho desde que yo estudié (y con la edad ya se sabe que uno se vuelve más gruñón y más proclive a decir que “en mis tiempos todo se hacía mejor”) y 3) que tampoco me puedo poner yo como ejemplo, que a fin de cuentas era un empollón indomable y mi motivación no era representativa de la típica.

Dicho esto, sé que el dilema entre dar prioridad a los contenidos o a las competencias es uno de esos debates interminables de los docentes y que a mí me pilla recién llegado, así que no me voy a meter en jardines, pero digamos que en este centro sí que se valora que te tomes en serio cómo quieres que tu docencia sea efectiva y se te anima a que pongas en práctica técnicas de aprendizaje activo. Vamos, que menos clase magistral y más discusión, empleo de casos de estudio, proyectos y cosas por el estilo, y por mí, bien, porque aquí entra en juego una de las características de cómo funcionan las clases aquí. En mi primer día, a los pocos minutos de empezar a hablar, lancé una pregunta/globo sonda y cuál fue mi sorpresa al ver que no una sino varias manos se alzaban en poco tiempo. Ni como estudiante ni como profesor estaba yo muy acostumbrado a la participación en clase, y tengo que decir que este aspecto sí que me ha sorprendido muy positivamente y ayuda a que las clases sean más agradables para todo. Muy peliculero, eso sí, una vez más.

Además, el apoyo del centro a aprendas y experimentes estrategias docentes nuevas anima bastante a salirte de los formatos clásicos.

Por lo tanto, asumiendo que es imposible incluir todos los contenidos que me gustarían, mi reflexión es la siguiente: yo soy la última línea de defensa antes de que esta panda reciba un título de biólogo y su única oportunidad de “alfabetización” en, digamos, botánica, van a ser las diez semanas que pasen conmigo. ?Qué quiero hacer con ese tiempo?

Entre los momentos para recordar citaré: cuando acabé tirando bolas de papel de distintos tamaños a los alumnos para demostrar una cosa sobre dispersión de esporas (tirando a dar); cuando le pedí a una estudiante que abriese un coco a martillazos y que encontrase el embrión, o en general cuando puedo contarles alguna batallita de mis viajes. Siempre me llama la atención lo fácil que es asombrarles sobre algo con poco esfuerzo. En general mi percepción es que su experiencia vital ha sido bastante limitada, y esto como docente me da bastante juego, al menos con algunos, que responden muy bien. Es justamente este tipo de momentos, cuando ves caras de asombro o cuando ves que algo que has dicho hace encajar la última pieza del puzzle los que me dejan más contento.

Luego hay de todo, claro. He tenido típicas frustraciones que seguro comparten todos los profesores que lean esto. Gente que me ha intentado torear y se ha presentado tres horas tarde el día del examen final lloriqueándome porque se le había pasado la fecha (que se establece con meses de antelación), algún intento de plagio, retrasos a la hora de presentar trabajos y un largo etcétera. En la parte personal, aunque hay de todo, sí que me da la impresión de que estos alumnos están bastante mimadetes y consentidos por la universidad. Como he dicho antes, yo tengo cierta flexibilidad a la hora de ser más o menos exigente, pero no puedo abstraerme del todo a la realidad del sistema. Por ejemplo, se espera de ellos que asistan a clase y se espera de mí que lleve la cuenta de las faltas de asistencia (cosa que hago, pero resistiéndome a penalizar por las faltas, pese a las amenazas que les lanzo). La consecuencia es que horas antes de una clase son capaces de escribirme un email contándome con innecesario detalle la tremenda diarrea que están sufriendo y que les impide asistir. Tengo que contenerme para decirles que en el fondo me la sopla que vengan o no, pues ya son mayorcitos para decidir lo que hacen con su vida, (y, de paso, que no me creo el 90% de sus burdas excusas de lunes de resaca). En fin, gajes del oficio, supongo.

Los estudiantes con los que tengo relación más cercana son los que están haciendo investigación en mi laboratorio. Tengo en marcha la digitalización del herbario (algo de la que ya os hablaré en otro momento) y un par de proyectos piloto florísticos para ir calentando. Estoy un poco hasta arriba, pero mi idea era empezar este verano el trabajo de campo para mi proyecto central (biogeográfico), que también os contaré otro día. En total son cinco los estudiantes que han trabajado más o menos regularmente conmigo los últimos meses. En general están siendo experiencias buenas, pero he aprendido (o se me había olvidado) lo lento que es el proceso de formar estudiantes desde cero.

Hablar con ellos también me ha quitado algunos de los prejuicios con los que vine. Esperaba que una mayoría de ellos fuesen chavales de familias muy acomodadas (lo suficiente como para poderte pagar la matrícula en un sitio así), pero me he dado cuenta de que hay que tener cuidado porque las historias que hay detrás son de lo más diversas y no se pueden anticipar. Algunos forman parte de esos alumnos que se han hipotecado a más no poder y eso les pone en una situación muy vulnerable. A diferencia de lo que ocurre en un sistema público, la mayoría de los estudiantes universitarios (y en especial los de primera generación) están usando su único cartucho y no tendrán más oportunidades de titularse si fracasan. Esta fuente de ansiedad añadida explica por qué muchos tipos de problemas de salud mental son muy elevados entre la población universitaria, e incluso la incidencia del suicidio es especialmente alta. Añadamos algunas otras situaciones que me consta se están dando entre algunos de los alumnos del centro (como pertenecer a una familia indocumentada en la América de Trump) y quizá entendáis por qué he perdido algunos prejuicios sobre qué tipo de alumnos iba a tener.

Como detalle final, aterrizar en mi nuevo centro ha sido más sencillo de lo esperable gracias a un sistema de formación para los nuevos profesores con reuniones semanales y un tutor de fuera de tu departamento al que pedir que te oriente en los primeros meses. Estos pequeños detalles (que se dan también en empresas privadas, por ejemplo) se agradecen muchísimo y son parte de ese toque yanqui destinado a que las cosas funcionen que hay que reconocer que saben hacer muy bien.

 

 

 

 


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Flores de Illinois (primavera)

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Para no perder la costumbre de los posts botánicos voy a subir algunas fotos de algunas plantas comunes de por aquí que florezcan en primavera, que así me sirve de aperitivo para la floración de las praderas que está al caer este verano y en la que tengo especial interés. (Sí, aún quedan praderas en el Midwest, aunque la mayor parte de ellas están restauradas).

Lo que os traigo hoy es una selección de flores forestales. Como es habitual en los bosques caducifolios, las plantas del suelo del bosque suelen florecer al principio de la primavera, cuando las hojas de los árboles aún no han salido del todo y aún llega algo de luz. A partir de mayo, encontrar flores en el bosque se vuelve más difícil. La otra consideración que el naturalista tiene que tener en cuenta es la gran cantidad de invasoras que hay en esta zona del país (y en general, en toda la mitad oriental), sobre todo europeas. Aquí me limito solo a incluir algunas de mis preferidas que, además, sean autóctonas.

  

Esta es una de mis favoritas, la sanguinaria (Sanguinaria canadensis), aquí llamada “bloodroot” (raíz sangrienta), porque como podéis apreciar, la savia de los rizomas es roja.

Las sanguinarias son papaveráceas y a menudo florecen antes de echar la hoja. En marzo es normal ver las flores blancas asomando por la hojarasca y unos días después empezar a ver las hojas, con sus lóbulos característicos, que son las que persisten hasta el verano. Es la única especie del género.

Esta es Asarum canadense, otra planta que florece en las primeras semanas de la primavera. Lo más conspicuo son las hojas, que llegan a cubrir como una alfombra grandes extensiones del bosque. Las flores son diminutas, aparecen a ras del suelo y no son fáciles de ver. Al parecer las polinizan moscas. El nombre común es “wild ginger” (jengibre silvestre), un nombre poco afortunado, ya que aunque el rizoma tiene, al parecer, un aroma que recuerda al del jengibre, es muy tóxico por la presencia de ácido aristolóquico.

Las que sí tienen un nombre común afortunado son las Virginia bluebells (Mertensia virginica), muy descriptivo del aspecto que tienen. Acostumbrado a las boragináceas mediterráneas, bastorras e hirsutas, esta parece la versión pija de la familia. La primera vez que las vi en el campus pensé que eran ornamentales.

 

Desde comienzos de marzo, las violetas aparecen por todas partes. La mayoría de ellas son violetas o blancas, y algunas de las especies más comunes son Viola sororia o Viola blanda, pero esta Viola pubescens de arriba me gustó por su original color amarillo. Ya me recordaron el otro día en twitter que la Viola biflora de Europa también es amarilla, pero no tengo el gusto aún.

Y hablando de cambios de color, esta es la aguileña canadiense (Aquilegia canadensis) o red columbine. De nuevo, lo que más me gusta de esta y otras aguileñas norteamericanas es que al contrario que las que conocía de España (azules) estas son rojas o anaranjadas. Ya vi alguna parecida en California también.

 

 

 

Otro clásico de la primavera del centro y este de EE.UU. es el jack-in-the-pulpit (Arisaema triphyllum). Aprovecho para meter aquí el friendly reminder de que esto que veis aquí no es una flor sino una espádice, la inflorescencia típica de las aráceas que contiene en realidad muchas flores en la base del pirinchunflo central (tecnicismo botánico). Esta foto la tomé cuando las hojas aún no se habían extendido del todo, pero son muy grandes y con tres foliolos.

 

Esta es Uvularia grandiflora, hay varias especies de este género, con los tépalos retorcidos. En Nueva Inglaterra era más común Uvularia perfoliata.

 

 

 

 

También entre mis favoritas están los Trillium. Este género es endémico del este de Norteamérica y de Asia, siguiendo la típica disyunción de Asa Gray de la que hablé alguna vez. La clasificación APG las considera meliantáceas, son muy característicos sus tallos terminados en tres hojas enormes y una flor en el centro. En Nueva Inglaterra pude ver algunas bellezas como estas: Trillium erectum y Trillium undulatum.

 

Aquí la especie más común es el llamado trillium de las praderas (prairie trillium), que pese a su nombre, sigue siendo una especie forestal. El nombre científico es Trillium recurvatum, y es más o menos endémico del medio-oeste de EE.UU. Es más discreto pero bastante peculiar: las flores son sésiles, con los sépalos recurvos y las hojas tienen un (casi) ajedrezado característico.

 

Para terminar os dejo con Dicentra cucullaria (Dutchman’s breeches, o sea “calzones de holandés”), una de las más extravagantes y llamativas. A la espera quedo de que me digáis cuál os gusta más, y os invito a que os paséis por aquí en unos meses para ver si las praderas en floración son tan espectaculares como dicen.


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Homenaje a mi Olympus SP-550

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Estos días se cumplen diez años, ¡diez! desde que adquirí una mis más preciadas posesiones: una cámara Olympus 550-SP UZ. Se trata sin duda de una de las compras mejor amortizadas que he hecho, porque tras esos 400 y pico eurazos del ala, sigue funcionando bastante bien (algo cascadilla y deteriorada, pero aún en forma).

¡Compañera de aventuras!

Ha estado en once países (incluyendo catorce estados de EE.UU.), ha bajado a 430 metros bajo en nivel del mar* y ha subido conmigo tres “cuatromiles”; ha conocido cinco desiertos, tres pluvisilvas y ha estado en siete “hotspots” de biodiversidad global. Esta fue, además, mi primera cámara digital. Justo un par de años antes había heredado una canon EOS analógica cojonuda, con dos objetivos estupendos y que hacía unas fotos tremendas. Sin embargo, cargar con todo aquello en el campo, más prismáticos, guías de campo, etc, se me acabó haciendo muy cuesta arriba. Me decanté por la SP-550 porque en su día destacaba por ser relativamente compacta y a la vez ofrecer las bondades de un gran angular y un zoom de 18 aumentos en un sólo aparato. En pocos años aparecerían cámaras mucho más pequeñas con prestaciones similares, y aunque varias veces he estado tentado de modernizarme, la he seguido usando de forma constante y pese a los achaques ahora me niego en redondo a jubilarla hasta que siga teniendo aguante (todo parece que este verano se viene conmigo a China). Parece poco menos que indestructible, la muy jodía.

Así que nada, he pensado que sería bonito hacer una selección de diez fotos, sólo diez, que resuman esta particular relación digital. ¡Ha sido más difícil de lo esperado! Las fotos no están siguiendo ningún orden determinado ni las he elegido necesariamente por la calidad, sino por el recuerdo que tengo de ellas, intentando abarcar variedad de temas y situaciones.

Agama azul del Sinaí / Sinai Blue Agama (Pseudotrapelus sinaitus) 1. Agama azul del Sinaí (Pseudotrapelus sinaitus). Petra, Jordania

Bueno, quitémonos de en medio lo evidente: fotografiar flora y fauna fue uno de los motivos principales para hacerme con la cámara y bien podría haber hecho una selección de imágenes solo de este tipo y aún así me hubiese costado elegir. Tengo muchos recuerdos vívidos de docenas de encuentros con animales emblemáticos y este es solo uno de los que más huella me dejó. Vi al bicho en una guía de campo mientras preparaba el viaje, como una joya imposiblemente azul en el desierto y me pregunté si tendría la suerte de verlo. Recorriendo las rocas de Petra se manifestó este soberbio macho en plena librea nupcial y me esperó en un risco. Recuerdo el calor, el pulso acelerado y mis esfuerzos por contener la respiración. Me fui acercando, tomando una nueva foto según me acercaba por miedo a que cada una fuese la última y no pudiese tomar la instantánea perfecta, y el bicho me esperó igualmente hasta que me acerqué lo suficiente como para sacarle esta fotaca. No me lo creía ni yo.

