Quantcast
Channel: Diario de un copépodo
Viewing all 204 articles
Browse latest View live

Lo de las razas

$
0
0

Hace dos o tres años, cuando aún trabajaba en un liberal arts college a orillas del Misisipi, recibí un correo de la rectora invitándome a una cena. En el correo se incluían a una veintena de otros profesores a los que reconocía perfectamente (se trata de un centro tan pequeño que básicamente es como una aldea gallega a esos efectos). El único factor común que explicaba la lista de los otros destinatarios era que se trataba de profesores no blancos. Había compañeros estadounidenses negros, latinos y asiáticos, así como compañeros también extranjeros de El Salvador, China o India, y sin embargo no habían sido invitada una profesora francesa ni una colega británica. La pregunta que me hice a continuación es qué narices pintaba yo en aquella lista, y tras leer con detenimiento una vez más a los destinatarios del correo llegué a la conclusión de que, efectivamente, yo no contaba como blanco. La pista definitiva fue que en copia estaba también la flamante nueva vicerrectora de diversidad, un cargo nuevo que el centro había creado con gran pompa para contrarrestar la realidad de instituciones mayoritariamente blancas en una de las zonas con menor diversidad racial y étnica del Midwest.

Tras sopesar los pros (cena gratis con, para qué negarlo, algunos de mis colegas y amigos más interesantes) y los contras (participar de algo que tiene más que ver con el politiqueo de cara a la galería que con el verdadero problema crónico de fondo) opté, como buen gocho, por la primera opción. No me arrepiento, porque a pesar del esperable discursito de appreciation viví un momento glorioso en el que al comentario de pasada de la rectora (“Rafa, ¡Cuánto tiempo sin vernos!”) le respondí sin darme muy bien cuenta de lo que hacía un “Claro, ¡si me respondieras a los correos lo mismo nos veíamos más!”. Pude ver en sus ojos el pantallazo azul de la muerte que se le lió en su bienintencionado y políticamente correcto córtex prefrontal midwesterner.

Pero a lo que vamos: gracias a este suceso me di cuenta de hasta qué punto, incluso a nivel formal, por parte de gente con estudios y con cabeza, no se me estaba percibiendo como persona blanca. Tuve ocasión de verificar este descubrimiento al contárselo a otros amigos cercanos no invitados a la cena (estadounidenses blancos, todos ellos igualmente con sus doctorados respectivos, sus gafas y esas cosas) y notar distintas reacciones, desde aquellos que sí podían tener un mayor conocimiento sobre el entrecruzamiento de las realidades demográficas y lingüísticas, y aquellos a los que mi confusión les pilló en un renuncio porque para ellos yo seguía sin ser blanco. No quiero hablar de por qué estaban equivocados o no, sino de la realidad que me demostró esa y otras situaciones: a efectos prácticos es más relevante la raza con la que te perciban los demás que la que tú creas tener. La raza es algo que se te impone desde fuera.

Todo esto lo saco a colación de la relativamente reciente controversia a raíz de que, nada menos que el New York Times, diera por sentado que los españoles no somos blancos. Al poco de la resolución de las elecciones presidenciales yanquis (lo dejo para otro día, que no sé si mi aportación le interesa a nadie), he pensado que me apetece soltar por aquí algunas cosas que he aprendido siendo extranjero en EE.UU. sobre las razas. Aunque en medios españoles se ha escrito mucho del tema, en general me han parecido lecturas que solo rascan en la superficie de una reflexión mucho más interesante y de alcance global.

Mi experiencia como extranjero en EE.UU. ha sido una de las más enriquecedoras de mi vida, precisamente por lo que me ha enseñado sobre la naturaleza humana y la percepción del significado del “nosotros” frente al “ellos”. Aclaro desde el principio que en ningún momento quiero dar a entender que lo que vaya a compartir aquí tenga ningún valor para extrapolarse a nadie y me limito solo a contar algunas experiencias y vivencias personales. En general he sido un emigrante inmensamente privilegiado en ambientes y comunidades muy acogedoras y no considero que mis contadas dificultades o malas experiencias supongan ni el más mínimo reflejo de las situaciones, a menudo brutales, que se viven a diario en ese país tanto por extranjeros como por muchos grupos raciales no dominantes. Este post es solo para reflexionar sobre hasta qué punto se puede considerar, o no, que el concepto de raza responde a una aspiración objetiva de categorizar la diversidad humana. Como decía, esto es útil considerarlo en cualquier país, y no es que sea ninguna reflexión nueva, por otra parte.

Los primeros cuatro años en EE.UU. los pasé en la órbita de una gran universidad de la costa este, hasta cierto punto englobada en la conurbación del noreste, entre Boston y Nueva York. Durante esta etapa, la mayor parte de mis amigos eran extranjeros también: irlandeses, brasileños, chinos, iraníes, colombianos,… Recuerdo de hecho que en aquella época me extrañaba lo difícil que resultaba hacer amigos estadounidenses. Ser de fuera era un potentísimo agente cementador, y todos nos sentíamos hasta cierto punto unos extraños. La mayor parte de mi grupo de amigos eran gente de paso (postdocs o doctorandos) que no llevábamos mucho en el país y para los que poner a parir a los gringos era la mejor forma de empezar una conversación. Pese a todo, fueses donde fueses nunca estabas realmente fuera de lugar: la presencia internacional, la mezcla de acentos, razas y nacionalidades era tan omnipresente que acababa pasando desapercibida. Paradójicamente, y con la perspectiva que tengo ahora, pese a sentirnos “de fuera” nunca fuimos realmente extraños. Creo que la generación de este tipo de comunidades cosmopolitas es un gran éxito de la sociedad estadounidense que hay que alabar sin menoscabo de sus grandes fracasos en otros ámbitos.

Estas vivencias suponen un contraste con las que experimenté más tarde en la ciudad de provincias del estado de Illinois donde tuvo lugar la anécdota de la cena que comentaba al principio. Y es que, amiguitos, por mucho que los corresponsales de los noticieros europeos salgan con el Empire State de fondo, ni Nueva York, ni Chicago ni San Francisco son EE.UU. A ver, claro que son parte de EE.UU., pero a mi juicio (visitados 30 de los 50 estados) no son en absoluto ciudades representativas del país. Vivir en provincias supuso para mí que, por primera vez, mis nuevos amigos dejaron de ser mayoritariamente extranjeros y pasaron a ser sobre todo estadounidenses; significó también empezar a moverme en una comunidad predominantemente yanqui y blanca en la que los extranjeros e incluso las minorías raciales escaseaban, y donde yo pasé a llamar mucho más la atención.

En mi día a día esto tuvo consecuencias buenas y malas, aunque como decía, en ningún caso dramáticas. De forma rápida suelo resumirlo en que mis tiradas de carisma ganaron un +10 y las de sigilo se veían análogamente penalizadas con un -10. De repente pasé a destacar, a convertirme en un elemento exótico, con interés añadido en mi nuevo círculo social (otros profesores y gente de la comunidad local LGTB, o sea, bastante progre todo, claro). Como contrapartida, el oído de madera del midwesterner medio era demasiado exquisito para mi acento carpetano y me veía con frecuencia abocado a repetirme en el supermercado, semana tras semana, pidiéndole a la misma persona la misma media libra de queso en lonchas. Este problema con mi acento se esfumaba, por ejemplo, en los viajes a Chicago, a lo largo de los cuales intenté determinar el punto exacto en el cual podía hablar en la gasolinera sin que mi interlocutor pestañeara o me pidiera repetirme. Algunas consecuencias más desagradables incluyen, por ejemplo, el notar que tu testimonio en un accidente de tráfico -muy menor- era, de entrada, recibido con desconfianza por la policía.

Pero me estoy desviando. A lo que voy es que en Illinois fue donde por primera vez tuve la sensación de sentir que yo era claramente “de los otros”. Mi nivel de melanina es suficientemente bajo como para que no me pare la policía si voy conduciendo (y creedme, eso es una gran ventaja), pero me bastaba con decir dos palabras para que se me catalogara como no-blanco, como me demostraron muchas situaciones. Ya sabéis que el hecho de que tu idioma sea el castellano pero que España quede al este del Atlántico le produce un cortocircuito a algunos yanquis con empanada mental, pero me gustaría que no nos quedáramos en la anécdota fácil ni en los lugares comunes de la euro-superioridad moral, porque aquí la cuestión no es quiénes son o no blancos, sino en qué hay detrás de la percepción de una persona como perteneciente a una raza u otra.

Cómo clasifican los estadounidenses las razas es la pesadilla definitiva de cualquier biólogo con formación en taxonomía y sistemática: no tiene ningún sentido. Para empezar, el gobierno federal tiene una clasificación separada de raza y de etnia en la que sin embargo no se da una coherencia real. Según esa clasificación, un español es blanco por ser de origen europeo, pero es a la vez “hispano” por acervo cultural (o al menos así estaban las cosas hace tiempo). Sin embargo, esta clasificación es a su vez incompatible con la planteada en la del censo de 2020 (un absoluto desguace lógico en la que etnia, raza y nacionalidad se mezclan sin coherencia taxonómica alguna) en la que ya no hay distinción clara entre hispanic y latino y los “Spaniard” entran en la esfera de estos sin matices, quedando incluidos en la raza blanca los nacionales de muchos países europeos, además de Irán o Egipto. Por su parte, la categoría “asiático” incluye algunas subcategorías muy concretas como filipino, japonés o coreano, pero los kazacos y los singapureños van en el mismo grupo. Por su parte, los “latinos” del Caribe deben especificar si son cubanos o portoriqueños (de nuevo, sin prestar ninguna atención al verdadero origen étnico al margen de la nacionalidad) pero los hondureños, chilenos y españoles van en la misma categoría. En fin, un puto desastre.

Insisto: no se trata aquí de corregir esa clasificación (allá ellos) sino de constatar un par de cosas: 1) este país está obsesionados con el asunto de las razas y 2) podemos y debemos sacar algunas conclusiones de interés global de este deficiente sistema de clasificación.

La obsesión de EE.UU. por las razas daría para mucho y no voy a entrar, pero no porque no creo que sea importante ni porque no tenga opiniones al respecto (ninguna nueva, seguramente), sino por no desviarnos. Baste recordar que existen razones de peso que explican por qué tu raza importa mucho más en este y otros países (colonialismo, esclavitud, segregación, etc), y no hay que olvidar que la raza es, o mejor dicho, se acabó convirtiendo, en un elemento fundamental de la identidad individual. Como explicaré después, creo que eso también es consecuencia de que la raza como concepto sea impuesta desde fuera.

Pero como decía, el tema es más bien el segundo, las conclusiones generales que podamos sacar de este caso de estudio. ¿Por qué se ha llegado a clasificar personas de esa forma tan obviamente distorsionada? A mí lo que me da es que estas distorsiones se aprecian mejor desde fuera que desde dentro, o en otras palabras, que todos somos susceptibles a sufrir sesgos con los que clasificaríamos racialmente a “los otros”. Al clasificar intuitivamente a la variabilidad de nuestra especie cometemos los mismos errores seculares que se cometieron en los albores de la taxonomía, dando mayor importancia a los grupos que nos resultan más familiares y confundiendo a los que nos resultan más lejanos. Al igual que ocurre al mirar un objeto a través de una lente de ojo de pez, se aprecian mucho mejor las diferencias de lo que queda en el centro del campo visual, mientras que se difumina lo que aparece en los extremos. Así, los conflictos étnicos entre pueblos africanos pueden antojársenos una marcianada sin sentido, nos parece que la distinción entre “chino” y “japonés” es un detalle menor , levantamos la ceja cuando un turco o un iraní nos dicen que no son árabes (todos estos casos reales que he presenciado estando en España) y sin embargo nos tomamos mucho más a pecho que alguien aplique la ley del punto gordo cuando se trata de clasificarnos a nosotros. Y esa es la verdadera cuestión: cuando se intentan aplicar criterios objetivos a partir de la pura intuición para la clasificación racial humana, nuestros sistemas hacen aguas por todas partes.