Leuzea rhaponticoides. Flores2. Leuzea rhaponticoides. Detalle del capítulo. Pinar de Hoyocasero, Ávila

Si tuviese que quedarme solo con una planta fotografiada por esta cámara sería la leuzea mayor. Se trata de un endemismo ibérico bastante curioso, una planta bien grande y llamativa pero presente en muy pocas localidades. El contraste entre el color tostado del involucro y el fucsia de las flores la convierte en una de mis favoritas de la flora ibérica. Vi una foto en una guía de campo, diminuta, y me extrañó no encontrar imágenes mejores en internet, así que fui expresamente al pinar de Hoyocasero a ver si tenía suerte, con el objetivo expreso de conseguir y aportar a la red buenas fotografías de esta planta. Y fue todo un éxito. Durante muchos años, y aún hoy, mis fotos se convirtieron en las referencias digitales de esta especie. Conté todas estas cosas y un poco de la historia de su descubrimiento por Don Mariano de la Paz Graells aquí.

Dromedario de San Baudelio de Berlanga3. Dromedario de San Baudelio de Berlanga. The Cloisters, Nueva York

Esta foto merece estar aquí porque atestigua un peregrinaje muy especial que hicimos para ver en persona esta pintura al fresco, joya del prerrománico andalusí. Creada para embellecer una remota ermita soriana (la de San Baudelio de Berlanga), esta bellísima pintura fue vendida a un magnate estadounidense junto con todo el conjunto pictórico de la ermita por 65.000 pesetas. Hoy en día se puede admirar, totalmente fuera de contexto, en la sede de los Cloisters del Metropolitan Museum. La historia de por qué este fresco es especial la conté aquí.

Stoa de Atalo
4. Stoa de Atalo. Atenas

El último de mis viajes a Grecia fue especial porque como ya me conocía la ciudad bastante bien, no estaba con el ansia de querer ir a ver las “atracciones” típicas y pude recrearme tranquilamente en los lugares que más me gustaban. Hice muchísimas fotos en ese viaje, pero no sé por qué me gusta esta especialmente. Me llevó mucho tiempo hacerla, estuve jugando sin prisas con los contrastes de luces y sombras de las acanaladuras de las columnas (en un monumento que, por cierto, es una reconstrucción moderna y no tiene especial valor) hasta que di con unos ángulos interesantes. La imagen me resulta un tanto hipnótica cuando la miro durante un rato y la usé de fondo de escritorio un tiempo.

Alepense
5. Retrato. Alepo, Siria.

Varias de mis fotos de Siria reflejan lugares que han sido destruidos o que jamás volverán a ser lo mismo, pero si debo incluir algo que aquel viaje, prefiero que sea una persona. Aunque no creo que los retratos sean lo mío (apenas hago), este fue siempre mi preferido. Me da bastante corte hacer fotos a desconocidos, pero en Siria hice muchas, en parte porque la gente era muy amistosa y acababas entablando conversaciones constantemente. Me encontré con este chico tan guapo en las escalinatas de la ciudadela de Alepo. Por desgracia, mirarla hoy resulta sobre todo inquietante y desazonador. ¿Qué habrá sido de él?

Cratena peregrina
6. Cratena peregrina. La Azohía, Murcia

La compra de la cámara me pilló con la licencia de buceo en aguas abiertas casi recién estrenada, así que uno de los factores que también contribuyó a mi decisión fue la existencia de una carcasa estanca específica. Aparatosa a más no poder, muy incómoda y terrible para viajar. Sin tener demasiada experiencia buceando, lo de ir con la cámara a cuestas me supuso muchas incomodidades, pero a la larga creo que ha merecido la pena poder documentar también la flora y fauna submarinas. Este lo dejo aquí por ser mi primera y quizá única foto bonita de un nudibranquio (moluscos apreciadísimos por los buceadores debido a su gran belleza). Esta especie estaba en la portada de una guía de campo de animales del Mediterráneo que hojeaba de niño en la biblioteca. Me hace ilusión poder decirme a mí mismo que pude hacer mi propia instantánea del bicho.


7. Mañana tras la ventisca. Willimantic, Connecticut

Mi bautismo de fuego (o de nieve) en Nueva Inglaterra. La ventisca “Nemo” dejó 70 cm de nieve en una sola noche. A la mañana siguiente no podía creer lo que veía. Aún sin ropa adecuada y con la nieve por la cintura salí a empaparme de un paisaje totalmente nuevo para mí. Ya llegaría el momento en el que me daría cuenta de que la nieve en el fondo es una mierda, pero aquella mañana fue mágica. Estos son los espejos retrovisores alineados de los cochecitos de los carteros en el aparcamiento de la oficina de correos.

Puesta de sol en el Canal de Mozambique8. Puesta de sol en el canal de Mozambique. Mangili, Madagascar

Uno de los muchos momentos inolvidables en Madagascar: cuando fuimos a ver unos manglares inaccesibles por tierra a bordo de uno de los “catamaranes” típicos de la etnia sakalava. Los manglares no acabaron de ser tan estupendos como la travesía en sí misma. El velero, catamarán, o lo que sea (que podéis ver, por ejemplo, aquí), era precioso, y ver cómo lo maniobraban todo un espectáculo. De esos lugares en los que hubieses querido quedarte para siempre.


9. El otoño más increíble. Algún lugar de New Hampshire

Tengo probablemente más de cien fotografías del otoño de Nueva Inglaterra, y no puedo decidirme por ninguna que me guste más que las demás. He puesto esta, de New Hampshire (sin ningún tipo de retoque) para demostrar que en apenas tres copas casi se puede recoger todo el espectro cromático del otoño, pero podría haber sido cualquiera de las estampas de paisajes que veía cada mañana al ir a la universidad en octubre. Un día de 2015 especialmente bueno tuve que parar el coche y quedarme un rato mirando el espectáculo. Después de los años de Connecticut no creo que ningún otro paisaje otoñal pueda emocionarme con la misma intensidad.

Vistas desde la cumbre del Peñalara. 2428 m.
10. Vistas desde Peñalara. Sierra de Guadarrama

A muchos nos llena de curiosidad preguntarnos cómo nos perciben los demás como colectivo. Muchos de mis amigos estadounidenses me hacen ese tipo de preguntas, interesados por saber cómo se les ve desde fuera, algo que yo también he hecho con gente que venía de visita a Madrid. Pasar temporadas largas fuera de tu lugar de origen te da una nueva perspectiva cuando vuelves. Te resulta mucho más fácil identificar qué rasgos que antes te parecían cotidianos son lo realmente excepcional, y cuáles que tú creías especiales sólo reflejan tu provincianismo. Cada vez que vuelvo a España me pasa algo parecido con la naturaleza. Pasan a emocionarme incluso las urracas y los melojos, a los veo con una perspectiva distinta.  Mi forja como naturalista se debe en gran parte a la sierra de Guadarrama, así que me parece justo incluir aquí un recuerdo de unos paisajes que hace demasiado tiempo que no visito y que más añoro, algo que habrá que enmendar próximamente.

Este ejercicio retrospectivo me ha hecho consciente de que cada vez hago menos fotos. (Saturación de lo digital, falta de disciplina a la hora de procesarlas, la inmediatez que da el puñetero móvil…), así que a ver si retomo las buenas costumbres y quién sabe si en diez años volveré a hacer una recopilación de diez nuevas fotos ¿hechas con la SP-550?


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Cosas que me pasaron en China

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1. Asistir al congreso botánico más grande del mundo

La excusa principal por la que he pasado un par de semanas en China fue la celebración del XIX International Botanical Congress, que tuvo lugar en Shenzhen. Los IBC son por definición los congresos científicos de botánica más grandes porque están invitados todo tipo de investigadores que hagan algo con plantas: taxónomos, ecólogos, genetistas, etnobotánicos etc. Se celebran sólo cada seis años y se rodean de cierta pompa a la altura de tan solemne ocasión. Son como los juegos olímpicos de la botánica y se aprovecha, por ejemplo, para revisar el código de nomenclatura, de forma que cada nueva edición del mismo tiene el nombre de la ciudad donde tuvo lugar el IBC. Así, hace seis años en Melbourne, fue cuando se decidió ampliar las diagnosis de nuevas especies al inglés, además del latín (como conté aquí) en el llamado “Código de Melbourne”, y el año que viene entrarán en vigor las nuevas actualizaciones en el que pasará a llamarse Código de Shenzhen.

Esta era la primera vez que asistía a un IBC, y la verdad es que ha sido una gozada. Si estos congresos por definición ya son mastodónticos, los chinos han querido salirse por todo lo alto con una edición que ha batido todos los récords (más de 6000 participantes y hasta 26 sesiones simultáneas en algunos momentos). El sarao tuvo lugar en el rutilante centro de convenciones de la ciudad, y es cierto que la comparación con unas olimpiadas venía a la mente una y otra vez.

 

A este congreso llevaba dos presentaciones orales. Casualidades de la vida, las dos se programaron en el mismo segmento de tiempo en dos sedes distintas. Cuando me monté en el avión no tenia acabadas ninguna de las dos presentaciones. Que se hubiese dado sólo una de las dos circunstancias (no digamos ya ambas) al comienzo de mi carrera hubiese sido motivo suficiente para una angina de pecho (qué años locos aquellos en los que tenía tiempo de sobra, acababa la presentación dos semanas antes del congreso y dedicaba los últimos días a practicarla hasta una precisión milimétrica). Ahora me doy por satisfecho por haber sobrevivido a un verano frenético más apagando incendios. Y sí, pude dar las dos charlas tras un pequeño ajuste en el programa.

Lo mejor del congreso fue algo que no me esperaba: reencontrarme con muchas personas a las que hacía tiempo que no veía. No sé si alguna vez llegaré a reconciliarme con las vicisitudes de la vida académica, pero poder estar en un punto del globo compartiendo espacio y tiempo con algunos de los referentes científicos de nuestros días en companía de decenas de amigos y colegas muy apreciados fue una experiencia que me ha calado más de lo que esperaba. Una de las noches tuvimos un evento privado la gente de mi gremio: estudiosos de musgos, hepáticas y antocerotas, y fuimos más de 100 (ni de cerca éramos todos, pero yo nunca había estado entre tanto briólogo). Conocí a colegas que nunca había visto en persona pero con los que había intercambiado cientos de correos, me presentaron a leyendas de la briología que resultaron ser de carne y hueso, me reencontré con otros tantos y conocí a la chavalería que está empezando. Me consta que este ambiente de cordialidad entre la comunidad musgóloga es único, y es todo un orgullo pertenecer a ella.

 

Fuimos todos los que estábamos pero no estábamos todos los que éramos, o algo así, ya me entendéis

2. Descubrir el Shenzhen oculto

Shenzhen, justo al norte de Hong Kong y rozando el Trópico de Cáncer, es una ciudad china atípica. Aunque tiene unos 6000 años de historia, durante la mayor parte de este intervalo fue un simple pueblo pesquero. A partir de los años 80 recibió un estatus especial por parte del gobierno para fomentar su desarrollo económico y hoy en día es una de las ciudades más ricas del país, con 10 millones de habitantes. Se trata de una de las ciudades del mundo que ha experimentado un crecimiento más rápido, y durante un tiempo se le consideró el “Silicon Valley del Hardware”. Víctima de su propio éxito, el nivel de vida se ha vuelto tan caro allí que la industria está huyendo (¡de una ciudad china!) a otras ciudades más baratas o a países del sudeste asiático.

Vistas desde mi hotel. El rascacielos de la izquierda es el Ping An Finance Center, completado este mismo año y que con sus casi 600 metros es el cuarto edificio más alto del mundo

Shenzhen es una urbe muy occidental (o mejor dicho, muy globalizada) que no ofrece nada especialmente memorable para quien visita China por primera vez, pero hete aquí que callejeando justo por el barrio en primer plano de la foto (entre el centro de convenciones y mi hotel), di con unos vecindarios que podrían remontarse a antes de la explosión demográfica de la ciudad y que han sobrevivido a la implacable proliferación de rascacielos y moles de viviendas. Hasta altas horas de la noche, estas calles son un hervidero de niños corriendo, gente cenando en mesas en la acera, las tiendas abiertas, bicicletas y motos sin luces que circulan en dirección contraria y gente haciendo su vida como si nada.

Paseando por aquí me di cuenta de que esta estampa tan vibrante es lo que impacta de los distintos Chinatowns con los que me he topado, de Manhattan a Usera. Ya sé que es una perogrullada, pero algo encajó cuando vi (incluso en Shenzhen) el modelo del que surgieron lo que no dejan de ser meros sucedáneos. Una cultura espontánea, activa y multitudinaria, pero a la vez cotidiana, pragmática a más no poder, de escupitajos en la calle y ausencia de ceremoniosidad con el forastero (que disfruta con la libertad que da el anonimato al verse en un lugar ciertamente peculiar). El contraste con la cortesía empalagosa y falsa de Estados Unidos es brutal, y se agradece. Aquí cada uno va a lo suyo, y el mero concepto de “espacio personal” no tiene sentido. Nadie se molesta si te pasan rozando o se te cuelan en unas escaleras.

Los comerciantes pasan el día en su tienda, viendo la tele, atendiendo al vecino,… viviendo a fin de cuentas. No hay separación entre la vida personal y profesional. Cuando en la “civilizada” Europa nos quejamos de que los chinos incumplen el horario comercial y compiten deslealmente, quizá se nos pase que no hay maldad alguna en ese comportamiento, sino que inocentemente reproducen lo que para ellos es lo más normal del mundo, la única realidad que conocen. Como inmigrante no dejo de pensar que incluso ciudades como Madrid tienen que resultar especialmente hostiles para gente que ha mamado una vida así. Una noche me siento en una de esas mesitas en la acera y pido una cena con el arte ancestral de señalar con el dedo lo que parece más apetitoso de la mesa del vecino y me doy el gusto de observar discretamente el espectáculo sin que nadie me haga ni caso.

3. Comprobar la disyunción “Asa Gray”

Finalizado el IBC, me uní a uno de los viajes de campo semi-organizados por el congreso. No me apasionan mucho los viajes organizados y con gusto me hubiese aventurado con algún colega botánico si hubiesen estado libres y dispuestos, pero la falta de alternativas y el desconocimiento de la naturaleza local me convenció para intentar unirme a otro grupo de naturalistas y así aprender algo. El destino de nuestro viaje fue la provincia de Guizhou (se pronuncia algo así como “Cuiyou”), una de las más rurales y pobres, y también una de las más montañosas y con mayor biodiversidad.

Nuestra primera parada fue en el condado de Libo, donde se da uno de los paisajes característicos de esta provincia, con unas curiosas colinas calizas muy redondeadas (como dibujadas por un niño) con arrozales en la planicie que hay a sus faldas.

Este paisaje me recordó inevitablemente a una versión inmensamente más extensa de los Mogotes, en Cuba, igualmente una formación caliza cubierta por vegetación tropical (subtropical, en este caso) inaccesible y que explica la conservación del bosque. Al igual que en Cuba, este paisaje está sometido a muchas lluvias, y sin embargo, el carácter poroso de las calizas hace que curiosamente las plantas tengan que estar adaptadas a una relativa escasez de agua (algo que ocurría también en los tsingys de Madagascar de una forma mucho más pronunciada porque el clima es más seco). En concreto visitamos la reserva de Maolan, reconocida en la directivas de reservas de la biosfera de la UNESCO.

Podría contaros muchas batallitas de este lugar espectacular, pero voy a quedarme con un detalle que me gustó especialmente. El botánico estadounidense Asa Gray se percató de que la flora del este de EE.UU. se parece mucho más a la flora del este de Asia que al propio oeste de Norteamérica. Muchos de los géneros de plantas son compartidos entre estas dos regiones, hasta el punto de que si se está familiarizado con la flora de una de ellas, pasear por la otra puede dar algún que otro déjà vu. Un dato menos conocido es que, en menor medida, también el este del Mediterráneo contiene algunos vestigios de esta flora arcaica.

Pues bien, en una de las riberas de Maolan encontramos Liquidambar formosana (izquierda), un árbol muy chulo de hojas trilobadas cuyo género encarna muy bien esa disyunción. Es una de las tres (creo) especies asiáticas que tiene su reflejo en el este norteamericano con Liquidambar styraciflua, un árbol que conozco bien porque se planta mucho en jardines por aquí y al que he visto en su hábitat natural en Louisiana, Carolina del Sur y Georgia (en ese caso las hojas tienen cinco puntas, no tres). Para acabar de rizar el rizo, este es uno de los pocos géneros en los que se da la disyunción extendida y está presente de forma testimonial en algunos enclaves muy reducidos de Anatolia, uno de los cuales pude visitar en 2006. Por lo tanto, ya puedo decir que he visitado los tres centros de la disyunción y me he hecho este mapita de mis observaciones en iNaturalist para celebrarlo.

4. Comer orugas fritas

Desde el punto de vista gastronómico, este viaje ha sido una delicia. Más allá de los clichés de la comida china que consumimos en occidente, cada comida o cena han sido oportunidades de probar frutas y verduras totalmente desconocidas (fruto de loto, pitahayas, lechugas chinas,…), carnes (pollo, cerdo y pato, sobre todo) preparadas de formas apetitosas a veces, y en formatos menos familiares otras (cabezas de pato guisadas, patas de gallina fritas,…) pero también muy ricas. Sopas, guisos, ensaladas,… de verdad que, en general, una pasada.

Ahora bien, lo realmente memorable fue cuando, paseando por la noche en la ciudad de Libo, en uno de tantos puestecillos de comida me encuentro con esto:

Si ampliáis veréis que lo de la izquierda son cigarras, lo del centro saltamontes y lo de la derecha orugas de lepidóptero. De pasada le hice solo una foto y seguí mi camino, pero unos segundos después pensé que quizá esta era una de esas oportunidades en las que se te brinda hacer algo insólito que luego no se te vuelven a presentar. Así que, para fascinación del resto de la cuadrilla botánica, le hice gestos a la cocinera de que quería probar las orugas y las cigarras (los saltamontes tenían “muchas alas” y me dio demasiado yuyu).

Al principio hubo cierto desconcierto sobre mis intenciones y ya me estaban intentando sentar en una mesa para ofrecerme una cena completa. Por suerte, un chaval andaba por ahí con una de estas aplicaciones de traducción directa (ya sé lo que mis amigas traductoras pensarán de esto, pero es lo que hay) y dejé claro que sólo quería probar. Mi idea era simplemente pillar al vuelo los bichejos y degustarlos mientras me durase la enajenación mental, pero no conté con que necesitaban de cierta preparación, así que hubo unos larguísimos minutos de espera durante los cuales conseguí mantener estoicamente mis intenciones. La buena mujer cogió un puñado de orugas y tuve que convencerla que, de verdad, sólo quería probarlas. Durante la espera le pregunté al chico que si no podía directamente comerme una sin pensármelo mucho. Escribió una parrafada en chino que la aplicación tradujo como “puedes comerlas así si quieres, pero no te van a gustar”, la rotundidad de semejante afirmación me pareció suficientemente convincente para tener algo más de paciencia. Finalmente, la cocinera me trajo esto.

Y he aquí la evidencia de que cumplí mi propósito para regocijo de propios y extraños.

 

Bueno, y a ver ahora cómo explico esto. La cosa es que estando ambos bichos fritos, apenas tenían sabor propio, era pura fritanga. De hecho casi me decepcionó no encontrar algún tipo de sabor nuevo, aunque hubiese sido asqueroso. Las orugas, sinceramente, a lo que más me recordaron fueron a patatas fritas diminutas. Algo crujientes por fuera y con un contenido pastoso pero muy neutro, como a fécula de patata. Las cigarras eran mucho más crujientes pero el exoesqueleto no era incómodo de masticar ni era desagradable al gusto (disclaimer: sólo me comí el abdomen). En este caso me supieron más como a gambas rebozadas. De nuevo, nada de sabores extraños ni novedosos, todo es puro prejuicio cultural de llevarte un bicho a la boca. Aunque insistí en pagar algo, me invitaron al piscolabis, imagino que el espectáculo ofrecido debió satisfacerles suficiente.

5. Recrearse en el comunismo vestigial

Ya he mencionado antes algunos elementos del carácter chino que me han gustado mucho, sobre todo estando inmerso en la sociedad estadounidense, a menudo tan superficialmente algodonosa, llena de cortesía de gomaespuma y “kind reminders” pasivo-agresivos. Espontaneidad, pragmatismo, sinceridad… en China la gente va a su bola, sin preocuparse de normas ni convenciones. Sin embargo, la gran contradicción con la que choca el carácter chino es justamente con su pasado comunista. De vez en cuando la vida en China se ve salpicada por momentos absurdamente rígidos, controles de seguridad, disciplina marcial e iconografía kitsch.

Murales en una zona industrial reconvertida en centro cultural en Guiyang

La primera mañana al bajar al lobby del hotel para preguntar por el centro de convenciones, había ya montada una mesa con el logo del congreso y, tras ella, siete (¡siete!) voluntarios uniformados con unas camisas muy monas. En cuanto me acerqué a ellos, se levantaron al unísono, casi cuadrándose, dispuestos a orientarme (con todas sus buenas intenciones, porque resultó que todos ellos hablaban exclusivamente chino). Este tipo de excesos, gente con empleos superfluos, de pie en las esquinas, como vigilando pero sin hacer nada (durmiéndose, de hecho, al acabar el día), cuadrillas de guardias armados patrullando el congreso y controles de seguridad en los lugares más insospechados, me parecieron en efecto vestigios comunistas pero que por otra parte no encajaban nada en la forma de ser de los chinos. Controles, además, bastante inútiles: conocí a un investigador que trabaja con madera y que en su maleta (que tuvo que meter dentro del congreso el último día porque su vuelo salía por la tarde) contenía un serrucho. Nadie le dijo ni pío tras pasar por los rayos X.

El momento culminante del reencuentro con el comunismo pop fue la visita al museo de la Larga Marcha que hay en Tuchengzhen. Por allí fue donde Mao y el Ejército Rojo despistaron al ejército de la República de China cruzando cuatro veces el río Chishui.

 

El museo en sí mismo no tiene especial interés si no sabes leer chino excepto por un impresionante conjunto monumental con los protagonistas del suceso (parecía bronce, pero lo mismo era corchopán) y una maqueta luminosa donde te contaban los movimientos del Ejército Rojo en la zona. Lo mejor, por supuesto, era la tienda de souvenirs.

Mis favoritas son las de forma de corazón (izquierda)

6. Aprender de los mayores, para bien y para mal

Lo del viaje de campo organizado fue una cosa curiosa. Nos juntamos un grupete majo bastante diverso de al menos diez nacionalidades distintas, en general con una media de edad bastante alta (no sé si la gente joven cada vez está menos interesada en el campo o que el viaje era muy caro). Entre nosotros había distintas personalidades, pero ciertas actitudes de la gente más madura siempre me hacían sonreírme: gente que rechazaba de plano las redes sociales, que criticaba el uso del teléfono móvil, que (pese a cumplirse ya casi 20 años del primer APG, o clasificación de las angiospermas basándose en filogenia molecular) seguía recelosa del uso del ADN para mejorar la taxonomía. Había incluso quien se quejaba porque todo estuviese en chino y porque al preguntar a la mayoría de los extraños por la calle, nadie supiese inglés. Pensando en alguna persona en concreto, bajo esa máscara de gruñonería y suficiencia, lo que veía en el fondo era una vulnerabilidad manifiesta ante el siglo XXI, incluso entre gente supuestamente bien viajada.

Casualidades de la vida, nuestro grupo incluía también a Friedrich Ehrendorfer y su mujer Luise. Este nombre quizá no os diga nada pero es uno de los autores del famoso Strasburger, uno de los libros de texto de botánica más usados en España (en las ediciones más recientes, él ya no participó, pero en la que yo usé en mis años mozos, sí). Este señor, discípulo nada menos que de Stebbins, acababa de cumplir 90 años y sin embargo nos dio una lección a todos de cómo se va a un viaje de campo. Tanto él como su mujer formaban un equipo perfecto, llevando notas minuciosas de todas las especies encontradas, fotografiando todas las plantas y llevando al día y actualizando todas las observaciones (botánicas, paisajísticas, sociales, etc) del viaje, como queriendo estrujar cada momento. Recuerdo en concreto momentos de pereza generalizada en un autobús y a él, poniéndose de pie en el pasillo, cámara en mano, y acercarse con dificultad a la parte delantera del vehículo para tomar una buena imagen del paisaje. Quizá como no podía ser de otra manera, esta pareja entrañable y de trato magnífico nos tenía a todos encandilados con su excelente talante y buen ánimo en todo momento.

Tuve la suerte de tener un par de charlas con él, unos encuentros que me gustaron especialmente. Hablamos de la importancia de resolver las cuestiones más fundamentales de la filogenia y se confesó admirado de las capacidades técnicas actuales que habíamos podido disfrutar en el congreso y que eran a su juicio “muy superiores” a los métodos anteriores. Mencionó entre risas los años locos en los que estaba de moda la fenética. También le pregunté por Stebbins. Según él, fue quizá la última persona que fue capaz de tener un dominio personal puntero de las distintas ramas de la botánica evolutiva, en parte por sus capacidades individuales y en parte porque a partir de cierto momento la expansión del conocimiento hacía imprescindible especializarse más.

Es curioso cómo el viajero más mayor de toda la cuadrilla era uno de los que estaba más receptivo a los últimos avances científicos, uno de los más activos aprovechando la experiencia y quizá de los que más disfrutó el viaje. Un claro contraste con otra gente no tan veterana, y sin embargo mucho mas gruñona. Aunque no tenga nada que ver con China, conocer a nuevas personas me sirvió también como recordatorio personal de que la vida es una exploración continua en la que nunca hay que dejar de poner al día el cuaderno de campo y en la que siempre habrá cosas nuevas que descubrir.

Foto sin venir a cuento del pabellón Jiaxiu en Guiyang (finales del siglo XVI, dinastía Ming) y de su reflejo en el río Nanming, porque no sabía dónde colároslo

7. Encontrar “el musgo que emocionó a Elizabeth Britton”

Una de las últimas paradas del viaje fue en el monte Chishui, uno de los enclaves donde se da el paisaje “Danxia”, supuestamente exclusivo de China, reconocido por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. Nuestro guía no sabía muy bien cómo describir qué eran las formaciones Danxia, y por sus palabras (calizas que se ponen así como rojas) yo me temía que iba a ser como la Serranía de Cuenca y que lo de la exclusividad petrográfica china iba un poco de farol. El paisaje Danxia resultó ser, sin embargo, unas rojísimas areniscas (no calizas) cubiertas por un denso bosque en el que se mezclaban elementos subtropicales (palmeras, ficus, Schefflera, la versión salvaje del té,…) con géneros de zonas templadas (robles, Castanopsis -fagáceas asiáticas- y cupresáceas como la imponente Cunninghamia).