Que sí, que la variabilidad intraespecífica de Homo sapiens existe y se manifiesta en morfologías características y concentración de melanina en la piel, pero los datos de los que disponemos nos hacen pensar que le damos demasiado a algunos rasgos que ni son relevantes biológicamente, ni son buenos predictores del contexto geográfico del individuo, ni son usados de forma consecuente y estable en el tiempo por los “clasificadores”. Por poner ejemplos conocidos: el contenido de melanina se correlaciona más con gradientes latitudinales que con la historia filogenética de los pueblos humanos;  los irlandeses o los polacos no contaban como blancos en EE.UU. durante gran parte del siglo XIX; etc.

¿Qué dice la ciencia al respecto? Sin ser especialista, me remito a que en la actualidad la evidencia genética sugiere que no se puede hablar de razas en la especie humana en sentido biológico. Lo que a nosotros nos parecen diferencias manifiestas entre unos grupos humanos y otros son solo percepciones: existen mayores diferencias genéticas entre los chimpancés del oeste de África que entre todos los grupos humanos de todos los continentes. Al contrario que con los chimpancés, que llevan habitando su área de distribución quizá millones de años, nuestra especie sufrió una expansión muy rápida a partir de un grupo relativamente pequeño de solo unos miles de individuos supervivientes de un cuello de botella demográfico de los que descendiende toda la población actual. Cualquier dinámica de diferenciación racial en curso que se hubiese iniciado desde el Pleistoceno tiene todas las bazas de empezar a erosionarse en nuestra realidad globalizada/globalizante. Si queremos ser realmente objetivos, cualquier diatriba racial debe ser observada con la perspectiva con la que Gulliver contempla las religiones liliputienses: como algo basado en irrelevancias genéticas. Quizá no deba sorprendernos que las diferencias entre grupos humanos nos llamen tantísimo la atención, puesto que estamos programados cognitivamente para diferenciarnos muy bien los unos a los otros (seríamos capaces de identificar el rostro de nuestra madre o nuestro mejor amigo entre una muestra de nada menos que 7000 millones de habitantes), pero todo parece indicar que siguen siendo rasgos más o menos aparentes, pero que no equivalen a las razas reales que pueden detectarse con criterios genéticos.

Considerando esta perspectiva genética, la única forma que me queda de explicar mis experiencias como extranjero en EE.UU. es que, efectivamente, la raza no es algo que tú decides ni explicas, sino que se te impone desde fuera, en un contexto muy determinado que depende de en qué parte del campo visual de la lente de ojo de pez caes en un entorno determinado. Da igual la historia, la demografía, la lingüística, o la nacionalidad: si en un lugar y un momento determinado, tus interlocutores te interpretan como negro, árabe, asiático o marciano, tú no tienes nada que decir al respecto, porque desde el punto de vista biológico, las razas no existen, y desde el punto de vista social, las razas son categorías artificiales cambiantes producto de los propios sesgos, intenciones, miedos y paranoias de los sujetos que se encargan de clasificar, de la tribu que te percibe como “de los otros”, como bárbaro en el sentido griego de la palabra.

Mucha gente prefiere hablar de personas racializadas antes que pertenecientes a una raza determinada. Aunque no soy partidario del uso de eufemismos (y creo que el término se suele aplicar solo en contextos de discriminación), creo que refleja bien la cuestión de fondo: la raza se te asigna en un contexto determinado, no la decides. Comparto de lleno esta apreciación y creo que contribuyen a demostrarla la experiencia recurrente de aquellos que recuerdan el momento de su infancia en el que se dieron cuenta de que eran negros, reproducida en infinidad de formatos, desde documentales a monólogos de humor. Si la pertenencia a una raza se acaba convirtiendo en un elemento fundamental de la identidad de las personas, creo que se explica mejor como reacción a la “racialización”, más que como origen de la misma, pero eso ya es para tratarlo otro día.

Personalmente, lo que me está resultando más interesante de todo esto es verme de nuevo en mi país natal y observar, con la perspectiva de haber sido forastero en tierra ajena, cómo mi propia tribu clasifica a “los otros” con su propia lente deformada, cómo reproduce ciertos patrones que vi al otro lado del Atlántico, comete sus propias confusiones, o pasa por alto lo que no considera relevante. Me gusta también prestar más atención a esos “bárbaros” que nos rodean, ser más consciente y crítico con mi propia percepción sobre ellos y preguntarme cómo estarán llevando su propia odisea.


Viaje Intermontano contado para europeos. 1. Grandes Llanuras

$
0
0

0. Introducción

Durante la primavera de 2019, Alfie y yo condujimos más de 8000 kilómetros buscando una planta que solo se había encontrado cinco veces en los últimos 150 años. Aunque se trata de una historia con final feliz y el objetivo se cumplió, este no es un post sobre esa búsqueda (otra vez será), sino una reseña del que acabó siendo uno de los viajes más fascinantes que he realizado.

Recorrido principal, sin contar desvíos e incursiones. mayo-junio 2019

Si bien el destino estaba en Utah y Nevada y hubiese sido más práctico volar a algún aeropuerto local desde mi antiguo hogar en Rock Island, se dio la rara circunstancia de disponer del tiempo suficiente para hacer un road trip de proporciones épicas y hollywoodianas en el país de los road trips épicos y hollywoodianos.

Para los que seáis nuevos o no os acordéis de ellos, retomo aquí la costumbre de dar pinceladas de historia natural de mis viajes favoritos, y podéis encontrar por ahí las series de Nueva Inglaterra, El Cabo, Madagascar y Etiopía. Lo de la coletilla “para europeos” lo ponía en su momento por poner el acento en mis propios referentes y comparaciones inevitables de quien se formó como biólogo en Europa, pero obviamente está escrito para quien quiera leerlo, aunque quizá mantenga lo de hacer comparaciones con paisajes ibéricos. También aclaro que esta va a ser sobre todo una serie de plantas y paisaje.

En la era de los viajes en avión, la posibilidad de alcanzar un destino lejano siendo consciente de cada milla recorrida y a una escala, sin exagerar, continental, me pone en bandeja contar este viaje como una transición entre dos zonas que, a pesar de estar en el mismo continente, no podrían ser más diferentes.

Desde el punto de vista biogeográfico, casi toda Norteamérica está en el Reino Holártico , que abarca también gran parte de Eurasia. Podría pensarse que el Atlántico y el Pacífico son las barreras más importantes para la flora y la fauna de esta región y que, por lo tanto, dentro del continente norteamericano, debería haber cierta uniformidad. Sin embargo, y al menos en lo que respecta a las plantas, un fenómeno muy curioso que despertó el interés de los botánicos desde los inicios más tempranos de la exploración científica del continente es que el este y el oeste de Norteamérica son radicalmente diferentes. La composición florística de los bosques de los Apalaches resulta más similar a la del este asiático que a la que se pueda uno encontrar en los montes de California. Este gradiente biogeográfico se ve muy bien en los mapas de ecorregiones de la EPA, especialmente en latitudes templadas, donde quedan muy bien reflejadas unas bandas de longitud que determinan los trazos más importantes de la flora de Estados Unidos.

La división biogeográfica más grosera que se obtiene al aproximarnos a la flora de EE.UU. no son regiones norte-sur, sino este-oeste (fuente: EPA)

Un par de mapas más para incidir en este gradiente. El de la izquierda refleja la diversidad florística del país. Se aprecia en verde las zonas más diversas, con varios centros de riqueza de plantas en ambas costas, y una depresión central marrón en las grandes llanuras, con muy pocas especies. Junto con los datos de diversidad florística a nivel de condado, se ha producido otro mapa (derecha) que trata de reflejar precisamente los ecotonos, las zonas de transición rápida de una zona a otra (lo que llaman “zonas de tensión florística”).

Fuente: Biota of North America Program, un recurso fabuloso para entender la biogeografía vegetal de EE.UU.

Lo que más me atrajo de la idea de planear un viaje así fue precisamente el poder experimentar esa transición en directo y ser testigo del contacto entre esas áreas “a pie de calle”, ver cómo unas plantas sustituyen a otras. Esta idea era especialmente atractiva al conocer algo de la flora oriental y el haber visitado en una ocasión California y Nevada (pude dar fe de que nada de lo que había aprendido sobre plantas orientales me sirvió en absoluto para poder enfrentarme a la flora occidental). Así que si queréis hacer un viaje-degustación por los paisajes y las plantas de EE.UU., atravesándolo de costa a costa como si fuese un pincho moruno lo podéis hacer sin salir de este bloj, ya que con esta serie conectaremos el este (1, 2) con el oeste. El plan es el sigiuiente:

Comenzaremos a orillas del Misisipi, donde iniciaremos una vastísima travesía por las grandes llanuras explorando los residuos de un bioma ya en gran parte extinto: las praderas norteamericanas. Tras cruzar las Rocosas nos adentraremos en la meseta árida de la cuenca alta del Colorado, una región con una belleza geológica extraordinaria. Saltaremos después a otra meseta árida, la de la Gran Cuenca de Nevada. El viaje estaba centrado en las cuencas intermontanas, y no tanto en las montañas, pero habrá una entrega dedicada al oriente de Sierra Nevada como a las Wasatch. El tramo de regreso se hizo por el norte para aprovechar y visitar un par de pastelitos geológicos con los que terminaremos la serie.

1. Grandes Llanuras

La de las Grandes Llanuras es una historia triste para el naturalista. Este territorio de extensión inabarcable fue hogar de unos biomas hoy prácticamente desaparecidos, y testigo de algunas de las migraciones de mamíferos más colosales, en cuanto a distancia y biomasa, que el planeta vio durante millones de años. Sin embargo, hoy podemos decir casi con total rotundidad que las praderas ancestrales que corresponden a estas llanuras son objeto de estudio de la paleobotánica y que no es posible encontrar más que frágiles espejismos reconstruidos de lo que debieron ser en el pasado. Toda la región tiene una fama (no lo voy a negar, merecida) de monótona y paisajísticamente prescindible. La gran cualidad de las praderas, suelos profundos y de gran fertilidad, se convirtieron en su perdición cuando los europeos convirtieron estas llanuras en grandes monocultivos de maíz y soja que con el tiempo se convirtieron en la seña de identidad de la región. No en vano en Moline, Illinois, está la sede central de John Deere, cuyos tractores verdes pueden verse en el mundo entero.

En una época en la que el sector primario se ha automatizado hasta el extremo, no es raro que quienes se dedican a la agricultura en países occidentales manifiesten un orgullo por lo que son y lo que hacen. Sin embargo, la idea que me llevo de ese modo agrícola es que ya no se parece en nada al idílico arquetipo de familia de granjeros orgullosa e independiente que durante tanto tiempo ha representado la vida rural en el corn belt. Hoy en día, la mayoría de los granjeros ni siquiera son dueños de la tierra que habitan, y solo disfrutan de su usufructo, mientras que los propietarios legales de la misma son grandes corporaciones que reducen en gran medida la libertad de los agricultores a la hora de decidir qué hacer con el terreno. Se trata de un sistema intensivo indudablemente productivo, pero que paga un alto precio ecológico y que resulta insostenible a largo plazo. La biodiversidad local está dramáticamente empobrecida por este uso del terreno y el exceso de fertilizantes acaba desencadanendo una inmensa zona muerta muchos kilómetros al sur, en el Golfo de México. Las interconexiones de causa y efecto y de dependencia de factores externos contrasta mucho con el carácter político de muchos habitantes del EE.UU. profundo y rural, que se creen autosuficientes e independientes en un mundo profundamente globalizado.