 

Aquí los briólogos estuvimos entretenidos con todo tipo de delicias especialistas de las areniscas incluyendo Bryoxiphium norvegicum, el musgo espada.

A este musgo le tenía ganas porque ando con la intención de encontrarlo en cierto lugar donde estoy seguro que está pero nadie lo ha visto aún. De momento esta es la primera vez que lo encuentro en la naturaleza y hay varias cosas curiosas que comentar de él, pero como esto está quedando un poco largo sólo diré que, aparentemente, este fue uno de los motivos que inspiró a la célebre brióloga Elizabeth Britton a dedicarse a estas plantas. Si todo sale bien algún día podré extenderme más sobre algunas curiosidades de este caramelito.

8. Pasar una noche en Shanghai

Cuando compré los billetes de avión, todas las combinaciones y trasbordos parecían horribles. Algunos vuelos me daban escalas muy largas o muy cortas. Lo malo de las escalas largas es que pasas mucho tiempo aburrido en el aeropuerto de turno. En este viaje he aprendido que las escalas largas dejan de ser aburridas si tienes la suerte de que sean MUY largas. La primera vez que el buscador de vuelos me ofreció una escala de 22 horas en Shanghai bufé de fastidio, pero luego lo pensé mejor: 22 horas es tiempo suficiente para poder disfrutar algo de Shanghai, una ciudad que no entraba en mis planes, así que al final opté por tener una despedida urbana del viaje.

Pude coger así el Maglev, el famoso tren de levitación magnética que une el aeropuerto con el centro urbano y que, con velocidades punta de 430 km/h, es el tren comercial más rápido del mundo. Llegué luego en metro hasta mi estación y, esta vez sí, pude disfrutar (ya solo y sin guía ni grupo) de esa sensación que echaba de menos de estar en una ciudad extraña en la que nadie va a entenderte más que a través de señas.

Shanghai fue la ciudad más cosmopolita de las que he visitado, con algunas señales de calles en inglés y con una mayor proporción de occidentales y de gente de otras culturas. En el centro aún sobreviven edificios de la época colonial, y hay callejuelas que parecen rurales y remotas. Sin embargo, la atracción que parece atraer más gente y la visita imprescindible, es de una aglomeración que asusta.

The Bund es el paseo a la ribera del río que recorre algunos de los edificios históricos de la ciudad. La principal atracción, sin embargo, está al otro lado, en el barrio de Pudong, el centro financiero de la ciudad que ofrece el famoso skyline:

La verdad es que es un espectáculo que impresiona. No sólo por la imagen en sí, los rascacielos con luces de colores y los barcos recorriendo el río Huangpu, sino por la propia atmósfera. La aglomeración de gente es tan grande que en cierto momento de la noche incluso hubo policías para regular el tráfico. En uno u otro momento, cada una de esas personas nos esmeramos en retratar y retratarnos en aquel lugar. Es como si cada uno de nosotros, con nuestras pantallitas y cámaras tuviésemos la misma misión de dejar constancia de nuestra presencia allí. Por supuesto se puede hacer la crítica implícita de dar más importancia a la foto que a vivir en primera persona la experiencia, pero quizá animado por las enseñanzas del punto 6, también quise apreciar lo extraordinario que era aquel fenómeno que tan bien está reflejando la realidad del mundo actual: desde aquel lugar, miles de personas estaban produciendo otras tantas miles de imágenes, compartidas (preferentemente a través de Wechat, la onmipresente red social china, pero también de este humilde bloj, por ejemplo, unos días después) con otras tantas miles de personas que no estaban allí presencialmente, pero que de alguna forma también estaban siendo partícipes de aquella noche aunque fuese de forma virtual.

Alguna vez he dicho que quizá cada cierto tiempo el mundo ha tenido una ciudad que ha sido, a todos sus efectos, La Ciudad, el ombligo del mundo, el centro neurálgico y el escenario de la historia durante sus propios momentos dorados: Roma, Constantinopla, Córdoba, París, Londres, Nueva York,… Si, como algunos dicen, China está llamada a ser el nuevo país hegemónico, quizá Shanghai se convierta en ese nuevo escenario global y capital del mundo. Le falta aún mucho para adquirir el cosmopolitanismo de Nueva York o Londres, pero si alguna vez sucede no dudo que será una digna sucesora. A mí al menos, en el breve lapso de tiempo que pude disfrutarla, me fascinó.

 


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Diarios del Midwest (1)

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Fuente: QC Times

4 de julio de 2017. Los parques y paseos fluviales de Rock Island y Davenport están llenos de gente esperando al espectáculo de fuegos artificiales del Día de la Independencia. Lo que da a esta celebración un toque especial es que los fuegos se lanzan desde barcas en el propio río Misisipi, entre Illinois y Iowa, con el reflejo en el río y el skyline de la ciudad que te pille enfrente. Había visto algunas fotos como la que os pongo aquí y tenía ganas de disfrutarlo en persona. Los fastos del 4 de julio me parecen un momento único para ponerte tranquilamente en una esquina y observar al personal desarrollarse en su esencia más ingenuamente provinciana. Se parecen más a las fiestas mayores de tu pueblo que al tópico que nos viene a la cabeza con Will Smith matando extraterrestres. La gente se lleva sus sillitas plegables y sus bocadillos, a la fresca, esperando. El despliegue en sí me deja ambivalente. Visualmente no decepciona, pero lo entorpece todo la manía que tiene esta gente de poner música a la pirotecnia, cosa que en sí no es un problema siempre que la sepas acompasar… y no es el caso. Las explosiones se suceden arrítmicamente mientras suena un batiburrillo de Beyoncé, Justin Bieber, y el himno nacional, acompañado de gritos de “Oh yeah!” que acaban dándole a todo el sarao una atmósfera un tanto cómica. Bienvenidos al Midwest.

Retomo el bloj para contaros algunas de las cosas que me pasan por aquí y para dejar prescindible constancia de mis descubrimientos en este rincón del mundo. En los posts de esta serie ahondaré, hasta que el cuerpo aguante, en los estereotipos y sorpresas de la zona, curiosidades de historia, sociedad y naturaleza, y batallitas varias de abuelo cebolleta.

El Midwest (derecha) no es Nueva York, ni California ni ninguna de las zonas que estamos más acostumbrados a ver en las películas. Sabréis de él quizá que es muy, muy grande y muy, muy llano y esto agobia un poco al principio cuando eres nuevo en un área tan grande y necesitas alguna referencia para anclarte y empezar a ir diferenciando dónde está cada cosa. Ya me pasó en su día con Nueva Inglaterra: no especialmente montañosa, todo lleno de bosque, y todos los pueblos aparentemente intercambiables. Con el tiempo, si eres como yo, necesitas sentir los referentes geográficos e históricos, y cuando los encuentras te vas dando cuenta de que cada lugar del mundo es único.

Más adelante contaré cómo para un castellano de pro lo de las planicies agrícolas no debe representar mayor problema, pero si tengo que empezar contando cómo empecé a dar sentido al territorio a mi alrededor, por narices tengo que empezar con el verdadero e indiscutible eje vertebrador de toda la zona: ¡el puto río Misisipi! Porque sí, lo de vivir justo al cuarto sistema fluvial más largo del mundo tiene sus cosas interesantes y da para contar.

En concreto os escribo desde una de las partes del río en el que el cauce se desvía caprichosamente al oeste, formando la característica “nariz” del Chef Mimal en el estado de Iowa. Pues sí, el Misisipi fluye aquí de este a oeste y deja dos ciudades al norte (Davenport y Bettendorf, en Iowa) y dos al sur (Rock Island y Moline), que en conjunto conforma el entorno urbano de las Quad Cities, con unos 400.000 habitantes. Rock Island y Moline limitan al sur con el Rock River, un afluente del Misisipi, por lo que acaban siendo una suerte de península.

En el tramo del río entre el centro de Rock Island y de Davenport, existen dos puentes, el del centenario (contruido entre 1938 y 1941) con una silueta característica de cinco arcos, y el del arsenal, que data de 1896 y del que hablaré luego. En el río queda la isla del arsenal, un territorio que aunque técnicamente pertenece a Illinois, está bajo el control del ejército, que tiene allí un cuartel.

 

Puentes del centenario y del arsenal

Panorámica del Misisipi entre los dos puentes, vistas desde Davenport (Iowa)

Lo mismo pero desde Rock Island (Illinois). Este tramo del río es muy estrecho (unos 620 m), para nada representativo de la anchura del cauce del Misisipi, otro día os cuento por qué

Ruta de la “Grand Excursion” con motivo de la inauguración del ferrocarril de Rock Island. Fuente: Roseman & Roseman (Eds.) 2010. Grand Excursions on the Upper Mississippi River. University of Iowa Press

Diría que una de las cosas que hace de este lugar un sitio interesante es que fue una intersección crítica entre el transporte por ferrocarril y por barco. En efecto, el ferrocarril alcanzó el Misisipi por primera vez en Rock Island, y a esta línea se le dedicó incluso una canción folk (aquí la podéis ver interpretada por Johnny Cash, nada menos). Esto ocurrió en 1854, y con motivo de tan singular acontecimiento se organizó un viaje promocional conocido como The Grand Excursion al que se invitó a todo tipo de periodistas, políticos y personalidades de la costa este. A los invitados se les convocó en Chicago, donde estrenaron el tren hasta Rock Island. Ocho horas se tardaba entonces, un trayecto que hoy se hace en dos horas y media por carretera. Una vez en Rock Island embarcaron en los típicos barcos de vapor (steamboats o steamers, cuya imagen asociamos a la navegación por este río) y remontaron el cauce hasta llegar a Saint Paul (Minnesota) unos días después. En aquellos tiempos toda esta parte del país se antojaba remotísima y salvaje, y esta “gran excursión” tenía mucho de propaganda política y de declaración de intenciones sobre la doma y control del territorio, muy recientemente arrebatado a las poblaciones nativas. De hecho, en la isla del arsenal había originalmente un fortín estadounidense durante la Guerra de 1812 y otros conflictos posteriores que acabaron constituyendo la derrota definitiva de la mayoría de los pueblos nativos de la zona, y en particular de los sauks. Hoy en día, el líder sauk Halcón Negro sigue protagonizando muchos de los topónimos de la zona (e incluso hoteles y bancos locales), lo cual me parece un poco hasta de mal gusto: no creo que le hiciese mucha gracia si levantara la cabeza.

Los steamers cayeron en desuso después del crack del 29, pero se conservan algunos con propósito puramente turístico, para celebrar eventos, o como casinos flotantes, aunque sólo una minoría son históricos y muchos menos aún siguen propulsados por vapor. Pese a todo, a este estilo de naves se les sigue llamando steamers funcionen o no a vapor. A esta altura del río existen unos cuantos. Alfredo y yo tuvimos ocasión de viajar de gorra en el Celebration Belle (izquierda), y la verdad es que fue una experiencia curiosa pese a que se trata de una embarcación de factura reciente.

Sin embargo, la navegación en el Misisipi es de hecho muy activa pese a la desaparición de los steamers, y se debe sobre todo al transporte de mercancías mediante gabarras (barges, que las llaman aquí), que se popularizaron a partir de la I Guerra Mundial. Las gabarras constan de un remolcador de empuje (me perdonen ustedes el oxímoron, pero al parecer ese es su nombre en español) y una carga dividida en enormes compartimentos rectangulares que normalmente se usan para el transporte de grano y materias primas.

La típica gabarra del Misisipi

Estas embarcaciones están estandarizadas y se ven por todo el río Misisipi y muchos de sus afluentes. Uno de los motivos del tamaño estándar de las gabarras es que, como quizá sepáis, o no, en el curso alto y medio del río Misisipi el agua no fluye libremente, sino que su flujo está controlado por un sistema de presas y exclusas. Esta iniciativa se realizó, creo, durante los años 30 del siglo pasado precisamente para facilitar la navegación y evitar zonas de rápidos (de hecho en Rock Island había unos rápidos hasta que se represó el río). Los puntos del río con presa y exclusa están numerados del 1 al 26 y son uno de los elementos de ingeniería más característicos de esta zona del país. En las Quad Cities está el sistema de presa y exclusa número 15, que se ve aquí desde el aire y que converge precisamente con el puente del arsenal.

Lo interesante de esto es cómo se articulan las distintas circulaciones (fluvial, peatonal, ferrocarril y tráfico rodado) y cómo se mantiene la diferencia de nivel entre las dos secciones del río. Esto último se hace a través de una presa dividida en segmentos con una serie de elementos parabólicos que hacen fluir el agua en bucles antes de liberarla por debajo (roller dam). Este sistema se usa para generar algo de electricidad, y además las secciones pueden alzarse durante épocas de crecidas (como en la foto de arriba a la derecha) para que el agua fluya libremente. Como dato curioso, la de las Quad Cities es la presa de este tipo más grande del mundo.