Los tres tipos de pradera (shortgrass, midgrass y tallgrass) y su ubicación. Fuente: Ninjatacoshell

Poco espacio deja este uso del terreno para las praderas. La labor de los botánica y la ecología ha tenido que ser casi detectivesca para poder inferir cómo era la composición y estructura de estos biomas en el pasado. Además, hay que considerar que los habitantes nativos de las llanuras también pudieron influir significativamente en estos ecosistemas antes de la llegada de los europeos. En la actualidad se considera que las praderas de las Grandes Llanuras respondían al gradiente de lluvias este-oeste de la región, siendo las orientales las de mayor desarrollo (tallgrass prairies, praderas altas, verde oscuro), mientras que las que están a las faldas de las Rocosas son mucho más secas y de menor desarrollo (shortgrass prairies, verde claro). La banda intermedia recibe el original nombre de midgrass prairie.

Nuestro viaje comienza a orillas del Misisipi, en los antiguos dominios de las praderas altas. Se trata de una región relativamente fría, donde las primeras heladas suelen llegar en octubre y no se van hasta abril. La temporada metabólicamente activa para las plantas es relativamente corta, pero durante la misma las plantas pueden crecer hasta dos metros de altura. El secreto está en ese suelo tan fértil que mencionaba antes, pues en él se retiene la mayor parte de la biomasa de estos ecosistemas, siendo los sistemas radicales a menudo más profundos y masivos que la parte aérea. Para muestra este composición de una planta completa de Silphium, parte de un reportaje de National Geographic en el que retratan distintas especies de las tallgrass prairies y ponen de manifiesto que lo más importante ocurre bajo tierra.


Silphium perfoliatum, uno de los habitantes más altos de este tipo de praderas, y que sin embargo tiene un sistema de raíces mucho más hiperbólico que su vástago (derecha)

Los antiguos componentes de estos ecosistemas aparecen en ocasiones en cunetas y campos abandonados, cementerios y, sobre todo, en zonas protegidas donde una gestión activa intenta recomponer la estructura de estas praderas. La ausencia de la megafauna ancestral, la presencia de especies invasoras y la baja frecuencia de incendios hace necesario que estas praderas reconstruidas deban gestionarse activamente. El resultado, aunque sea solo un reflejo de lo que en el pasado tuvo que dominar extensiones inabarcables, es de una belleza indudable, sobre todo durante las floraciones estivales.

Imagináos extensiones tan grandes como naciones enteras cubiertas por mantos impenetrables de gramíneas y asteráceas, recorridos por manadas de bisontes y sobrevolados por enjambres millonarios de mariposas monarcas.

En cuanto a su composición, las praderas están dominadas por gramíneas y forbias (herbáceas no graminoides, entre las que destacan las asteráceas). Las gramíneas constituyen una de las poquísimas excepciones en esa depresión de baja diversidad de las Grandes Llanuras, pues están mucho más diversificadas aquí que en las costas del continente o en las montañas. Mentiría si dijera que mis años en Illinois me convirtieron en un enterado de las gramíneas, pero sí que puedo mencionar algunas de las más características de estas praderas y que se aprenden a identificar con facilidad: Andropogon gerardii, Sorghastrum nutans y Panicum virgatum. Son todas estas gramíneas muy características de los biomas orientales norteamericanos, y en especial de estas praderas. Iremos viéndolas desaparecer según nos aproximemos a las Rocosas. Otro rasgo que tienen en común (y que en parte explica sus portes superlativos) es que realizan fotosíntesis C4. Me estoy enrollando ya demasiado como para hablar aquí de la curiosa dinámica entre plantas C3 y C4 en estas praderas, pero si hay alguien interesado, que lo pregunte en los comentarios.

Algunas de las forbias compuestas de estos parajes son famosas en todo el mundo por su belleza y apreciadísimas en jardinería. No olvidemos tampoco que este es el ecosistema nativo del girasol (Helianthus annuus) a cuyos ancestros salvajes también podemos encontrarnos si tenemos suerte. No por ser más llamativas son las asteráceas más fáciles de identificar. Los géneros más diversificados en la zona son los antiguos Aster (en su mayor parte los que quedaron en el género Symphyotrichum) y Solidago.

Pero una pradera no son solo gramíneas y asteráceas. De obligada mención son las asclepias, que también están muy diversificadas en la región y que incluyen las plantas nutricias de las mariposas Monarca, otro de las especies insignia de la zona. Entre mis forbias favoritas están además el falso añil (Baptisia alba) o Lobelia siphilitica (me encanta ese nombre, derivado de la creencia de que podía ayudar a combatir la sífilis). Es solo una pequeña muestra: las praderas en flor de pleno verano son una auténtica delicia botánica.

Las praderas altas, con una composición típica de la flora oriental del continente, son nuestro punto de partida, pero nos queda un trayecto muy largo por delante. Un viaje de esta extensión solo puede acometerse sin prisa, haciendo caso a los distintos poetas que nos recuerdan que el recorrido, y no la meta, es el objetivo del viaje. Así es como se consigue disfrutar de ir persiguiendo al horizonte una y otra vez a la vez que estamos cada vez más de acuerdo en que el apelativo de las Grandes Llanuras se queda muy corto ante su inmensidad.

Nuestra siguiente parada es en una zona del país que se ha convertido para mí en una de las más especiales: las Sandhills de Nebraska. Dejo para otro momento la explicación de mi vínculo con este lugar, que merecerá su propia entrada, y me limitaré aquí a presentarlo como uno de los ejemplos más extraordinarios de midgrass prairie (ya un poco más al oeste, en un clima más seco y por tanto con menor desarrollo de las praderas que acabamos de mencionar).

Ubicación y extensión de las Sandhills

Las Sandhills representan la formación de dunas arenosas más extensa del hemisferio occidental, con una superficie equivalente a la de Aragón y Navarra juntos, y que ocupa gran parte del estado de Nebraska. Como su nombre indica, se trata de una extensión ininterrumpidamente cubierta por arenas de origen glaciar. Esta acumulación de arena supone una afortunada circunstancia para nosotros, ya que en un terreno así es muy difícil cultivar nada. Las sanhills se libraron del arado y se usaron fundamentalmente con fines ganaderos desde la llegada de los europeos. Pese a que el ganado también afecta a la vegetación, se trata de una ganadería más extensiva que intensiva, en unos ranchos de gran extensión, con una bajísima densidad de población y por lo tanto el estado de estas praderas permanece relativamente inalterado, o al menos estable, desde hace siglos. En determinados lugares uno puede tener unas panorámicas de 360º en las que no se ve ni rastro de la huella del ser humano y las praderas se extienden sobre las colinas hasta donde alcanza la vista, bajo un cielo espectacularmente nítido, especialmente por las noches. Es un paisaje de una profundidad y amplitud que no deja indiferente y que enamora por su desolada belleza.

Haz clic para ver el pase de diapositivas.

Si en Iowa y en Illinois hay agricultores orgullosos, los de aquí son rancheros, igualmente orgullosos de su supuesta autosuficiencia. Tuvimos la suerte de tener contactos locales que nos permitieron recorrer ranchos privados y llegar a zonas de otra forma inaccesibles. Además probamos unos buenos chuletones locales. Nos dijeron que una vez se cruza el Misuri ya puedes considerar que estás en el oeste (¿de dónde?). Se empiezan a ver gente con sombrero de vaquero y botas altas como atuendo no irónico, incluso hay tiendas especializadas en las que cuesta no pensar que todo ha salido del atrezzo de algún estudio cinematográfico.

Pero volvamos a las plantas. La arena es un sustrato muy exigente, pobre en sustancias orgánicas, que retiene poca humedad, y que resulta abrasiva cuando sopla el viento. No nos debe extrañar que haya una alta diversidad de especies arenícolas, a menudo relacionadas filogenéticamente con las especies de las praderas altas orientales. Sin embargo, aquí ya se empieza a manifestar esa zona de tensión florística y empiezan a aparecer elementos de la otra Norteamérica, la occidental, y en cierta medida, también meridional. Las grandes rosetas que se ven en algunas de las fotos de paisaje de arriba son Yucca glauca (izquierda), un género especialmente diversificado en la zona intermontana y en Texas.

Sin embargo, lo que para mí constituyó un indicador de que la flora estaba cambiando es la presencia de cactáceas. Estos cactus que se aventuran por el oriente de las rocosas son humildes y huidizos, pasan desapercibidos incluso en la pradera invernal, pero no por ello es menos emocionante encontrarlos en nuestro viaje al oeste.

Nuestra visita fue demasiado temprana como para disfrutar de la plena floración de las Sandhills, algo que me gustaría presenciar en algún momento, pero aún así hubo algunas flores que se dejaron ver. Linum lewisii es un lino nombrado en honor del explorador Meriwether Lewis, el de la famosa expedición de Lewis y Clark. Oxytropis lambertii es una legumbre muy tóxica para el ganado debido a la producción del alcaloide swainsonina y que por lo tanto se clasifica como “hierba loca” (locoweed) por los ganaderos. Lithospermum caroliniense es una llamativa boraginácea especialista de sustratos arenosos.

A pesar de lo peculiar de este entorno, no existen endemismos de las Sandhills. Creo que el motivo principal es la falta de tiempo, ya que la totalidad del territorio estuvo cubierto por el hielo de las glaciaciones. Existe, no obstante, una especie que sí es prácticamente endémica de esta ecorregión (con solo otra localidad fuera de la misma, en Wyoming, también en dunas de arena): Penstemon haydenii. Los Penstemon son unas plantagináceas muy llamativas y especialmente diversas en la zona intermontana y el oeste, así que su presencia aquí también es indicativa de esa tensión florística que se hace cada vez más patente. Nuestra visita fue demasiado temprana como para verlas en flor (la foto de abajo a la derecha es de Wikicommons), pero en nuestro herbario institucional encontramos la segunda recolección de esta especie, recogida nada menos que en 1893.

Pese al aspecto árido de la zona, se trata de una región con abundantes zonas húmedas. En las vaguadas entre las colinas el nivel freático es suficientemente alto como para originar masas de agua temporales que se llenan de plantas acuáticas eincluso helechos. Existen además algunos riachuelos que atraviesan las Sandhills, de los cuales me fascina por su nombre tan dramático el Dismal River (río Desolación). Solamente en los tramos fluviales es donde se pueden desarrollar algunos arbolillos, entre los que destaca un enebro, Juniperus virginiana, y arbustillos riparios, como varias especies de groselleros. Mi favorito es Ribes odoratum, que además de unos toques rojos en su corola despide una penetrante fragancia a clavo.

Aunque me gustaría seguir hablando de este lugar tan especial, toca seguir camino hacia el oeste. Para los seguidores habituales: es muy posible que os traiga de regreso en el futuro para contar más historias sobre Nebraska, pero no será hoy.

La Interestatal 80 continúa hacia el oeste remontando el río Platte Sur. Todo este trayecto continúa recorriendo las vastas llanuras que nos llevan acompañando durante cientos de kilómetros, profundamente modificadas por la agricultura y la ganadería. Recorrerlas milla a milla y contemplando el lento avance en el mapa te ayuda a darte cuenta de la escala de un continente entero. Las paradas en estaciones de servicio y pueblos locales presentan a una población en tránsito, que en su mayor parte pasan están de paso entre el este y el oeste y a los que nada se les ha perdido allí. Esta, y no la apacible grandeza de las Sandhills, es es la parte de Nebraska que los estadounidenses evocan cuando se les nombra este estado y que por ese motivo aparece como motivo de burla en todo tipo de shows televisivos. Sería como mentar a las provincias más vacías y llanas de la España vaciada como quintaesencia de lugar aburrido y por el que se pasa para ir de un lugar a otro pero en el que nada te retiene. Es como si la propia existencia de Nebraska fuese la de poner distancia entre el este y el oeste. Como respuesta a este pensamiento, desde la autovía se anuncia la existencia de un puesto restaurado del Pony Express, el servicio de correo a caballo que permitía mandar cartas entre California y el este del país. Estuvo operativo apenas un par de años 1860-1861 ya que se volvió inmediatamanete obsoleto tras la llegada del telégrafo y los planes de ferrocarril transcontinental. Pese a su corta duración y su nefasta rentabilidad, la imagen  de los carteros a cabllo recorriendo las Grandes Llanuras sigue cautivando la imaginación.

La autovía se bifurca y seguimos la I-76 que se adentra en Colorado. El clima aquí es tan seco que el desarrollo de las praderas está muy limitado. Entramos en el territorio de las shortgrass prairies. Allá donde la vegetación natural se deja ver, más que a una pradera empieza a parecer una estepa. Además de gramíneas y forbias empiezan a dejarse ver arbustos leñosos que nos resultarán muy familiares en las zonas intermontanas, como la Artemisia filifolia (derecha) que llega a ser dominante en grandes extensiones del paisaje.

Últimas paradas botánicas antes de llegar a nuestro destino de este capítulo. Tres ejemplos rápidos de géneros que ya, efectivamente, nos van indicando lo mismo que los sombreros de cowboy: estamos en el oeste. Ahí tenemos ya florecidos algunos gloriosos Penstemon, aparecen también nuevos Astragalus (los tengo asociados a condiciones mesetarias, tanto en Iberia, como en Anatolia, y en la zona intermontana) y alguna que otra especie de Sphaeralcea, unas malváceas rojas o naranjas, también muy típicas del oeste. Sin embargo, lo que más ilusión me hizo ver fue una Castilleja, orobancáceas hemiparásitas que desde mi visita a California las tenía asociadas a la flora occidental de EE.UU.

Tras casi 1500 kilómetros desde el Misisipi, la monotonía de las llanuras llega a su fin. Reconozco que la impresión de llegar a las Rocosas me pilló de sorpresa. Quizá esperaba una transición más gradual hasta un paisaje montañoso, pero no: las Grandes Llanuras se acaban abruptamente con la irrupción de una muralla impenetrable. La ciudad de Denver, a los pies de la cordillera, se presenta como la puerta de entrada. Ya veremos más tarde por dónde continuar camino.

Foto: CC por Robert Kash

Perpetua

$
0
0

(Divagacionistas #relatosMascotas)

No me acuerdo bien del día que Perpetua llegó a casa, simplemente un día estaba ahí, en su recipiente de plástico lleno de agua, con su isla y su palmera. Perpetua no perdía el tiempo demostrando que no le gustaba nada su simulacro de paraíso tropical de poliestireno naranja. Nunca la vi escaparse, pero mi actividad ineludible al regresar del cole era buscarla por la casa, a veces durante un buen rato, hasta que la encontraba detrás del sofá o debajo del escritorio. La devolvía a su isla, le daba de comer y pasaba tiempo con ella, así todos los días.

Un día de octubre mis padres leyeron un artículo en una revista que decía que las tortugas de Florida transmitían enfermedades. Ocultándome sus motivos me hicieron una encerrona para explicarme que Perpetua tenía que hibernar, pero que no me preocupase, que volvería por sus propios medios en primavera. La mejor demostración de mi credulidad fue que no sentí desasosiego cuando la vi caer a plomo en el cubo de la basura.

Desde el 21 de marzo siguiente empecé a buscarla a diario y un día, sin más, Perpetua estaba junto a la puerta cuando regresé del cole. Había crecido mucho, tenía el tamaño de una olla. No siendo posible ya retornarla a su isla, se dedicó vagabundear por la casa en cuanto le abrí la puerta. Al principio fue muy angustioso hablar con mis padres sobre el tema, ya que se negaban a verla, incluso cuando estaba delante de sus narices. Parecían preocupados y aunque me pidieron que dejara de mencionarla delante de mi hermana, sí que me pidieron que contase todos los detalles al médico. Finalmente aprendí que mis padres estaban más tranquilos si dejaba de hablar de Perpetua por completo y me acostumbré a ignorarla si había gente delante.

He sido capaz de vivir con Perpetua todo este tiempo, pero la convivencia se ha vuelto insostenible. Uno diría que un reptil de más de dos metros no puede esconderse en una casa y, sin embargo, casi nunca sé dónde está. Me sobresalta en los momentos más inconvenientes: en el pasillo cuando voy a beber agua en mitad de la noche, o mirándome fijamente mientras me acuesto con mi mujer. Sé que quiere decirme algo, pero las tortugas no hablan y me atormenta pensar que hasta que no la entienda nunca dejará de asustarme.

Homenaje a mi Olympus SP-550

$
0
0

Estos días se cumplen diez años, ¡diez! desde que adquirí una mis más preciadas posesiones: una cámara Olympus 550-SP UZ. Se trata sin duda de una de las compras mejor amortizadas que he hecho, porque tras esos 400 y pico eurazos del ala, sigue funcionando bastante bien (algo cascadilla y deteriorada, pero aún en forma).

¡Compañera de aventuras!

Ha estado en once países (incluyendo catorce estados de EE.UU.), ha bajado a 430 metros bajo en nivel del mar* y ha subido conmigo tres “cuatromiles”; ha conocido cinco desiertos, tres pluvisilvas y ha estado en siete “hotspots” de biodiversidad global. Esta fue, además, mi primera cámara digital. Justo un par de años antes había heredado una canon EOS analógica cojonuda, con dos objetivos estupendos y que hacía unas fotos tremendas. Sin embargo, cargar con todo aquello en el campo, más prismáticos, guías de campo, etc, se me acabó haciendo muy cuesta arriba. Me decanté por la SP-550 porque en su día destacaba por ser relativamente compacta y a la vez ofrecer las bondades de un gran angular y un zoom de 18 aumentos en un sólo aparato. En pocos años aparecerían cámaras mucho más pequeñas con prestaciones similares, y aunque varias veces he estado tentado de modernizarme, la he seguido usando de forma constante y pese a los achaques ahora me niego en redondo a jubilarla hasta que siga teniendo aguante (todo parece que este verano se viene conmigo a China). Parece poco menos que indestructible, la muy jodía.

Así que nada, he pensado que sería bonito hacer una selección de diez fotos, sólo diez, que resuman esta particular relación digital. ¡Ha sido más difícil de lo esperado! Las fotos no están siguiendo ningún orden determinado ni las he elegido necesariamente por la calidad, sino por el recuerdo que tengo de ellas, intentando abarcar variedad de temas y situaciones.

Agama azul del Sinaí / Sinai Blue Agama (Pseudotrapelus sinaitus) 1. Agama azul del Sinaí (Pseudotrapelus sinaitus). Petra, Jordania

Bueno, quitémonos de en medio lo evidente: fotografiar flora y fauna fue uno de los motivos principales para hacerme con la cámara y bien podría haber hecho una selección de imágenes solo de este tipo y aún así me hubiese costado elegir. Tengo muchos recuerdos vívidos de docenas de encuentros con animales emblemáticos y este es solo uno de los que más huella me dejó. Vi al bicho en una guía de campo mientras preparaba el viaje, como una joya imposiblemente azul en el desierto y me pregunté si tendría la suerte de verlo. Recorriendo las rocas de Petra se manifestó este soberbio macho en plena librea nupcial y me esperó en un risco. Recuerdo el calor, el pulso acelerado y mis esfuerzos por contener la respiración. Me fui acercando, tomando una nueva foto según me acercaba por miedo a que cada una fuese la última y no pudiese tomar la instantánea perfecta, y el bicho me esperó igualmente hasta que me acerqué lo suficiente como para sacarle esta fotaca. No me lo creía ni yo.

Leuzea rhaponticoides. Flores2. Leuzea rhaponticoides. Detalle del capítulo. Pinar de Hoyocasero, Ávila

Si tuviese que quedarme solo con una planta fotografiada por esta cámara sería la leuzea mayor. Se trata de un endemismo ibérico bastante curioso, una planta bien grande y llamativa pero presente en muy pocas localidades. El contraste entre el color tostado del involucro y el fucsia de las flores la convierte en una de mis favoritas de la flora ibérica. Vi una foto en una guía de campo, diminuta, y me extrañó no encontrar imágenes mejores en internet, así que fui expresamente al pinar de Hoyocasero a ver si tenía suerte, con el objetivo expreso de conseguir y aportar a la red buenas fotografías de esta planta. Y fue todo un éxito. Durante muchos años, y aún hoy, mis fotos se convirtieron en las referencias digitales de esta especie. Conté todas estas cosas y un poco de la historia de su descubrimiento por Don Mariano de la Paz Graells aquí.

Dromedario de San Baudelio de Berlanga3. Dromedario de San Baudelio de Berlanga. The Cloisters, Nueva York

Esta foto merece estar aquí porque atestigua un peregrinaje muy especial que hicimos para ver en persona esta pintura al fresco, joya del prerrománico andalusí. Creada para embellecer una remota ermita soriana (la de San Baudelio de Berlanga), esta bellísima pintura fue vendida a un magnate estadounidense junto con todo el conjunto pictórico de la ermita por 65.000 pesetas. Hoy en día se puede admirar, totalmente fuera de contexto, en la sede de los Cloisters del Metropolitan Museum. La historia de por qué este fresco es especial la conté aquí.

Stoa de Atalo
4. Stoa de Atalo. Atenas

El último de mis viajes a Grecia fue especial porque como ya me conocía la ciudad bastante bien, no estaba con el ansia de querer ir a ver las “atracciones” típicas y pude recrearme tranquilamente en los lugares que más me gustaban. Hice muchísimas fotos en ese viaje, pero no sé por qué me gusta esta especialmente. Me llevó mucho tiempo hacerla, estuve jugando sin prisas con los contrastes de luces y sombras de las acanaladuras de las columnas (en un monumento que, por cierto, es una reconstrucción moderna y no tiene especial valor) hasta que di con unos ángulos interesantes. La imagen me resulta un tanto hipnótica cuando la miro durante un rato y la usé de fondo de escritorio un tiempo.

Alepense
5. Retrato. Alepo, Siria.

Varias de mis fotos de Siria reflejan lugares que han sido destruidos o que jamás volverán a ser lo mismo, pero si debo incluir algo que aquel viaje, prefiero que sea una persona. Aunque no creo que los retratos sean lo mío (apenas hago), este fue siempre mi preferido. Me da bastante corte hacer fotos a desconocidos, pero en Siria hice muchas, en parte porque la gente era muy amistosa y acababas entablando conversaciones constantemente. Me encontré con este chico tan guapo en las escalinatas de la ciudadela de Alepo. Por desgracia, mirarla hoy resulta sobre todo inquietante y desazonador. ¿Qué habrá sido de él?