El puente del arsenal tiene un carril peatonal y para ciclistas, una carretera de doble sentido, y una doble vía de ferrocarril (por encima). Cuando toca dejar paso a la gabarra de turno, la sección más meridional del puente se gira permitiendo que las embarcaciones hagan uso de las exclusas. Llevo meses con la idea de hacer un timelapse, pero como no sé si me va a dar por ponerme, os pego este de la Wikipedia y os hacéis una idea. Lo de quedarse esperando en el puente a que pase la gabarra es una de las vicisitudes más típicas de la vida en las Quad Cities. La espera puede prolongarse 20 minutos o más, así que como vayas con prisa siempre es mejor ir por el puente del centenario. La otra precaución que tienes que tener con este puente es que, puesto que está bajo la jurisdicción del gobierno federal (por pertenecer al ejército), más te vale que no te pongan una multa en él, porque te crujen. Esto se aplica también a ir sin casco por el carril ciclista (prohibido en el puente, pero permitido en Iowa e Illinois), algo muy habitual porque este puente conecta las rutas ciclistas fluviales de ambas márgenes. No sé si esto es leyenda urbana o no, pero hasta la fecha no he visto ningún control en el puente.

 

Estas fotos son del verano pasado, en una espera cuando el carril ciclista estaba muy solicitado y se hizo hasta cola al cerrarse el puente. Como se puede ver lo de la obligatoriedad del casco no se toma totalmente en serio.

A pesar de que este proceso parezca lento y tedioso, el transporte fluvial de mercancías sigue manteniéndose por una razón muy sencilla y quizá inesperada: su eficiencia. La relación entre carga transportada por cantidad de combustible le da sopas con hondas a la de transporte por carretera o ferrocarril, y por tanto contamina relativamente poco. Otra curiosidad: el operario de la exclusa permitirá el paso de cualquier embarcación que lo solicite de forma gratuita, ¡cualquiera! (como si vas en kayak). Eso sí, en caso de que haya más de una nave, existe un rígido reglamento sobre quién tiene prioridad del uso de las exclusas y el cruce de las mismas tiene lugar por riguroso orden. Creo que me dijeron que las naves del gobierno tendrían prioridad sobre todas las demás, pero no me acuerdo bien. Con buen tiempo no es nada raro ver varias gabarras esperando su turno a ambos lados de las exclusas.

Panel con las insignias de las distintas compañías de transporte fluvial (para que te entretengas identificándolas desde la distancia, si te apetece)

En fin, que toda la vida en las Quad Cities se vertebra alrededor del río, y que como entorno gana muchísimo gracias a él y eso queda patente desde que te instalas. Sin embargo, mi verdadero descubrimiento del Misisipi tuvo lugar cuando un colega geólogo nos llevó en su barco de campo a navegar río abajo, por canales naturales de distintos islotes, llenos de bosque, totalmente inaccesibles de otra manera.

El bosque de ribera del Misisipi a estas alturas de su cauce está dominado por arce plateado (Acer saccharinum), inconfundible por sus hojas produndamente lobuladas y su envés gris. Este arce soporta muy bien tener las raíces sumergidas y en las riberas, durante las crecidas, no es raro ver los bosques completamente inundados. No se debe confundir con el arce azucarero de la bandera de Canadá (Acer saccharum), aunque al parecer también le debe su nombre a producir algo de sirope, de mucha menor calidad.

 

Y fue aquí donde empezamos a ver las colonias de pelícano blanco americano (Pelecanus erythrorhynchos). Aunque los pelícanos son muy comunes en verano y se ven a todas horas desde la ciudad, estos encuentros fueron espectaculares y muy emocionantes. Estos bicharracos llegan a tener una envergadura ¡de casi tres metros! y resultan impresionantes de cerca. Sus poblaciones se vieron muy mermadas durante la época del DDT, pero en las últimas décadas se han recuperado espectacularmente.

 

El río es una gozada para los ornitólogos. Los pelícanos son quizá mis aves favoritas de aquí, pero tengo que recordar que las águilas calvas se ven por docenas en invierno, y en general se dejan ver todo tipo de aves acuáticas. Esta excursión me abrió los ojos a una parte del río que sigue indómita, salvaje e innacesible a pesar de todas las presas y puentes. Me hizo pensar en lo que tenía que ser todo esto antes de la colonización: una auténtica selva. Esta reminiscencia de un Misisipi aún más salvaje e indómito la volvería a encontrar en otros viajes que haría más adelante y de los que os hablaré en otra entrega.

Pero como esto me está quedando ya muy largo, acabo con una frivolidad. Ya iré contando más detalles microsociológicos sobre el Midwest, pero uno que llama la atención es el complejo de falta de sofisticación. No lo voy a abordar en este momento, pero voy a dejar caer un detalle sobre… pizzas. Lo de las pizzas en EE.UU. es curioso, porque aunque se parecen poco o nada a las que encuentras en Italia, los estadounidenses se las acaban tomando tan en serio que han generado sus propios estilos, que protagonizan encendidos debates sobre cánones y purezas. Véanse los estilos más famoros, el de Nueva York (psé) y el de Chicago (una guarrada), cada uno con sus seguidores y detractores. Pues bien, aquí donde les veis, en las Quad Cities tienen su propio y original estilo de pizza caracterizado por (atención que vienen curvas) poner el queso encima de todo lo demás, y cortarlas en tiras en lugar de en porciones radiales.

Os dejo a vosotros la interpretación de esta innovación gastronómica y motivo de orgullo culinario. Para que quede claro: sigo cocinándome todo yo mismo.

Apuntes sobre científicas heroicas

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En el último número impreso de Principia nos propusimos que el tema de la revista fuese la contribución de mujeres extraordinarias al mundo científico. Esto en sí no era nada nuevo para nosotros, ya que en Principia (y en JOF, su predecesora) hemos tenido de forma constante redactoras (y redactores) que en cada número se han hecho eco de las protagonistas, a menudo olvidadas, de la historia de la ciencia y la cultura. El objetivo que nos propusimos fue el de publicar por primera vez para nosotros un número que estuviese protagonizado exclusivamente por mujeres, pero sin que ninguna de ellas fuera el típico comodín que todos ya conocemos (Marie Curie, Rosalind Franklin, etc). Se trataba de contar una serie de historias fascinantes sobre la interacción del ser humano con el conocimiento, y a nuestro equipo artístico se le pidió que se tratase a las protagonistas como los cómics tratan a los superhéroes.

El número por fin está disponible (¡compradlo!), pero si me dejo caer por aquí es para hacer algunos comentarios, quizá de perogrullo, sobre aspectos que me han llamado la atención al trabajar con estas 24 historias entre bambalinas.

Una de las ideas centrales del número era el de mostrar las historias desde un punto de vista heroico y positivo pero sin convertir el machismo en el tema en sí de las historias, sino que seguiríamos centrándonos en la dimensión científica de las historias como punto focal. Mi sorpresa, tanto con mi propia contribución como editando el resto, es que sencillamente fue imposible ignorar el papel del machismo. Tras empaparse de la biografía de muchas de nuestras superheroínas, no sólo resultaba injusto ignorar la multitud de zancadillas y obstáculos que tuvieron que superar. Nada nuevo hasta aquí en sí mismo, pero oye, fue lo que pasó. Lo que no me esperaba era hasta qué punto han sido frecuentes los descubrimientos o investigaciones de relevancia capital liderados por mujeres de los que no tenía ni idea (y debería, por ejemplo, por estar relacionados con la biología). Es inevitable preguntarse hasta qué punto los sesgos relacionados con el género (incluso involuntarios) están detrás de un recuerdo selectivo sobre quién y cuándo aportó algo a una disciplina.

La otra cosa que me ha llamado la atención es el papel de las parejas. Varias de las protagonistas de este número tuvieron como pareja sentimental a un hombre interesado y especialista en su misma disciplina. Esta circunstancia fue un arma de doble filo. Por un lado, tener a alguien que compartiese sus intereses y sus pasiones pudo hacer más fácil el desarrollo académico de la científica de turno, alguien que valorase y apreciase su valía. En muchos casos se dieron estupendos dúos investigadores que fueron fructíferos durante décadas. Sin embargo, estas parejas casi sistemáticamente se percibían desde fuera de una forma muy diferente, contando los éxitos de él como los genuinos y pasando ella a la historia a menudo como “la mujer de”, pasando su labor intelectual a ser casi una curiosidad o un adorno de la de su marido.

Uno de los casos en los que se dio esta circunstancia fue justo en la biografía de la botánica sobre la que escribí: Elizabeth Britton (Elizabeth Knight en sus tiempos de soltera). Elizabeth se casó con Nathaniel Britton y ambos tuvieron una fructífera carrera botánica conjunta. Como tándem funcionaron estupendamente, pero a pesar de los casi 300 artículos científicos de Elizabeth y de su papel de liderazgo en la que seguramente fue la mayor contribución de este matrimonio (la creación del Jardín Botánico de Nueva York), la que acabó como segundona fue ella: pese a que los dos acabaron trabajando en el jardín botánico que ellos mismos habían hecho posible, ella nunca cobró un duro por su trabajo, detalle que aún no he terminado de asimilar.

En fin, que nada de esto son necesariamente noticias frescas, pero que aunque había acabado muy satisfecho con este número pero no había podido compartir estas conclusiones, pues las dejo caer por aquí a ver qué os parecen.

Diarios del Midwest (2)

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Cómo me perdí el eclipse total más visto de la historia
(Dramita TRAGEDIA en seis actos)

Han tenido que pasar más de diez meses para que las heridas que me dejó en el alma el aciago 21 de agosto de 2017 hayan cicatrizado lo suficiente como para que pueda compartirlos con vosotros. Aquel día tuvo lugar un esperado eclipse total de sol: la sombra de la Luna proyectada sobre la Tierra atravesó Norteamérica de costa a costa en uno de los espectáculos más celebrados que pueden verse en nuestro planeta y para el que me llevaba preparando casi dos años. Como sois gente perspicaz y despierta ya os imagináis que esta historia no acaba bien, así que si os queréis unir a mis lamentos, o echaros unas risas, allá vamos.

Acto 1. Proemio
Lo de que ver un eclipse total de sol es algo que quiero experimentar antes de morirme  lo tengo cristalino desde hace mucho, pero claro, a no ser que te sobre el dinero o seas uno de esos adictos a los eclipses, raramente te planteas viajar una gran distancia para presenciarlo. Es más bien una de estas cosas que confías en que quizá en el futuro no te vaya a pillar demasiado mal. Hay que aclarar que, por supuesto, me refiero específicamente a estar en recorrido de la totalidad, o como queráis llamarlo: el corredor que queda totalmente a la sombra de la Luna, donde se puede ver la corona solar, etc etc. Si no tienes claro por qué un eclipse parcial al 99% es cualitativamente distinto a experimentar la totalidad, busca un poco por ahí que internet está lleno de fricazos encantados de explicarte por qué es una de las experiencias más extraordinarias que puedes vivir. Pero aquí vamos al drama: yo ya había visto varios eclipses parciales, e incluso el eclipse anular que fue visible desde Madrid en octubre de 2005 (inolvidable), pero yo quería, obviamente, la totalidad, el caviar.

Lo de que en 2017 había un eclipse solar que pasaba por EE.UU. no me acuerdo muy bien desde cuándo me sonaba, y la idea vaga de intentar hacer un viajecito a la totalidad siempre me había seducido, pero quizá la primera vez que me percaté de que iba a estar viviendo en Illinois cuando vi el mapa del camino de la totalidad, las piezas encajaron .

Por primera vez, un eclipse total iba a pasar muy cerca de donde presumiblemente me iba a encontrar en la fecha indicada. ¡Incluso sin moverme de casa más del 90% del disco solar llegaría a ocultarse! Se trataba de una oportunidad única que no se podía desaprovechar y la idea se hizo firme en mi interior: el 21 de agosto de 2017, yo tenía que estar debajo de la sombra de la Luna e iba a hacer todo lo que estuviese en mi mano para conseguirlo.

Acto 2: Preparativos

Como soy de naturaleza intensita, lo del eclipse me lo tomé demasiado en serio desde el principio. Incluso a pesar del resultado puedo decir que disfruté mucho de todos los preparativos y que en cierto modo estoy orgulloso de ellos; hice todo lo que estuvo en mi mano por que el día fuese un éxito. Hay algo único en prepararte para algo así, un contraste brutal entre la previsibilidad demoladoramente exacta, precisa e inmutable del acontecimiento en sí, que ocurrirá con un rigor cronométrico, perfectamente predecible, y de todas las variables que tú tienes que poner de tu parte para que exactamente en un día y en una hora estés en el lugar indicado.

Lo primero fue elegir la zona idónea. Había con años de antelación mapas muy precisos de por dónde iba a pasar el eclipse (esta página web estaba llena de recursos, y cómo no, se debe usar el el famoso mapa interactivo de eclipses, extraordinariamente preciso). A este eclipse ya se le estaba llamando “El gran eclipse americano” (ya sabéis que a peliculeros no les gana nadie), y se esperaba lógicamente una gran afluencia por pillar tan a huevo a mucha gente de Estados Unidos, efecto que seguramente sería amplificado por redes sociales, etc. De hecho, los eclipses son un tipo de acontecimiento muy singular en la que mucha gente se agolpa en lugares muy concretos (a menudo rurales y remotos) en cortos periodos de tiempo muy específicos. No hay que extrañarse de zonas que se quedan sin alojamientos, gasolineras sin gasolina, colapsos de tráfico en carreteras que no suelen tener mucho flujo normalmente, y un largo etcétera. Este eclipse era el primero en tener lugar en suelo estadounidense en una larga temporada y el primero de esas características desde que apareció Facebook y cualquier cosa podía pasar. Quizá al final quedara todo en agua de borrajas (en plan efecto 2000), pero no estaba de más ser previsor.