Cratena peregrina
6. Cratena peregrina. La Azohía, Murcia

La compra de la cámara me pilló con la licencia de buceo en aguas abiertas casi recién estrenada, así que uno de los factores que también contribuyó a mi decisión fue la existencia de una carcasa estanca específica. Aparatosa a más no poder, muy incómoda y terrible para viajar. Sin tener demasiada experiencia buceando, lo de ir con la cámara a cuestas me supuso muchas incomodidades, pero a la larga creo que ha merecido la pena poder documentar también la flora y fauna submarinas. Este lo dejo aquí por ser mi primera y quizá única foto bonita de un nudibranquio (moluscos apreciadísimos por los buceadores debido a su gran belleza). Esta especie estaba en la portada de una guía de campo de animales del Mediterráneo que hojeaba de niño en la biblioteca. Me hace ilusión poder decirme a mí mismo que pude hacer mi propia instantánea del bicho.


7. Mañana tras la ventisca. Willimantic, Connecticut

Mi bautismo de fuego (o de nieve) en Nueva Inglaterra. La ventisca “Nemo” dejó 70 cm de nieve en una sola noche. A la mañana siguiente no podía creer lo que veía. Aún sin ropa adecuada y con la nieve por la cintura salí a empaparme de un paisaje totalmente nuevo para mí. Ya llegaría el momento en el que me daría cuenta de que la nieve en el fondo es una mierda, pero aquella mañana fue mágica. Estos son los espejos retrovisores alineados de los cochecitos de los carteros en el aparcamiento de la oficina de correos.

Puesta de sol en el Canal de Mozambique8. Puesta de sol en el canal de Mozambique. Mangili, Madagascar

Uno de los muchos momentos inolvidables en Madagascar: cuando fuimos a ver unos manglares inaccesibles por tierra a bordo de uno de los “catamaranes” típicos de la etnia sakalava. Los manglares no acabaron de ser tan estupendos como la travesía en sí misma. El velero, catamarán, o lo que sea (que podéis ver, por ejemplo, aquí), era precioso, y ver cómo lo maniobraban todo un espectáculo. De esos lugares en los que hubieses querido quedarte para siempre.


9. El otoño más increíble. Algún lugar de New Hampshire

Tengo probablemente más de cien fotografías del otoño de Nueva Inglaterra, y no puedo decidirme por ninguna que me guste más que las demás. He puesto esta, de New Hampshire (sin ningún tipo de retoque) para demostrar que en apenas tres copas casi se puede recoger todo el espectro cromático del otoño, pero podría haber sido cualquiera de las estampas de paisajes que veía cada mañana al ir a la universidad en octubre. Un día de 2015 especialmente bueno tuve que parar el coche y quedarme un rato mirando el espectáculo. Después de los años de Connecticut no creo que ningún otro paisaje otoñal pueda emocionarme con la misma intensidad.

Vistas desde la cumbre del Peñalara. 2428 m.
10. Vistas desde Peñalara. Sierra de Guadarrama

A muchos nos llena de curiosidad preguntarnos cómo nos perciben los demás como colectivo. Muchos de mis amigos estadounidenses me hacen ese tipo de preguntas, interesados por saber cómo se les ve desde fuera, algo que yo también he hecho con gente que venía de visita a Madrid. Pasar temporadas largas fuera de tu lugar de origen te da una nueva perspectiva cuando vuelves. Te resulta mucho más fácil identificar qué rasgos que antes te parecían cotidianos son lo realmente excepcional, y cuáles que tú creías especiales sólo reflejan tu provincianismo. Cada vez que vuelvo a España me pasa algo parecido con la naturaleza. Pasan a emocionarme incluso las urracas y los melojos, a los veo con una perspectiva distinta.  Mi forja como naturalista se debe en gran parte a la sierra de Guadarrama, así que me parece justo incluir aquí un recuerdo de unos paisajes que hace demasiado tiempo que no visito y que más añoro, algo que habrá que enmendar próximamente.

Este ejercicio retrospectivo me ha hecho consciente de que cada vez hago menos fotos. (Saturación de lo digital, falta de disciplina a la hora de procesarlas, la inmediatez que da el puñetero móvil…), así que a ver si retomo las buenas costumbres y quién sabe si en diez años volveré a hacer una recopilación de diez nuevas fotos ¿hechas con la SP-550?

Cosas que me pasaron en China

$
0
0


1. Asistir al congreso botánico más grande del mundo

La excusa principal por la que he pasado un par de semanas en China fue la celebración del XIX International Botanical Congress, que tuvo lugar en Shenzhen. Los IBC son por definición los congresos científicos de botánica más grandes porque están invitados todo tipo de investigadores que hagan algo con plantas: taxónomos, ecólogos, genetistas, etnobotánicos etc. Se celebran sólo cada seis años y se rodean de cierta pompa a la altura de tan solemne ocasión. Son como los juegos olímpicos de la botánica y se aprovecha, por ejemplo, para revisar el código de nomenclatura, de forma que cada nueva edición del mismo tiene el nombre de la ciudad donde tuvo lugar el IBC. Así, hace seis años en Melbourne, fue cuando se decidió ampliar las diagnosis de nuevas especies al inglés, además del latín (como conté aquí) en el llamado “Código de Melbourne”, y el año que viene entrarán en vigor las nuevas actualizaciones en el que pasará a llamarse Código de Shenzhen.

Esta era la primera vez que asistía a un IBC, y la verdad es que ha sido una gozada. Si estos congresos por definición ya son mastodónticos, los chinos han querido salirse por todo lo alto con una edición que ha batido todos los récords (más de 6000 participantes y hasta 26 sesiones simultáneas en algunos momentos). El sarao tuvo lugar en el rutilante centro de convenciones de la ciudad, y es cierto que la comparación con unas olimpiadas venía a la mente una y otra vez.

 

A este congreso llevaba dos presentaciones orales. Casualidades de la vida, las dos se programaron en el mismo segmento de tiempo en dos sedes distintas. Cuando me monté en el avión no tenia acabadas ninguna de las dos presentaciones. Que se hubiese dado sólo una de las dos circunstancias (no digamos ya ambas) al comienzo de mi carrera hubiese sido motivo suficiente para una angina de pecho (qué años locos aquellos en los que tenía tiempo de sobra, acababa la presentación dos semanas antes del congreso y dedicaba los últimos días a practicarla hasta una precisión milimétrica). Ahora me doy por satisfecho por haber sobrevivido a un verano frenético más apagando incendios. Y sí, pude dar las dos charlas tras un pequeño ajuste en el programa.

Lo mejor del congreso fue algo que no me esperaba: reencontrarme con muchas personas a las que hacía tiempo que no veía. No sé si alguna vez llegaré a reconciliarme con las vicisitudes de la vida académica, pero poder estar en un punto del globo compartiendo espacio y tiempo con algunos de los referentes científicos de nuestros días en companía de decenas de amigos y colegas muy apreciados fue una experiencia que me ha calado más de lo que esperaba. Una de las noches tuvimos un evento privado la gente de mi gremio: estudiosos de musgos, hepáticas y antocerotas, y fuimos más de 100 (ni de cerca éramos todos, pero yo nunca había estado entre tanto briólogo). Conocí a colegas que nunca había visto en persona pero con los que había intercambiado cientos de correos, me presentaron a leyendas de la briología que resultaron ser de carne y hueso, me reencontré con otros tantos y conocí a la chavalería que está empezando. Me consta que este ambiente de cordialidad entre la comunidad musgóloga es único, y es todo un orgullo pertenecer a ella.

 

Fuimos todos los que estábamos pero no estábamos todos los que éramos, o algo así, ya me entendéis

2. Descubrir el Shenzhen oculto

Shenzhen, justo al norte de Hong Kong y rozando el Trópico de Cáncer, es una ciudad china atípica. Aunque tiene unos 6000 años de historia, durante la mayor parte de este intervalo fue un simple pueblo pesquero. A partir de los años 80 recibió un estatus especial por parte del gobierno para fomentar su desarrollo económico y hoy en día es una de las ciudades más ricas del país, con 10 millones de habitantes. Se trata de una de las ciudades del mundo que ha experimentado un crecimiento más rápido, y durante un tiempo se le consideró el “Silicon Valley del Hardware”. Víctima de su propio éxito, el nivel de vida se ha vuelto tan caro allí que la industria está huyendo (¡de una ciudad china!) a otras ciudades más baratas o a países del sudeste asiático.

Vistas desde mi hotel. El rascacielos de la izquierda es el Ping An Finance Center, completado este mismo año y que con sus casi 600 metros es el cuarto edificio más alto del mundo

Shenzhen es una urbe muy occidental (o mejor dicho, muy globalizada) que no ofrece nada especialmente memorable para quien visita China por primera vez, pero hete aquí que callejeando justo por el barrio en primer plano de la foto (entre el centro de convenciones y mi hotel), di con unos vecindarios que podrían remontarse a antes de la explosión demográfica de la ciudad y que han sobrevivido a la implacable proliferación de rascacielos y moles de viviendas. Hasta altas horas de la noche, estas calles son un hervidero de niños corriendo, gente cenando en mesas en la acera, las tiendas abiertas, bicicletas y motos sin luces que circulan en dirección contraria y gente haciendo su vida como si nada.

Paseando por aquí me di cuenta de que esta estampa tan vibrante es lo que impacta de los distintos Chinatowns con los que me he topado, de Manhattan a Usera. Ya sé que es una perogrullada, pero algo encajó cuando vi (incluso en Shenzhen) el modelo del que surgieron lo que no dejan de ser meros sucedáneos. Una cultura espontánea, activa y multitudinaria, pero a la vez cotidiana, pragmática a más no poder, de escupitajos en la calle y ausencia de ceremoniosidad con el forastero (que disfruta con la libertad que da el anonimato al verse en un lugar ciertamente peculiar). El contraste con la cortesía empalagosa y falsa de Estados Unidos es brutal, y se agradece. Aquí cada uno va a lo suyo, y el mero concepto de “espacio personal” no tiene sentido. Nadie se molesta si te pasan rozando o se te cuelan en unas escaleras.

Los comerciantes pasan el día en su tienda, viendo la tele, atendiendo al vecino,… viviendo a fin de cuentas. No hay separación entre la vida personal y profesional. Cuando en la “civilizada” Europa nos quejamos de que los chinos incumplen el horario comercial y compiten deslealmente, quizá se nos pase que no hay maldad alguna en ese comportamiento, sino que inocentemente reproducen lo que para ellos es lo más normal del mundo, la única realidad que conocen. Como inmigrante no dejo de pensar que incluso ciudades como Madrid tienen que resultar especialmente hostiles para gente que ha mamado una vida así. Una noche me siento en una de esas mesitas en la acera y pido una cena con el arte ancestral de señalar con el dedo lo que parece más apetitoso de la mesa del vecino y me doy el gusto de observar discretamente el espectáculo sin que nadie me haga ni caso.

3. Comprobar la disyunción “Asa Gray”

Finalizado el IBC, me uní a uno de los viajes de campo semi-organizados por el congreso. No me apasionan mucho los viajes organizados y con gusto me hubiese aventurado con algún colega botánico si hubiesen estado libres y dispuestos, pero la falta de alternativas y el desconocimiento de la naturaleza local me convenció para intentar unirme a otro grupo de naturalistas y así aprender algo. El destino de nuestro viaje fue la provincia de Guizhou (se pronuncia algo así como “Cuiyou”), una de las más rurales y pobres, y también una de las más montañosas y con mayor biodiversidad.

Nuestra primera parada fue en el condado de Libo, donde se da uno de los paisajes característicos de esta provincia, con unas curiosas colinas calizas muy redondeadas (como dibujadas por un niño) con arrozales en la planicie que hay a sus faldas.

Este paisaje me recordó inevitablemente a una versión inmensamente más extensa de los Mogotes, en Cuba, igualmente una formación caliza cubierta por vegetación tropical (subtropical, en este caso) inaccesible y que explica la conservación del bosque. Al igual que en Cuba, este paisaje está sometido a muchas lluvias, y sin embargo, el carácter poroso de las calizas hace que curiosamente las plantas tengan que estar adaptadas a una relativa escasez de agua (algo que ocurría también en los tsingys de Madagascar de una forma mucho más pronunciada porque el clima es más seco). En concreto visitamos la reserva de Maolan, reconocida en la directivas de reservas de la biosfera de la UNESCO.

Podría contaros muchas batallitas de este lugar espectacular, pero voy a quedarme con un detalle que me gustó especialmente. El botánico estadounidense Asa Gray se percató de que la flora del este de EE.UU. se parece mucho más a la flora del este de Asia que al propio oeste de Norteamérica. Muchos de los géneros de plantas son compartidos entre estas dos regiones, hasta el punto de que si se está familiarizado con la flora de una de ellas, pasear por la otra puede dar algún que otro déjà vu. Un dato menos conocido es que, en menor medida, también el este del Mediterráneo contiene algunos vestigios de esta flora arcaica.

Pues bien, en una de las riberas de Maolan encontramos Liquidambar formosana (izquierda), un árbol muy chulo de hojas trilobadas cuyo género encarna muy bien esa disyunción. Es una de las tres (creo) especies asiáticas que tiene su reflejo en el este norteamericano con Liquidambar styraciflua, un árbol que conozco bien porque se planta mucho en jardines por aquí y al que he visto en su hábitat natural en Louisiana, Carolina del Sur y Georgia (en ese caso las hojas tienen cinco puntas, no tres). Para acabar de rizar el rizo, este es uno de los pocos géneros en los que se da la disyunción extendida y está presente de forma testimonial en algunos enclaves muy reducidos de Anatolia, uno de los cuales pude visitar en 2006. Por lo tanto, ya puedo decir que he visitado los tres centros de la disyunción y me he hecho este mapita de mis observaciones en iNaturalist para celebrarlo.

4. Comer orugas fritas

Desde el punto de vista gastronómico, este viaje ha sido una delicia. Más allá de los clichés de la comida china que consumimos en occidente, cada comida o cena han sido oportunidades de probar frutas y verduras totalmente desconocidas (fruto de loto, pitahayas, lechugas chinas,…), carnes (pollo, cerdo y pato, sobre todo) preparadas de formas apetitosas a veces, y en formatos menos familiares otras (cabezas de pato guisadas, patas de gallina fritas,…) pero también muy ricas. Sopas, guisos, ensaladas,… de verdad que, en general, una pasada.

Ahora bien, lo realmente memorable fue cuando, paseando por la noche en la ciudad de Libo, en uno de tantos puestecillos de comida me encuentro con esto:

Si ampliáis veréis que lo de la izquierda son cigarras, lo del centro saltamontes y lo de la derecha orugas de lepidóptero. De pasada le hice solo una foto y seguí mi camino, pero unos segundos después pensé que quizá esta era una de esas oportunidades en las que se te brinda hacer algo insólito que luego no se te vuelven a presentar. Así que, para fascinación del resto de la cuadrilla botánica, le hice gestos a la cocinera de que quería probar las orugas y las cigarras (los saltamontes tenían “muchas alas” y me dio demasiado yuyu).

Al principio hubo cierto desconcierto sobre mis intenciones y ya me estaban intentando sentar en una mesa para ofrecerme una cena completa. Por suerte, un chaval andaba por ahí con una de estas aplicaciones de traducción directa (ya sé lo que mis amigas traductoras pensarán de esto, pero es lo que hay) y dejé claro que sólo quería probar. Mi idea era simplemente pillar al vuelo los bichejos y degustarlos mientras me durase la enajenación mental, pero no conté con que necesitaban de cierta preparación, así que hubo unos larguísimos minutos de espera durante los cuales conseguí mantener estoicamente mis intenciones. La buena mujer cogió un puñado de orugas y tuve que convencerla que, de verdad, sólo quería probarlas. Durante la espera le pregunté al chico que si no podía directamente comerme una sin pensármelo mucho. Escribió una parrafada en chino que la aplicación tradujo como “puedes comerlas así si quieres, pero no te van a gustar”, la rotundidad de semejante afirmación me pareció suficientemente convincente para tener algo más de paciencia. Finalmente, la cocinera me trajo esto.

Y he aquí la evidencia de que cumplí mi propósito para regocijo de propios y extraños.

 

Bueno, y a ver ahora cómo explico esto. La cosa es que estando ambos bichos fritos, apenas tenían sabor propio, era pura fritanga. De hecho casi me decepcionó no encontrar algún tipo de sabor nuevo, aunque hubiese sido asqueroso. Las orugas, sinceramente, a lo que más me recordaron fueron a patatas fritas diminutas. Algo crujientes por fuera y con un contenido pastoso pero muy neutro, como a fécula de patata. Las cigarras eran mucho más crujientes pero el exoesqueleto no era incómodo de masticar ni era desagradable al gusto (disclaimer: sólo me comí el abdomen). En este caso me supieron más como a gambas rebozadas. De nuevo, nada de sabores extraños ni novedosos, todo es puro prejuicio cultural de llevarte un bicho a la boca. Aunque insistí en pagar algo, me invitaron al piscolabis, imagino que el espectáculo ofrecido debió satisfacerles suficiente.

5. Recrearse en el comunismo vestigial

Ya he mencionado antes algunos elementos del carácter chino que me han gustado mucho, sobre todo estando inmerso en la sociedad estadounidense, a menudo tan superficialmente algodonosa, llena de cortesía de gomaespuma y “kind reminders” pasivo-agresivos. Espontaneidad, pragmatismo, sinceridad… en China la gente va a su bola, sin preocuparse de normas ni convenciones. Sin embargo, la gran contradicción con la que choca el carácter chino es justamente con su pasado comunista. De vez en cuando la vida en China se ve salpicada por momentos absurdamente rígidos, controles de seguridad, disciplina marcial e iconografía kitsch.

Murales en una zona industrial reconvertida en centro cultural en Guiyang

La primera mañana al bajar al lobby del hotel para preguntar por el centro de convenciones, había ya montada una mesa con el logo del congreso y, tras ella, siete (¡siete!) voluntarios uniformados con unas camisas muy monas. En cuanto me acerqué a ellos, se levantaron al unísono, casi cuadrándose, dispuestos a orientarme (con todas sus buenas intenciones, porque resultó que todos ellos hablaban exclusivamente chino). Este tipo de excesos, gente con empleos superfluos, de pie en las esquinas, como vigilando pero sin hacer nada (durmiéndose, de hecho, al acabar el día), cuadrillas de guardias armados patrullando el congreso y controles de seguridad en los lugares más insospechados, me parecieron en efecto vestigios comunistas pero que por otra parte no encajaban nada en la forma de ser de los chinos. Controles, además, bastante inútiles: conocí a un investigador que trabaja con madera y que en su maleta (que tuvo que meter dentro del congreso el último día porque su vuelo salía por la tarde) contenía un serrucho. Nadie le dijo ni pío tras pasar por los rayos X.

El momento culminante del reencuentro con el comunismo pop fue la visita al museo de la Larga Marcha que hay en Tuchengzhen. Por allí fue donde Mao y el Ejército Rojo despistaron al ejército de la República de China cruzando cuatro veces el río Chishui.

 

El museo en sí mismo no tiene especial interés si no sabes leer chino excepto por un impresionante conjunto monumental con los protagonistas del suceso (parecía bronce, pero lo mismo era corchopán) y una maqueta luminosa donde te contaban los movimientos del Ejército Rojo en la zona. Lo mejor, por supuesto, era la tienda de souvenirs.

Mis favoritas son las de forma de corazón (izquierda)

6. Aprender de los mayores, para bien y para mal

Lo del viaje de campo organizado fue una cosa curiosa. Nos juntamos un grupete majo bastante diverso de al menos diez nacionalidades distintas, en general con una media de edad bastante alta (no sé si la gente joven cada vez está menos interesada en el campo o que el viaje era muy caro). Entre nosotros había distintas personalidades, pero ciertas actitudes de la gente más madura siempre me hacían sonreírme: gente que rechazaba de plano las redes sociales, que criticaba el uso del teléfono móvil, que (pese a cumplirse ya casi 20 años del primer APG, o clasificación de las angiospermas basándose en filogenia molecular) seguía recelosa del uso del ADN para mejorar la taxonomía. Había incluso quien se quejaba porque todo estuviese en chino y porque al preguntar a la mayoría de los extraños por la calle, nadie supiese inglés. Pensando en alguna persona en concreto, bajo esa máscara de gruñonería y suficiencia, lo que veía en el fondo era una vulnerabilidad manifiesta ante el siglo XXI, incluso entre gente supuestamente bien viajada.

Casualidades de la vida, nuestro grupo incluía también a Friedrich Ehrendorfer y su mujer Luise. Este nombre quizá no os diga nada pero es uno de los autores del famoso Strasburger, uno de los libros de texto de botánica más usados en España (en las ediciones más recientes, él ya no participó, pero en la que yo usé en mis años mozos, sí). Este señor, discípulo nada menos que de Stebbins, acababa de cumplir 90 años y sin embargo nos dio una lección a todos de cómo se va a un viaje de campo. Tanto él como su mujer formaban un equipo perfecto, llevando notas minuciosas de todas las especies encontradas, fotografiando todas las plantas y llevando al día y actualizando todas las observaciones (botánicas, paisajísticas, sociales, etc) del viaje, como queriendo estrujar cada momento. Recuerdo en concreto momentos de pereza generalizada en un autobús y a él, poniéndose de pie en el pasillo, cámara en mano, y acercarse con dificultad a la parte delantera del vehículo para tomar una buena imagen del paisaje. Quizá como no podía ser de otra manera, esta pareja entrañable y de trato magnífico nos tenía a todos encandilados con su excelente talante y buen ánimo en todo momento.

Tuve la suerte de tener un par de charlas con él, unos encuentros que me gustaron especialmente. Hablamos de la importancia de resolver las cuestiones más fundamentales de la filogenia y se confesó admirado de las capacidades técnicas actuales que habíamos podido disfrutar en el congreso y que eran a su juicio “muy superiores” a los métodos anteriores. Mencionó entre risas los años locos en los que estaba de moda la fenética. También le pregunté por Stebbins. Según él, fue quizá la última persona que fue capaz de tener un dominio personal puntero de las distintas ramas de la botánica evolutiva, en parte por sus capacidades individuales y en parte porque a partir de cierto momento la expansión del conocimiento hacía imprescindible especializarse más.

Es curioso cómo el viajero más mayor de toda la cuadrilla era uno de los que estaba más receptivo a los últimos avances científicos, uno de los más activos aprovechando la experiencia y quizá de los que más disfrutó el viaje. Un claro contraste con otra gente no tan veterana, y sin embargo mucho mas gruñona. Aunque no tenga nada que ver con China, conocer a nuevas personas me sirvió también como recordatorio personal de que la vida es una exploración continua en la que nunca hay que dejar de poner al día el cuaderno de campo y en la que siempre habrá cosas nuevas que descubrir.

Foto sin venir a cuento del pabellón Jiaxiu en Guiyang (finales del siglo XVI, dinastía Ming) y de su reflejo en el río Nanming, porque no sabía dónde colároslo

7. Encontrar “el musgo que emocionó a Elizabeth Britton”

Una de las últimas paradas del viaje fue en el monte Chishui, uno de los enclaves donde se da el paisaje “Danxia”, supuestamente exclusivo de China, reconocido por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. Nuestro guía no sabía muy bien cómo describir qué eran las formaciones Danxia, y por sus palabras (calizas que se ponen así como rojas) yo me temía que iba a ser como la Serranía de Cuenca y que lo de la exclusividad petrográfica china iba un poco de farol. El paisaje Danxia resultó ser, sin embargo, unas rojísimas areniscas (no calizas) cubiertas por un denso bosque en el que se mezclaban elementos subtropicales (palmeras, ficus, Schefflera, la versión salvaje del té,…) con géneros de zonas templadas (robles, Castanopsis -fagáceas asiáticas- y cupresáceas como la imponente Cunninghamia).