Contando con todo ello, tuve que elegir una zona que estuviese relativamente cerca, alejada de rutas muy transitadas (anticipándome a colapsos de tráfico), llegar al menos el día de antes, reservando alojamiento, llevar comida y el depósito lleno. Se daba además la circunstancia de que técnicamente el 21 de agosto era la fecha de inicio de las clases, así que o bien me decidía a suspenderlas o me buscaba alguna buena excusa para ello.

Todo este rollo os lo cuento para que os quede claro que le dí muchas, muchas vueltas al siguiente plan:

La zona elegida como cuartel general para observar el eclipse serían los alrededores de Columbia, Misuri:

Los motivos de la elección: estaba relativamente cerca (a cuatro horas y media de mi casa); se podía acceder esquivando grandes autopistas (y esperables atascos); estaba más o menos equidistante de los dos polos de población de Misuri (Kansas City y San Luis), que previsiblemente iban a acaparar la mayor parte del tráfico y además estaba relativamente cerca del eje de la franja de totalidad, permitiendo que la fase total del eclipse duraría más de dos minutos. (Sí, todo este sarao era por apenas dos minutos de espectáculo, lo cual le otorgaba aún más epicidad).

 

Estimaciones de greatamericaneclipse.com sobre principales vías de afluencia en Misuri

Comprobaremos que mi obsesión por evitar aglomeraciones formará parte de la catástrofe de esta tragedia. Confieso que no lo hacía sólo por el tráfico, sino por evitar un detalle que me horrorizaba: en la mayor parte de los vídeos de YouTube que vi sobre eclipses totales (y fueron muchos), la gente se ponía a gritar en plan hooligan durante la totalidad. El que suscribe estaba ya escarmentado de castillos de fuegos artificiales del 4 de julio en los que la gente vocifera y pega alaridos sin parar, así que trasladarlos a uno de los momentos memorables de mi vida era un accidente a evitar. Además, casi que lo que más me apetecía era ver el eclipse en un entorno natural, y comprobar los cambios en la conducta de las aves y los insectos de los que la gente hablaba. Columbia era un gran destino en este sentido, pues en un radio cercano había algunas pequeñas reservas naturales donde podía plantearme ir. Eso si la movilidad era posible, a malas siempre podía quedarme en la ciudad.

Con bastantes meses de antelación reservé una habitación en un motel en Columbia, para llegar el día anterior y ahorrarme agobios. Anticipándome a también a potenciales acompañantes de último minuto, la habitación podía acomodar hasta a cuatro personas. Ni qué decir tiene que me hice con gafas con filtro solar (un pack de diez) igualmente con meses de antelación. Los días previos al eclipse, la gente andaba como loca intentando hacerse con unas gafas, y por supuesto todas las plazas hoteleras en la totalidad se habían esfumado.

Como era mi primer eclipse total, quise seguir en parte el consejo que te da todo el mundo de olvidarte de hacer fotos y de centrarte en disfrutar de los escasos segundos de gloria. Pero pese a todo, como buen científico, quise estar listo para documentar el suceso y conseguí un trípode y una cámara réflex con la que tomar fotos a intervalos. De nuevo, estuve practicando con ella los días anteriores para que apenas me quitara un instante (retirar el filtro del objetivo al comenzar la totalidad).

Podía extenderme bastante más sobre la cuestión de los preparativos, pero creo que os hacéis una idea del nivel obsesivo que alcanzó este plan, así que pasemos al momento inevitable de toda tragedia en el que los dioses ejercen su papel y modifican el destino del héroe trágico que, por si quedaba alguna duda, fui yo.

Acto 3: Cambio de planes

Por circunstancias varias que no vienen al caso, a mediados de verano el plan lo iba a acometer yo por mi cuenta, en solitario. Ya había mandado un correo a mis alumnos animándoles directamente a que se dejasen de clases y que hicieran lo que pudiesen por llegar a la totalidad y el resto de preparativos estaban más que finiquitados. Era cuestión de días que la danza cósmica tuviese lugar, y entonces una pareja de amigos, L y D, decidieron unirse. Yo encantado, claro. Les dije que lo tenía todo previsto, que en la habitación cabíamos hasta 4 y que tenía gafas de sobra, así que sin problema. A cambio ellos se ofrecieron a que fuéramos en su coche nuevo, cosa que agradecí porque el mío no estaba para muchos trotes y quedarme tirado a medio camino (¡ay!) era una improbable pero catastrófica posibilidad. Hasta aquí, bien.

El problema llegó cuando L quiso saber dónde nos íbamos a alojar en Columbia: el motel no era de su agrado. Con tono serio me hizo ver unos días después que (¡atención!) la valoración en TripAdvisor de mi motel no era suficientemente buena para sus estándares y que se preocupaba por mi (su) seguridad. A mí todo aquello me sonaba a chino. Reconozco que yo me había dejado llevar por mis impulsos ahorradores y que la calidad del hotel no estaba entre mis preocupaciones cuando hice la reserva, pero aquella crítica estaba fuera de lugar. Es verdad que no leí las valoraciones de clientes anteriores, pero a mí con tal de que me dieran techo y ducha lo demás me daba bastante igual. Conociendo a L no me extraña, a posteriori, que fuese mucho más sibarita con el alojamiento, pero en ese momento me pareció un problema menor: si no querían venir que no vinieran, ¡yo era imparable! A L le dije que las plazas hoteleras estaban completas desde hacía semanas, pero que si ella encontraba un sitio que le pareciese mejor y que fuese razonable, que me lo pensaría. Challenge accepted.

Unos días después apareció victoriosa: había encontrado una autocaravana en una granja que se alquilaba dentro de la zona de totalidad, cerca de un pueblo llamado Clark, a unos 40 km al norte de Columbia.

La principal ventaja de este cambio de planes es que permitía que durmiésemos ya en un área rural, en pleno bosque, sin multitudes. En ese sentido, bien, ¡qué digo bien! Inmejorable, un lugar mucho mejor de lo que hubiese esperado. La concesión que había que hacer era que al estar más lejos del centro de la zona de sombra, la totalidad en el nuevo emplazamiento solo duraría 1:40 minutos. Me lo tuve que pensar mucho, pero al final me pareció que el cambio merecía la pena y accecí, sellando el fatuo destino de la aventura.

Apostilla: L me dijo que puesto que íbamos a tener un descampao forestal enorme para nosotros solos, que le iba a decir a sus padres y a unos amigos que vivían en San Luis que se pasaran a ver el eclipse. Adelantándose a mis temores (que no tenía pensado verbalizar porque no soy tan borde) me aseguraron que no gritarían como si fuesen fans de Justin Bieber (cómo me conoce la jodía). Me jacté interiormente de mi genial previsión comprando diez pares de gafas con filtro solar homologadísimo y le dije que sin problema.

Acto 4: Road trip

El 20 de agosto de 2017, L, D y el menda nos pusimos rumbo a Clark con tiempo de sobra. Atravesamos sin contratiempo ni atasco la campiña misuriense gracias a mi hábil elección de vías secundarias y llegamos a Clark. Tras adentrarnos por un camino rural sin asfaltar dimos finalmente con la granja. Los dueños (un matrimonio relativamente joven) y en general la familia al completo (tres churumbeles, todos ellos haciendo cosas de granjeros cuando llegamos) y todo el decorado  eran puro estereotipo de la ruralidad del Midwest. El padre de familia nos recibió con una coloradísima camiseta del partido republicano. Había cierta desconfianza en su mirada, quizá la idea de meter a unos profesores con inclinaciones científicas, uno de ellos con acento raro, en su propia granja no era tan buena idea después de todo. Como supimos después, se enteraron del eclipse hacía unos días y decidieron poner a disposición de Airbnb su caravana, por lo que éramos sus primeros clientes. En aquel momento no se me ocurrió que a L no parecía importarle que una caravana en mital del campo, de unos rednecks desconocidos y sin ninguna valoración de Trip Advisor le pareciese más segura que el motel de Columbia. Hubiese sido demasiado tarde de todas formas.

La caravana en sí, como a medio kilómetro de la granja propiamente dicha y en el claro de un bosquecillo, parecía ideal. Dato curioso: en su interior había revistas sobre vida autosuficiente y “off the grid” (todo sobre paneles solares, compostaje, y un largo etcétera). No deja de tener su gracia cómo unos republicanos de pro, seguramente trumpistas hasta la médula y anti-gobierno de cualquier tipo acaben teniendo el mismo tipo de lecturas que los jipis más jipis de las cooperativas de Portlandia.

Cuando nos instalamos en la caravana quedó claro que ni L ni D eran especialmente camperos. Me dijeron que para mi tranquilidad, se habían traído un cuchillo para defendernos. Aquí casi se me cortocircuita el cerebelo. Yo no me sentía amenazado de ninguna manera, más bien estaba encantado de estar en el campo, ver las luciérnagas al atardecer y escuchar búhos, y aquí los autóctonos pensando en si nos iba a atacar una alimaña salvaje. Yo antes me hubiese inclinado a pensar que el mayor riesgo era el de la familia de granjeros de la que nadie sabía nada y a la que, seguramente, su colección de trabucos y armas semiautomáticas nuestro cuchillo se las traía al pairo. Debe ser parte del choque cultural el hecho de que esa revelación (la de que íbamos “armados”) no me tranquilizó lo más mínimo. Al menos no se trajeron una pistola. O quizá, ahora que lo pienso, se la trajeron y no me lo dijeron.

Por supuesto, la noche fue muy tranquila y sin incidentes, pero yo apenas pegué ojo, y no paraba de mirar la previsión del tiempo y de la nubosidad. Y aquí me toca hacer un nuevo inciso.

Mapa histórico de nubosidad por la tarde en días de agosto, que también estudié con detalle durante la preparación. El midwest estaba todo en una zona de lotería. Tendría que haberme ido a Nebraska occidental solo para haber reducido la probabilidad de nubosidad tan solo un 10%

Evidentemente, desde un primer momento yo era consciente de que todos mis preparativos y precauciones no valían para nada sin un cielo despejado, y esa, la de la nubosidad, era una de las circunstancias contra la que poco se podía hacer. Desde la semana anterior escrudiñé cuidadosamente todo tipo de predicciones de nubosidad, y los resultados fueron siempre imprecisos. Nubes y claros. Cualquier cosa podía pasar. Nubes y claros pueden ser todo un éxito o un desastre dependiendo de lo que pasara en una ventana de un minuto y cuarenta segundos. Lo demás daba un poco igual. Si bien había cierto margen de maniobra (tenía un par de localizaciones de emergencia pensadas), todo dependería de cómo se presentase el día siguiente

Acto 5: (Anti)clímax

El 21 de agosto amaneció luminoso y despejado en Clark, Misuri. Era difícil no emocionarse al creer que las nubes podían finalmente respetar la zona. Como según avanzaba la mañana aquello seguía estupendo, yo procedí a instalar el trípode en una zona de visibilidad óptima y me programé las distintas alarmas. Ya solo quedaba esperar. Nuestros invitados extra (los padres de L y unos amigos suyos) llegaron con tiempo de sobra y con sillas plegables. Yo repartí las gafas que nos quedaban y les di un briefing de lo que iba a pasar, de cuándo tenían que usar las gafas y cuándo no. En esos momentos era difícil no sentir un poco de presión, porque a fin de cuentas toda esa gente se había movilizado por una obsesión mía nacida muchos meses atrás. Ninguno de ellos hubiese cambiado de planes aquel día de no haber sido por mí. Esto era lo que pensaba mientras hacía pruebas con el aparato fotográfico, y me di cuenta de las pintas nerdy que tenía que tener para toda esa panda en ese momento, para la que yo quizá era tan espectáculo como el eclipse.

Con puntualidad milimétrica, el primer contacto (cuando un mordisquito del disco solar desaparece tras la Luna) fue visible a las 11:45 de la mañana hora local. Prácticamente al mismo tiempo, el destino reservado para los observadores de Clark, Misuri, se empezó a intuir en forma de nubecillas procedentes del oeste. Al principio todo pareció ser sólo una falsa alarma, pero cuando la reacción fue imposible, aquello se convirtió en un nubarrón tormentoso, negro como mi alma. El cielo se cubrió a velocidad asombrosa y hasta empezaron a caer goterones. Y yo al lado del trípode como un gilipollas.

Antes de la totalidad, hasta los dueños de la granja se pasaron a saludar, un poco frustrados ellos también por ver que el tiempo era tan malo. Yo notaba como que los padres de mi amiga y sus acompañantes dejaron de hacer bromas y chascarrillos, quizá al ver que yo no andaba muy de humor para aquello, y finalmente estuvimos L, D y yo mismo ahí en mitad del bosque cuando la alarma del inicio inminente de la totalidad sonó.

Pese a que estaba nublado, la luminosidad del cielo empezó a bajar muy rápidamente. Sí que pudimos notar cómo las ranas y los insectos se pusieron a hacer ruidos crecientes casi al mismo ritmo que oscurecía, llegando a dar una sensación clara de última hora de la tarde. En unos minutos nos alcanzó la totalidad. Estaba todo oscuro como si hubiese pasado una hora tras el atardecer, pero eran las 13:15. Guardamos un triste silencio durante los poco más de cien segundos que duró todo antes de empezar a notar cómo la luz volvía igual de rápido que se fue. No hubo gritos ni fuegos artificiales. Tras unos instantes más de recogimiento, L me dijo “me lo esperaba más oscuro”.