 

Aquí los briólogos estuvimos entretenidos con todo tipo de delicias especialistas de las areniscas incluyendo Bryoxiphium norvegicum, el musgo espada.

A este musgo le tenía ganas porque ando con la intención de encontrarlo en cierto lugar donde estoy seguro que está pero nadie lo ha visto aún. De momento esta es la primera vez que lo encuentro en la naturaleza y hay varias cosas curiosas que comentar de él, pero como esto está quedando un poco largo sólo diré que, aparentemente, este fue uno de los motivos que inspiró a la célebre brióloga Elizabeth Britton a dedicarse a estas plantas. Si todo sale bien algún día podré extenderme más sobre algunas curiosidades de este caramelito.

8. Pasar una noche en Shanghai

Cuando compré los billetes de avión, todas las combinaciones y trasbordos parecían horribles. Algunos vuelos me daban escalas muy largas o muy cortas. Lo malo de las escalas largas es que pasas mucho tiempo aburrido en el aeropuerto de turno. En este viaje he aprendido que las escalas largas dejan de ser aburridas si tienes la suerte de que sean MUY largas. La primera vez que el buscador de vuelos me ofreció una escala de 22 horas en Shanghai bufé de fastidio, pero luego lo pensé mejor: 22 horas es tiempo suficiente para poder disfrutar algo de Shanghai, una ciudad que no entraba en mis planes, así que al final opté por tener una despedida urbana del viaje.

Pude coger así el Maglev, el famoso tren de levitación magnética que une el aeropuerto con el centro urbano y que, con velocidades punta de 430 km/h, es el tren comercial más rápido del mundo. Llegué luego en metro hasta mi estación y, esta vez sí, pude disfrutar (ya solo y sin guía ni grupo) de esa sensación que echaba de menos de estar en una ciudad extraña en la que nadie va a entenderte más que a través de señas.

Shanghai fue la ciudad más cosmopolita de las que he visitado, con algunas señales de calles en inglés y con una mayor proporción de occidentales y de gente de otras culturas. En el centro aún sobreviven edificios de la época colonial, y hay callejuelas que parecen rurales y remotas. Sin embargo, la atracción que parece atraer más gente y la visita imprescindible, es de una aglomeración que asusta.

The Bund es el paseo a la ribera del río que recorre algunos de los edificios históricos de la ciudad. La principal atracción, sin embargo, está al otro lado, en el barrio de Pudong, el centro financiero de la ciudad que ofrece el famoso skyline:

La verdad es que es un espectáculo que impresiona. No sólo por la imagen en sí, los rascacielos con luces de colores y los barcos recorriendo el río Huangpu, sino por la propia atmósfera. La aglomeración de gente es tan grande que en cierto momento de la noche incluso hubo policías para regular el tráfico. En uno u otro momento, cada una de esas personas nos esmeramos en retratar y retratarnos en aquel lugar. Es como si cada uno de nosotros, con nuestras pantallitas y cámaras tuviésemos la misma misión de dejar constancia de nuestra presencia allí. Por supuesto se puede hacer la crítica implícita de dar más importancia a la foto que a vivir en primera persona la experiencia, pero quizá animado por las enseñanzas del punto 6, también quise apreciar lo extraordinario que era aquel fenómeno que tan bien está reflejando la realidad del mundo actual: desde aquel lugar, miles de personas estaban produciendo otras tantas miles de imágenes, compartidas (preferentemente a través de Wechat, la onmipresente red social china, pero también de este humilde bloj, por ejemplo, unos días después) con otras tantas miles de personas que no estaban allí presencialmente, pero que de alguna forma también estaban siendo partícipes de aquella noche aunque fuese de forma virtual.

Alguna vez he dicho que quizá cada cierto tiempo el mundo ha tenido una ciudad que ha sido, a todos sus efectos, La Ciudad, el ombligo del mundo, el centro neurálgico y el escenario de la historia durante sus propios momentos dorados: Roma, Constantinopla, Córdoba, París, Londres, Nueva York,… Si, como algunos dicen, China está llamada a ser el nuevo país hegemónico, quizá Shanghai se convierta en ese nuevo escenario global y capital del mundo. Le falta aún mucho para adquirir el cosmopolitanismo de Nueva York o Londres, pero si alguna vez sucede no dudo que será una digna sucesora. A mí al menos, en el breve lapso de tiempo que pude disfrutarla, me fascinó.

 

Diarios del Midwest (1)

$
0
0

Fuente: QC Times

4 de julio de 2017. Los parques y paseos fluviales de Rock Island y Davenport están llenos de gente esperando al espectáculo de fuegos artificiales del Día de la Independencia. Lo que da a esta celebración un toque especial es que los fuegos se lanzan desde barcas en el propio río Misisipi, entre Illinois y Iowa, con el reflejo en el río y el skyline de la ciudad que te pille enfrente. Había visto algunas fotos como la que os pongo aquí y tenía ganas de disfrutarlo en persona. Los fastos del 4 de julio me parecen un momento único para ponerte tranquilamente en una esquina y observar al personal desarrollarse en su esencia más ingenuamente provinciana. Se parecen más a las fiestas mayores de tu pueblo que al tópico que nos viene a la cabeza con Will Smith matando extraterrestres. La gente se lleva sus sillitas plegables y sus bocadillos, a la fresca, esperando. El despliegue en sí me deja ambivalente. Visualmente no decepciona, pero lo entorpece todo la manía que tiene esta gente de poner música a la pirotecnia, cosa que en sí no es un problema siempre que la sepas acompasar… y no es el caso. Las explosiones se suceden arrítmicamente mientras suena un batiburrillo de Beyoncé, Justin Bieber, y el himno nacional, acompañado de gritos de “Oh yeah!” que acaban dándole a todo el sarao una atmósfera un tanto cómica. Bienvenidos al Midwest.

Retomo el bloj para contaros algunas de las cosas que me pasan por aquí y para dejar prescindible constancia de mis descubrimientos en este rincón del mundo. En los posts de esta serie ahondaré, hasta que el cuerpo aguante, en los estereotipos y sorpresas de la zona, curiosidades de historia, sociedad y naturaleza, y batallitas varias de abuelo cebolleta.

El Midwest (derecha) no es Nueva York, ni California ni ninguna de las zonas que estamos más acostumbrados a ver en las películas. Sabréis de él quizá que es muy, muy grande y muy, muy llano y esto agobia un poco al principio cuando eres nuevo en un área tan grande y necesitas alguna referencia para anclarte y empezar a ir diferenciando dónde está cada cosa. Ya me pasó en su día con Nueva Inglaterra: no especialmente montañosa, todo lleno de bosque, y todos los pueblos aparentemente intercambiables. Con el tiempo, si eres como yo, necesitas sentir los referentes geográficos e históricos, y cuando los encuentras te vas dando cuenta de que cada lugar del mundo es único.

Más adelante contaré cómo para un castellano de pro lo de las planicies agrícolas no debe representar mayor problema, pero si tengo que empezar contando cómo empecé a dar sentido al territorio a mi alrededor, por narices tengo que empezar con el verdadero e indiscutible eje vertebrador de toda la zona: ¡el puto río Misisipi! Porque sí, lo de vivir justo al cuarto sistema fluvial más largo del mundo tiene sus cosas interesantes y da para contar.

En concreto os escribo desde una de las partes del río en el que el cauce se desvía caprichosamente al oeste, formando la característica “nariz” del Chef Mimal en el estado de Iowa. Pues sí, el Misisipi fluye aquí de este a oeste y deja dos ciudades al norte (Davenport y Bettendorf, en Iowa) y dos al sur (Rock Island y Moline), que en conjunto conforma el entorno urbano de las Quad Cities, con unos 400.000 habitantes. Rock Island y Moline limitan al sur con el Rock River, un afluente del Misisipi, por lo que acaban siendo una suerte de península.

En el tramo del río entre el centro de Rock Island y de Davenport, existen dos puentes, el del centenario (contruido entre 1938 y 1941) con una silueta característica de cinco arcos, y el del arsenal, que data de 1896 y del que hablaré luego. En el río queda la isla del arsenal, un territorio que aunque técnicamente pertenece a Illinois, está bajo el control del ejército, que tiene allí un cuartel.

 

Puentes del centenario y del arsenal

Panorámica del Misisipi entre los dos puentes, vistas desde Davenport (Iowa)

Lo mismo pero desde Rock Island (Illinois). Este tramo del río es muy estrecho (unos 620 m), para nada representativo de la anchura del cauce del Misisipi, otro día os cuento por qué

Ruta de la “Grand Excursion” con motivo de la inauguración del ferrocarril de Rock Island. Fuente: Roseman & Roseman (Eds.) 2010. Grand Excursions on the Upper Mississippi River. University of Iowa Press

Diría que una de las cosas que hace de este lugar un sitio interesante es que fue una intersección crítica entre el transporte por ferrocarril y por barco. En efecto, el ferrocarril alcanzó el Misisipi por primera vez en Rock Island, y a esta línea se le dedicó incluso una canción folk (aquí la podéis ver interpretada por Johnny Cash, nada menos). Esto ocurrió en 1854, y con motivo de tan singular acontecimiento se organizó un viaje promocional conocido como The Grand Excursion al que se invitó a todo tipo de periodistas, políticos y personalidades de la costa este. A los invitados se les convocó en Chicago, donde estrenaron el tren hasta Rock Island. Ocho horas se tardaba entonces, un trayecto que hoy se hace en dos horas y media por carretera. Una vez en Rock Island embarcaron en los típicos barcos de vapor (steamboats o steamers, cuya imagen asociamos a la navegación por este río) y remontaron el cauce hasta llegar a Saint Paul (Minnesota) unos días después. En aquellos tiempos toda esta parte del país se antojaba remotísima y salvaje, y esta “gran excursión” tenía mucho de propaganda política y de declaración de intenciones sobre la doma y control del territorio, muy recientemente arrebatado a las poblaciones nativas. De hecho, en la isla del arsenal había originalmente un fortín estadounidense durante la Guerra de 1812 y otros conflictos posteriores que acabaron constituyendo la derrota definitiva de la mayoría de los pueblos nativos de la zona, y en particular de los sauks. Hoy en día, el líder sauk Halcón Negro sigue protagonizando muchos de los topónimos de la zona (e incluso hoteles y bancos locales), lo cual me parece un poco hasta de mal gusto: no creo que le hiciese mucha gracia si levantara la cabeza.

Los steamers cayeron en desuso después del crack del 29, pero se conservan algunos con propósito puramente turístico, para celebrar eventos, o como casinos flotantes, aunque sólo una minoría son históricos y muchos menos aún siguen propulsados por vapor. Pese a todo, a este estilo de naves se les sigue llamando steamers funcionen o no a vapor. A esta altura del río existen unos cuantos. Alfredo y yo tuvimos ocasión de viajar de gorra en el Celebration Belle (izquierda), y la verdad es que fue una experiencia curiosa pese a que se trata de una embarcación de factura reciente.

Sin embargo, la navegación en el Misisipi es de hecho muy activa pese a la desaparición de los steamers, y se debe sobre todo al transporte de mercancías mediante gabarras (barges, que las llaman aquí), que se popularizaron a partir de la I Guerra Mundial. Las gabarras constan de un remolcador de empuje (me perdonen ustedes el oxímoron, pero al parecer ese es su nombre en español) y una carga dividida en enormes compartimentos rectangulares que normalmente se usan para el transporte de grano y materias primas.