Gif con la nubosidad en EE.UU. el día del eclipse

EL DRAMAH

El viaje de regreso tuvo lugar sin intercambiar muchas palabras, y en su mayor parte atravesando unos soleadísimos campos de maíz. Pese a que hubo retenciones brutales en todas partes, nosotros no pillamos apenas atasco gracias a mi genial planificación. Para incrementar el efecto dramático, cuando me atreví a comprobarlo, unas semanas después, me enteré de que el eclipse en Columbia, aparte de una leve nubosidad, pudo seguirse sin mucho problema como atestiguan la infinidad de vídeos que se colgaron ese día.

Acto 6: Secuelas

Nunca le dije a L y a D que desde el aparcamiento de mi motel de mala muerte en Columbia, pese a su bajísima puntuación en TripAdvisor, el eclipse pudo seguirse felizmente. Total para qué. El comportamiento de las nubes era totalmente impredecible cuando tomamos la fatídica decisión y poco podíamos haber hecho en ese momento. Nos la jugamos y perdimos. Quizá por eso me toca un poco las narices que recientemente les propuse sacar el telescopio para ver la oposición de Júpiter y L me soltó algo así como “si es contigo lo mismo se nubla, jajaja”. Me contuve aquella vez, pero no lo haré una segunda.

Como quiero acabar con un tono positivo, me quedo estas dos anécdotas: al día siguiente una alumna vino a darme las gracias por haber suspendido las clases ese día. Gracias a ello se fue a San Luis con unas amigas y pudo ver el eclipse total, una experiencia que, según ella, jamás olvidaría. Otro amigo mío (que quizá se manifieste en los comentarios), a raíz de la turra que le di con el tema, se tomó unos días libres y viajó de DC a Kentucky donde igualmente tuvo la posibilidad de disfrutar del acontecimiento, y por su descripción, no debe ser algo que decepcione.

Por supuesto, este fracaso no ha hecho más que aumentar mis ganas de ver un eclipse y ya tengo el ojo echado a tres que transcurrirán en los próximos 10 años y que pueden ponérseme más o menos a tiro. Quizá en el futuro pueda contaros, si seguimos todos por aquí, si me he podido quitar esta espinita.

Corolario: no se me escapa la ironía de que un ferviente seguidor de #Llantocofrade haya visto frustrado una gran ilusión (más escasa aún que la Madrugá sevillana) por el tiempo. Ante esta demostración de perfidia kármica yo sí puedo decir que he demostrado ser un estoico: pese a todo, no lloré.

PD: He decidido cambiar el título del texto de dramita a tragedia tras percatarme de que el involuntario héroe trágico cumple con los elementos de la tragedia griega: no deja de ser esta una peripecia personal en la que el destino ha castigado mi hybris pensando que era capaz de controlarlo, pero claro, ha llegado mi némesis y me ha dado p’al pelo. Espero que al menos la resolución sea catártica para todos nosotros y que hayamos aprendido una valiosa lección: si vas a un motel en Misuri, fíjate primero en lo que diga TripAdvisor y lleva un cuchillo para osos.

 

Otro que vuelve

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Hace casi exactamente ocho años que publicaba la entrada “Otro que se va“, en la que anunciaba el comienzo de mi aventura estadounidense. Ocho años, ¡Qué barbaridad! Cuando leo ahora ese post veo con bastante claridad que intentaba ocultar que estaba cagado de miedo y que mantenía cierto resentimiento por una situación que hubiese preferido que no hubiese llegado a darse. Si en aquel momento me hubiesen dicho que la cosa no iba a ser solo para uno o dos años, y que incluso consideraría muy seriamente quedarme para siempre en una ciudad de provincias a orillas del Misisipi… bueno, no sé cómo me lo hubiese tomado. No creo que hubiese cogido aquel avión. Y sin embargo hoy lo que me da vértigo y curiosidad es imaginar cómo sería mi vida en 2020 si hubiese decidido tomar en 2012 una decisión (posiblemente racional y sensata) de buscarme la vida fuera del mundo académico. Seguro que ni me reconocería a mí mismo si pudiese verme. Así que hablemos de identidades y de cambios.

Por poner un poco de continuidad narrativa en lo personal, supongo que tengo que anunciar que el título del post es cierto: desde hace poco más de un mes estoy trabajando en Madrid, y he conseguido que me sigan pagando aquí por hacer lo mismo  por lo que me han pagado siempre: mirar plantas muy fijamente y luego contar cosas sobre ellas. No voy a prodigarme mucho en detalles (como comentaré luego, una de las razones por las que me bloquea escribir aquí es porque la barrera de la privacidad personal es muy difusa) pero la cuestión es que ha sido un cambio muy buscado y muy deseado. Esto no quita que mi experiencia de emigrante se haya convertido en algo esencial de mi vida y que tenga batallitas para rato, al igual que de la experiencia de regresar a tu ciudad ocho años más tarde.

En general, estas son movidas mías de nueva fase pero ¿y esto a vosotros en qué os afecta? Doy por hecho que si estás leyendo esto fuiste lector del bloj, así que vamos al grano.

Con este nuevo cambio me planteé también qué hacer con este bloj, quizá porque estoy revisitando cómo era mi vida en Madrid, y cómo adaptarme a mi nueva etapa. Llevo más de dos años sin escribir absolutamente y quizá hace tiempo que debiese haberle dado un final digno y no una agonía inmerecida, pero lo que realmente he hecho al respecto en los últimos meses es plantearme qué ha cambiado de mi relación con este medio blogueril a lo largo de los años y he llegado a varias conclusiones.

Este bloj tiene demasiada historia, y me pesa un poco. El Copépodo que empezó DDUC no soy yo. Aunque a veces leo lo que escribía ese chaval y me hace gracia, me sorprende o me entretiene, otras veces no me siento para nada identificado con él, e incluso me avergüenza. ¿Puedo o debo continuar la iniciativa de alguien con quien no me siento identificado y que abusaba de los adverbios como un hijoputa? DDUC fue durante unos años difíciles una válvula de escape que me trajo muchísimas satisfacciones, amistades duraderas, y una vía de entrada a un internet que estaba empezando a ser lo que es hoy. Hoy mis necesidades y mi forma de interactuar con la red ha cambiado, como nos ha pasado a todos. En concreto, creo que es mucho más fácil sentirse expuesto a una comunidad muy global donde a veces hay más ruido que diálogo. Quizá siempre fue así, pero a mis veintitantos no tenía esa sensación: los años primigenios de los blojs me parecían más amables que las comunidades virtuales actuales. Hoy me resulta asombrosa la ingenuidad con la que era capaz de escribir sobre un tema cualquiera con la osadía que solo se puede tener a esa edad al creerme que algo era nuevo solo porque yo no lo sabía ayer. En parte puede que fuesen cosas de la edad, y en parte porque internet parecía mucho más vacío, menos inabarcable.

Así que si se mezcla un poco todo lo de arriba, creo que eso explica que poco a poco dejara de sentirme motivado para escribir aquí, o más bien, que me sintiese bloqueado cada vez que lo intentara retomar.

Sin embargo, hay algo que es verdad: echo de menos mucho de todo aquello, y admito que lo que sí que me resulta indiscutiblemente admirable del Copépodo de hace 15 años era su capacidad de enfrentarse a una pantalla en blanco y dejar algo por escrito con regularidad. Sin remordimientos, sin perfeccionismos absurdos, sin vergüenzas. Quizá sí que haya algo de valor en escribir algo, por muy absurdo, ridículo o criticable que sea, quizá el valor esté en dejarlo dicho. Quizá no tenga que avergonzarme de no ser el mismo que hace 15 años. Quizá precisamente en ello esté el valor añadido de seguir adelante con un medio pasado de moda y escribiendo entradas sin grandes aspiraciones. Quizá lo único que tengo que hacer es escribir ahora un disclaimer diciendo que no soy el mismo que empezó todo esto ni respondo por él. Quizá el desorden tradicional de este bloj, su falta de etiquetas, la creciente tendencia a esconder los menús y las herramientas de búsqueda funcione a mi favor, y los posts antiguos queden enterrados como estratos de eras pasadas, solo accesibles a los más intrépidos y motivados paleontólogos. Me resulta mucho más fácil retomar esto si me imagino que acabo de empezar.

Así que, nada, vamos a ver qué pasa a partir de ahora.

 

 

 

Post demasiado largo y lleno de divagaciones sobre el uso de apps para identificar plantas

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Llamo a un servicio de atención al cliente y una grabación me recibe cordialmente recordándome lo importantísima que es para la compañía mi satisfacción, y prometiéndome que va a intentar solucionar mi problema, aunque para ello tengo que contestar a una serie de preguntas. Mi problema es muy concreto, pero poco habitual. Con un poco de suerte se resolverá con un sí o un no, me bastaría con que una persona informada y conocedora del servicio me diese 20 segundos de su tiempo. Pero todos sabemos que ya estamos en 2020, y eso lo que quiere decir es que la forma que esta compañía ha considerado más eficaz y vanguardista de atenderme es la de despedir al 99% de su personal dedicado a estos menesteres y someterme a un invento del siglo XVIII llamado clave dicotómica. Con una calma parsimoniosa, la voz me someterá a preguntas basadas en las llamadas más comunes de los usuarios, y en función de mi respuesta, me irá derivando a otras preguntas hasta conseguir clasificar mi problema en categorías preestablecidas. Y yo sufro. Sufro porque sé demasiado sobre claves dicotómicas. Sé que son intrínsecamente ineficientes, producto de las limitaciones de su época. Sé que si mi duda es poco habitual, tendré que esperar hasta el final, hasta llegar a ese cajón de sastre de especies poco conocidas y mal resueltas. Sé que ante preguntas ambiguas puedo perderme en una sección que no me corresponde. Tras casi diez minutos de “yes” “no” y de pedir un “representative” sin éxito, llego por fin a a mi destino, recibo (como temía) una respuesta insatisfactoria y me cuelgan de forma automática. Quien haya intentado identificar mediante claves dicotómicas plantas, escarabajos o cualquier organismo de afinidad incierta, estará de acuerdo en que esa sensación es parecida a la de llegar a un punto muerto en una clade de 30 niveles.

Hoy en día, si alguien cuelga una foto de una planta en una red social y el autor pide ayuda para averiguar de qué se trata, invariablemente, hay una o varias personas que sugieren hacer una búsqueda inversa en Google Imágenes o usar tal o cual app. En otras palabras: en 2020, la reacción inmediata del cuidadano medio (de buena parte del mundo) ante un desafío intelectual como este es esperar que Google le saque las castañas del fuego. Mi interpretación de este gesto ha evolucionado en los últimos 6-7 años. Al principio, aunque no entendía por qué, esa respuesta espontánea de tantos usuarios de twitter y facebook (“míralo en Google”; “usa esta app que es como el Shazam pero con plantas”)… en el fondo ¡me molestaba! Tenía todo el sentido que alguien hiciese esa sugerencia, pero en el fondo me irritaba leerla ¡Y haciendo introspección no era capaz de entender por qué! Hoy, además de no tener ya esa reacción, y de ser un ferviente defensor de las aplicaciones de identificación de bichos y yerbajos, soy capaz de sacarle mucho jugo al papel que tienen y tendrán.

Como digo, he tardado un tiempo en entender de verdad los motivos de mi irritación inicial, pero ahora creo que los puedo explicar. Identificar plantas no es fácil. Se requiere una atención al detalle, un conocimiento previo de la flora de un lugar y un manejo de un vocabulario muy extenso y muy preciso. Es una competencia que se tarda años en adquirir, que se oxida con facilidad si se descuida y que muy poca gente llega a dominar. Aclaro que para nada estoy hablando de mí: habiendo tenido como maestros a botánicos que, ellos sí, son auténticos expertos, con un conocimiento enciclopédico de la flora, me acompleja saber que nunca en mi vida llegaré a tener ni la mitad de su soltura en el campo. Mi amor propio y mi interés me obliga a intentar mantenerme mínimamente competente, pero soy muy consciente de mis limitaciones.

Saber identificar animales y plantas en el campo es precisamente una de las habilidades por las que me enamoré de la biología. En un viaje de fin de curso (tendría 13 años o así) a la sierra de Cazorla, uno de los monitores iba revelándonos los nombres de plantas, mariposas y aves que se cruzaban en nuestro camino. Como una enciclopedia andante, señalaba, decía el nombre común, acto seguido el científico y añadía algún detalle o curiosidad sobre su biología, y así se tiraba hablando horas. Esa capacidad me deslumbró. Aquel acceso a un plano superior del conocimiento natural se convirtió en objeto de deseo: yo quería iniciarme en esa secta y ser capaz de reconocer a las flores más humildes y a los gusanos más huidizos. A mí ya me interesaba la naturaleza en ese momento, pero aquel chico fue mi primera exposición real a lo que, inmediatamente, entendí que era un biólogo. Esa palabra se dignificó a partir de ese momento: un biólogo era alguien capaz de señalar y llamar por su verdadero nombre a las plantas sin aminorar el paso.

Como curiosidad: este recuerdo estaba, en realidad, muy exagerado por lo impresionable que era yo a esos años. Aquel monitor en cuestión (que a mí me parecía el hombre más sabio del mundo y el pobrecillo debía ser el típico biólogo buscándose la vida en condiciones precarias) tuvo que consultar en la guía de campo la identidad de la zarzaparrilla. En su momento imaginé que debía tratarse de una planta dificilísima de encontrar como para tener que recurrir al libro. Hoy esa idea me hace sonreir: muy sabio, muy sabio seguramente no era, pero lo importante es que supo transmitir esa pasión a un impresionable copepodín.

Pero a lo que voy: si le pides a un botánico que intente identificar una planta con una foto tomada con el móvil,  éste inicia un proceso que no funciona como una receta planificada, sino que es más bien una labor detectivesca que no se sabe por dónde te va a llevar. Puede pasar que nada más ver la foto ya sepa exactamente, o casi, de qué se trata. Quizá porque la foto esté muy detalla, o quizá porque ya con la primera impresión, incluso aunque la foto sea pobre, su cerebro reconozca de forma casi intuitiva ciertos rasgos. Esa sensación de reconocimiento inmediato os resultará muy familiar. Sobre los procesos heurísticos que se desarrollan en el cerebro cuando alguien reconoce un ser vivo ya hablé en el post del giss (general impression of shape and size), para entendernos, la intuición fruto de experiencias anteriores. Como dije en su momento, aunque esto pueda parecer poco científico, esas intuiciones de la gente experimentada, tienen su fundamento real. Incluso cuando no sabes qué planta es, este giss suele poner sobre la pista a partir de uno o dos rasgos aislados que para la persona no iniciada no tienen valor alguno. A veces otros detalles (la zona geográfica, el tipo de hábitat,…) ayudan a descartar posibles opciones. Por supuesto esto se puede hacer con ayuda de la documentación necesaria (sí, claves dicotómicas, pero por favor, no os quedéis en el Bonnier, que veo que tristemente sigue siendo mencionado en Twitter), pero a lo que voy es que la persona experimentada es capaz de encontrar atajos en esas claves dicotómicas, descartar casi de forma inmediata fotos que para otros individuos resultarían confusas, etc. La experiencia puede permitirte saltarte toda esa ristra de preguntas del servicio de atención al cliente y darte directamente la solución. Identificar organismos se parece mucho más a resolver una integral que una ecuación. A menudo no hay itinerario establecido, y es la experiencia previa (adquirida tras años de trabajo) la que puede traducirse en resolver el problema de forma eficaz. Al igual que resolver la integral, se trata de un proceso hasta cierto punto creativo e improvisado, un verdadero desafío cognitivo.

Mi frustración original con que alguien aspirase a que una app te identificase correctamente una especie no era que dicha información pudiera ser accesible a cualquiera, sino el hecho de que la app hiciese pensar que se trataba de un ejercicio trivial. Al principio esa actitud iba acompañada de desconfianza. Hace unos años hubiese dicho que aspirar a una identificación automática estaba muy lejos de ser posible, pero esto ha cambiado radicalmente en los últimos años. En este periodo me he hecho usuario acérrimo de iNaturalist (hablé un poco de ello aquí). Al principio lo usaba como un suplemento de mi cuaderno de campo donde registrar observaciones. Resultaba utilísimo para conocer nuevas especies porque la comunidad de usuarios es muy activa y amable, y en ella se encuentran tanto aficionados como profesionales con el conocimiento suficiente como para ayudarte a identificar casi cualquier cosa. Hasta aquí, nada nuevo. Sin embargo, en 2017, la app empezó a incluir una IA que te hacía sugerencias sobre posibles identificaciones. Al principio era bastante mala, pero con el tiempo, especialmente en zonas bien muestreadas y con buenos datos, se fue haciendo progresivamente mejor. Quedó registrado el momento en el que las mejoras de la IA me pillaron por sorpresa cuando un amigo me pidió ayuda para identificar un musgo y, tras darle mi opinión, me contó que la IA había dicho lo mismo.

Aquello me dejó muy sorprendido y tuve que mirarme bien a qué se debía mi desconfianza. Después de darle muchas vueltas entendí que lo que me irritaba de todo aquello es que la gente pensara que el proceso de identificar una planta era una trivialidad, algo fácil y no el complejo proceso cognitivo que os he mencionado antes. En el momento en el que pude verbalizar este dilema es cuando se deshizo por sí solo: es estupendo que la gente pueda resolver problemas complejos con facilidad. Ese es el fundamento de gran parte de nuestros avances intelectuales y tecnológicos: convertir problemas en trivialidades.

Más o menos por esta época, un miembro de una lista de correo de un grupo científico al que pertenezco, preguntó la opinión del respetable sobre dichas herramientas, y su pregunta fue recibida, bien con gélida indiferencia, bien con desprecio por parte de algunos grandes capitostes del gremio. Es inevitable preguntarse si dichas respuestas escondían cierto miedo a que se pierda una riqueza y un saber hacer que puede que las futuras generaciones no lleguen a experimentar. Alguno de ellos veía incluso en estas apps el fin de la botánica de campo. Yo no participé en aquel intercambio y hoy me arrepiento. Fue una oportunidad perdida a la que le llevo dando vueltas desde entonces, y este post no es más que una forma de resarcirme de ello.

Que no nos quepa ninguna duda: la automatización fidedigna en la identificación de organismos llegará antes de que nos demos cuenta y con un margen de error despreciable en la mayor parte de las ocasiones. Sin embargo, me parece absurdo tenerle miedo a ese momento. Decir que ese avance supondrá el fin de la biología de campo es lo mismo que decir que la capacidad de grabar sonidos supuso el fin de la música, y sin embargo no me cuesta imaginarme a un músico de la segunda mitad del siglo XIX, aterrado ante la idea de que su virtuosismo pudiese ser enlatado y reproducido. Es fácil olvidarse de que, hasta la invención del fonógrafo, si alguien quería disfrutar de la música necesitaba que hubiese en alguna medida músicos presentes. Presenciar la ejecución de un concierto, no digamos de una sinfonía, requería de la presencia de muchas personas, cada una de ellas con años de formación. Hoy en día, la música se ha convertido en un lujo en el que apenas reparamos, y es posible que el usuario premium de Spotify no valore en su justa medida todo lo que está detrás de poder disfrutar a su grupo favorito mientras se duerme en el autobús camino del trabajo, pero ¿Es el balance positivo o negativo? No creo que nadie ponga en duda la respuesta. La capacidad de grabar y reproducir sonido no solo no fue el fin de la música, sino todo lo contrario: marcó el inicio de su democratización, la chispa que desencadenaría una inacabable revolución artística que hoy continúa y el inicio de millones de vocaciones en todo el mundo.

La identificación automática de organismos no será el fin de nada, sino el comienzo de una nueva era de conocimiento e investigación. La opulencia de datos que ya está suponiendo abre un nuevo capítulo en el tipo e impacto de estudios que van a poder realizarse hasta extremos que hoy nos resultan difíciles de imaginar. Seguirá habiendo espacio y necesidad para el virtuosismo de los biólogos en el campo de la misma manera que quien quiera ser músico aún debe formarse y ejercitar sus destrezas personales con su instrumento. Un biólogo de campo profesional también deberá desarrollar como hasta la fecha esos atajos heurísticos de los que hablábamos antes, pero la capacidad de asociar un nombre a una flor desconocida estará, por fin, al alcance de todos, y quizá esa sea la puerta de entrada de muchas vocaciones.

Dos cuestiones, ya para ir cerrando: la identificación automática es útil también para los biólogos. Cada vez estoy más convencido de que las claves dicotómicas son un mal menor, un último recurso, y no la mejor forma de aprender pese a su aura de apoteosis de la ortodoxia. Con diferencia, la forma más eficaz de aprenderse especies desconocidas es ir repetidamente (la repetición es crucial en cualquier caso) al campo con alguien que se las sepa bien. Es así como se puede transmitir ese giss de forma eficiente y dirigida, corrigiendo errores, centrándose en los caracteres relevantes. Cuando no se tiene ese lujo, desde mi punto de vista el avance es mucho más lento, y pelearse con especies una a una usando solo claves dicotómicas no es un uso eficaz del tiempo. Cuando me ha tocado aterrizar en zonas de flora desconocida para mí y no he contado con la ayuda de alguien que me enseñe, he encontrado un aliado muy potente en un uso instrumental y crítico de las IAs de identificación automática. No se trata en ese caso de creerse el resultado ofrecido, sino usarlo como punto de partida a verificar usando la bibliografía disponible, tomando las notas habituales en el cuaderno de campo y revisándolas cuando toque. Sí que es cierto que hay que hacer un esfuerzo en la parte de verificación y a la hora de tomar notas y ejercitar ese círculo virtuoso de codificación-recuperación que es el que consolida la memoria a largo plazo. (Vamos, que lo que rápido se aprende, rápido se olvida, y por lo tanto hay que repasar contenidos de forma regular). Seguro que no he aprendido tanto como si hubiese tenido a un experto local en todas mis salidas de campo, pero también estoy convencido de que he aprendido mucho más que si hubiese tenido que sacar por clave y a pelo cada nuevo yerbajo.

Quizá hablo solo por mí, pero el mejor predictor de eficiencia usando una clave dicotómica es que la hayas usado mucho con anterioridad, que te hayas perdido en sus ambigüedades. Es decir, que se hace más eficiente cuanto menos falta te hace. Aplicar una clave nueva, de unos autores cuyo criterio no conoces, reinterpretar el uso de los adjetivos y de las excepciones es intrínsecamente ineficaz, y consecuencia de las limitaciones de su tiempo. Aunque identificar plantas con clave sea la quintaesencia del purismo, a día de hoy deberíamos aspirar, como mínimo, a crear claves de acceso múltiple, como la que desarrollaron en GoBotany con la flora de Nueva Inglaterra, para emplear desde el principio los caracteres relevantes. Estas claves, además, se aproximan mucho más a cómo funciona el cerebro del botánico experimentado cuando se enfrenta a un problema de identificación, permitiéndole abordar primero los caracteres relevantes que primero le llaman la atención. Son las equivalentes a poder saltar directamente a la pregunta que te atañe en el servicio de atención al usuario. Benditas sean.

Segunda cuestión final: ¿Cuáles son los “peros” a día de hoy de estas IA? He tenido ocasión de probar, además de la de iNaturalist, algunas otras apps de identificación de plantas (PlantNet, Leafsnap,…). En general son todas bastante mediocres por el momento, a menudo centradas en plantas ornamentales y que por tanto no resultan útiles en el campo. Lo que diferencia a la de iNaturalist de las otras apps no tiene solo que ver con características informáticas, sino con la existencia de una comunidad potentísima detrás, con más de un millón de usuarios que han realizado 52 millones de observaciones por todo el mundo, pertenecientes a 300.000 especies: una verdadera burrada. Somos los miembros de la comunidad los que estamos enseñando a la IA cómo identificar al haberse consolidado como la plataforma global más mayoritaria para el registro de la biodiversidad, y que cuenta entre sus miembros con una buena cantidad de expertos locales y taxónomos profesionales. En las zonas con alta densidad de usuarios y buena calidad de datos (sobre todo partes bien pobladas de EE.UU. y algunas de Europa) clava casi sistemáticamente las fotos  relevantes de plantas vasculares o de vertebrados. El mundo de las aves va por libre, claro. El nivel de la comunidad de eBird y de aplicaciones relacionadas como Merlin BirdID merecerían un post aparte, pero si sois aficionados a la ornitología, seguro que ya las conocéis.

En grupos mucho menos conocidos resulta mucho más irregular, cometiendo a veces errores garrafales, que no son sino testimonio de que el algoritmo no está reconociendo las fotos por sus atributos morfológicos, sino por comparación con el banco de imágenes de la base de datos (y a veces te dice que un líquen es un pájaro solo porque el color es muy parecido). Además, no se me escapa que hay muchos errores de identificación, y que el uso acrítico de las identificaciones automáticas por gente sin criterio desemboca en que ciertos errores se perpetúan muchísimo. No se nos puede olvidar que la app no está identificando al individuo como lo haríamos nosotros, observando sus caracteres, sino haciendo una comparación con una base de datos que, para ser fiable, debe estar adecuadamente verificada… por la comunidad humana. A día de hoy, ninguna de las apps comerciales sería capaz, por ejemplo, de rebatir un criterio taxonómico concreto, de detectar especies no descritas aún, o de sinonimizar dos de ellas sin ayuda humana. Siendo como es una tecnología que está en pañales y que, de momento, lo único que sabe hacer es comparar muchas imágenes a la vez, no me cabe duda de que algún día sí que veremos cómo alcanza ese nivel de sofisticación cognitiva que hasta hace poco era el privilegio de algunos seres humanos.

En resumen: lo mismo soy yo el que se ha montado una empanada mental tremenda con todo este rollo, pero me parece detectar (y quizá he sido víctima de) cierta reticencia a la hora de adoptar y usar estas herramientas por una parte de la comunidad botánica y naturalista. Desde luego queda mucho por delante hasta que se pueda confiar “ciegamente” en estas apps. Puesto que no funcionan tomando las decisiones, sino comparando con una base de datos, hay que hacer de ellas un uso crítico y recurrir siempre que sea posible al criterio de un ser humano. Sin embargo, me parece inútil recelar de esta tecnología que cada vez será más poderosa tanto para el naturalista ocasional como para el profesional que necesite de herramientas adicionales. Trivializar problemas complejos no será el final de la biología de campo, simplemente nos abrirá las puertas a desafíos mucho más complejos. Y de la misma manera que la existencia de Spotify no le resta valor al virtuoso del piano ni placer a quienes disfrutan del concierto en directo, nada ni nadie podrá quitarnos la satisfacción de poder encontrarnos una planta en el campo y reconocerla por su verdadero nombre.

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