La típica gabarra del Misisipi

Estas embarcaciones están estandarizadas y se ven por todo el río Misisipi y muchos de sus afluentes. Uno de los motivos del tamaño estándar de las gabarras es que, como quizá sepáis, o no, en el curso alto y medio del río Misisipi el agua no fluye libremente, sino que su flujo está controlado por un sistema de presas y exclusas. Esta iniciativa se realizó, creo, durante los años 30 del siglo pasado precisamente para facilitar la navegación y evitar zonas de rápidos (de hecho en Rock Island había unos rápidos hasta que se represó el río). Los puntos del río con presa y exclusa están numerados del 1 al 26 y son uno de los elementos de ingeniería más característicos de esta zona del país. En las Quad Cities está el sistema de presa y exclusa número 15, que se ve aquí desde el aire y que converge precisamente con el puente del arsenal.

Lo interesante de esto es cómo se articulan las distintas circulaciones (fluvial, peatonal, ferrocarril y tráfico rodado) y cómo se mantiene la diferencia de nivel entre las dos secciones del río. Esto último se hace a través de una presa dividida en segmentos con una serie de elementos parabólicos que hacen fluir el agua en bucles antes de liberarla por debajo (roller dam). Este sistema se usa para generar algo de electricidad, y además las secciones pueden alzarse durante épocas de crecidas (como en la foto de arriba a la derecha) para que el agua fluya libremente. Como dato curioso, la de las Quad Cities es la presa de este tipo más grande del mundo.

El puente del arsenal tiene un carril peatonal y para ciclistas, una carretera de doble sentido, y una doble vía de ferrocarril (por encima). Cuando toca dejar paso a la gabarra de turno, la sección más meridional del puente se gira permitiendo que las embarcaciones hagan uso de las exclusas. Llevo meses con la idea de hacer un timelapse, pero como no sé si me va a dar por ponerme, os pego este de la Wikipedia y os hacéis una idea. Lo de quedarse esperando en el puente a que pase la gabarra es una de las vicisitudes más típicas de la vida en las Quad Cities. La espera puede prolongarse 20 minutos o más, así que como vayas con prisa siempre es mejor ir por el puente del centenario. La otra precaución que tienes que tener con este puente es que, puesto que está bajo la jurisdicción del gobierno federal (por pertenecer al ejército), más te vale que no te pongan una multa en él, porque te crujen. Esto se aplica también a ir sin casco por el carril ciclista (prohibido en el puente, pero permitido en Iowa e Illinois), algo muy habitual porque este puente conecta las rutas ciclistas fluviales de ambas márgenes. No sé si esto es leyenda urbana o no, pero hasta la fecha no he visto ningún control en el puente.

 

Estas fotos son del verano pasado, en una espera cuando el carril ciclista estaba muy solicitado y se hizo hasta cola al cerrarse el puente. Como se puede ver lo de la obligatoriedad del casco no se toma totalmente en serio.

A pesar de que este proceso parezca lento y tedioso, el transporte fluvial de mercancías sigue manteniéndose por una razón muy sencilla y quizá inesperada: su eficiencia. La relación entre carga transportada por cantidad de combustible le da sopas con hondas a la de transporte por carretera o ferrocarril, y por tanto contamina relativamente poco. Otra curiosidad: el operario de la exclusa permitirá el paso de cualquier embarcación que lo solicite de forma gratuita, ¡cualquiera! (como si vas en kayak). Eso sí, en caso de que haya más de una nave, existe un rígido reglamento sobre quién tiene prioridad del uso de las exclusas y el cruce de las mismas tiene lugar por riguroso orden. Creo que me dijeron que las naves del gobierno tendrían prioridad sobre todas las demás, pero no me acuerdo bien. Con buen tiempo no es nada raro ver varias gabarras esperando su turno a ambos lados de las exclusas.

Panel con las insignias de las distintas compañías de transporte fluvial (para que te entretengas identificándolas desde la distancia, si te apetece)

En fin, que toda la vida en las Quad Cities se vertebra alrededor del río, y que como entorno gana muchísimo gracias a él y eso queda patente desde que te instalas. Sin embargo, mi verdadero descubrimiento del Misisipi tuvo lugar cuando un colega geólogo nos llevó en su barco de campo a navegar río abajo, por canales naturales de distintos islotes, llenos de bosque, totalmente inaccesibles de otra manera.

El bosque de ribera del Misisipi a estas alturas de su cauce está dominado por arce plateado (Acer saccharinum), inconfundible por sus hojas produndamente lobuladas y su envés gris. Este arce soporta muy bien tener las raíces sumergidas y en las riberas, durante las crecidas, no es raro ver los bosques completamente inundados. No se debe confundir con el arce azucarero de la bandera de Canadá (Acer saccharum), aunque al parecer también le debe su nombre a producir algo de sirope, de mucha menor calidad.

 

Y fue aquí donde empezamos a ver las colonias de pelícano blanco americano (Pelecanus erythrorhynchos). Aunque los pelícanos son muy comunes en verano y se ven a todas horas desde la ciudad, estos encuentros fueron espectaculares y muy emocionantes. Estos bicharracos llegan a tener una envergadura ¡de casi tres metros! y resultan impresionantes de cerca. Sus poblaciones se vieron muy mermadas durante la época del DDT, pero en las últimas décadas se han recuperado espectacularmente.

 

El río es una gozada para los ornitólogos. Los pelícanos son quizá mis aves favoritas de aquí, pero tengo que recordar que las águilas calvas se ven por docenas en invierno, y en general se dejan ver todo tipo de aves acuáticas. Esta excursión me abrió los ojos a una parte del río que sigue indómita, salvaje e innacesible a pesar de todas las presas y puentes. Me hizo pensar en lo que tenía que ser todo esto antes de la colonización: una auténtica selva. Esta reminiscencia de un Misisipi aún más salvaje e indómito la volvería a encontrar en otros viajes que haría más adelante y de los que os hablaré en otra entrega.

Pero como esto me está quedando ya muy largo, acabo con una frivolidad. Ya iré contando más detalles microsociológicos sobre el Midwest, pero uno que llama la atención es el complejo de falta de sofisticación. No lo voy a abordar en este momento, pero voy a dejar caer un detalle sobre… pizzas. Lo de las pizzas en EE.UU. es curioso, porque aunque se parecen poco o nada a las que encuentras en Italia, los estadounidenses se las acaban tomando tan en serio que han generado sus propios estilos, que protagonizan encendidos debates sobre cánones y purezas. Véanse los estilos más famoros, el de Nueva York (psé) y el de Chicago (una guarrada), cada uno con sus seguidores y detractores. Pues bien, aquí donde les veis, en las Quad Cities tienen su propio y original estilo de pizza caracterizado por (atención que vienen curvas) poner el queso encima de todo lo demás, y cortarlas en tiras en lugar de en porciones radiales.

Os dejo a vosotros la interpretación de esta innovación gastronómica y motivo de orgullo culinario. Para que quede claro: sigo cocinándome todo yo mismo.

Apuntes sobre científicas heroicas

$
0
0

En el último número impreso de Principia nos propusimos que el tema de la revista fuese la contribución de mujeres extraordinarias al mundo científico. Esto en sí no era nada nuevo para nosotros, ya que en Principia (y en JOF, su predecesora) hemos tenido de forma constante redactoras (y redactores) que en cada número se han hecho eco de las protagonistas, a menudo olvidadas, de la historia de la ciencia y la cultura. El objetivo que nos propusimos fue el de publicar por primera vez para nosotros un número que estuviese protagonizado exclusivamente por mujeres, pero sin que ninguna de ellas fuera el típico comodín que todos ya conocemos (Marie Curie, Rosalind Franklin, etc). Se trataba de contar una serie de historias fascinantes sobre la interacción del ser humano con el conocimiento, y a nuestro equipo artístico se le pidió que se tratase a las protagonistas como los cómics tratan a los superhéroes.

El número por fin está disponible (¡compradlo!), pero si me dejo caer por aquí es para hacer algunos comentarios, quizá de perogrullo, sobre aspectos que me han llamado la atención al trabajar con estas 24 historias entre bambalinas.

Una de las ideas centrales del número era el de mostrar las historias desde un punto de vista heroico y positivo pero sin convertir el machismo en el tema en sí de las historias, sino que seguiríamos centrándonos en la dimensión científica de las historias como punto focal. Mi sorpresa, tanto con mi propia contribución como editando el resto, es que sencillamente fue imposible ignorar el papel del machismo. Tras empaparse de la biografía de muchas de nuestras superheroínas, no sólo resultaba injusto ignorar la multitud de zancadillas y obstáculos que tuvieron que superar. Nada nuevo hasta aquí en sí mismo, pero oye, fue lo que pasó. Lo que no me esperaba era hasta qué punto han sido frecuentes los descubrimientos o investigaciones de relevancia capital liderados por mujeres de los que no tenía ni idea (y debería, por ejemplo, por estar relacionados con la biología). Es inevitable preguntarse hasta qué punto los sesgos relacionados con el género (incluso involuntarios) están detrás de un recuerdo selectivo sobre quién y cuándo aportó algo a una disciplina.

La otra cosa que me ha llamado la atención es el papel de las parejas. Varias de las protagonistas de este número tuvieron como pareja sentimental a un hombre interesado y especialista en su misma disciplina. Esta circunstancia fue un arma de doble filo. Por un lado, tener a alguien que compartiese sus intereses y sus pasiones pudo hacer más fácil el desarrollo académico de la científica de turno, alguien que valorase y apreciase su valía. En muchos casos se dieron estupendos dúos investigadores que fueron fructíferos durante décadas. Sin embargo, estas parejas casi sistemáticamente se percibían desde fuera de una forma muy diferente, contando los éxitos de él como los genuinos y pasando ella a la historia a menudo como “la mujer de”, pasando su labor intelectual a ser casi una curiosidad o un adorno de la de su marido.

Uno de los casos en los que se dio esta circunstancia fue justo en la biografía de la botánica sobre la que escribí: Elizabeth Britton (Elizabeth Knight en sus tiempos de soltera). Elizabeth se casó con Nathaniel Britton y ambos tuvieron una fructífera carrera botánica conjunta. Como tándem funcionaron estupendamente, pero a pesar de los casi 300 artículos científicos de Elizabeth y de su papel de liderazgo en la que seguramente fue la mayor contribución de este matrimonio (la creación del Jardín Botánico de Nueva York), la que acabó como segundona fue ella: pese a que los dos acabaron trabajando en el jardín botánico que ellos mismos habían hecho posible, ella nunca cobró un duro por su trabajo, detalle que aún no he terminado de asimilar.

En fin, que nada de esto son necesariamente noticias frescas, pero que aunque había acabado muy satisfecho con este número pero no había podido compartir estas conclusiones, pues las dejo caer por aquí a ver qué os parecen.

Diarios del Midwest (2)

$
0
0

Cómo me perdí el eclipse total más visto de la historia
(Dramita TRAGEDIA en seis actos)

Han tenido que pasar más de diez meses para que las heridas que me dejó en el alma el aciago 21 de agosto de 2017 hayan cicatrizado lo suficiente como para que pueda compartirlos con vosotros. Aquel día tuvo lugar un esperado eclipse total de sol: la sombra de la Luna proyectada sobre la Tierra atravesó Norteamérica de costa a costa en uno de los espectáculos más celebrados que pueden verse en nuestro planeta y para el que me llevaba preparando casi dos años. Como sois gente perspicaz y despierta ya os imagináis que esta historia no acaba bien, así que si os queréis unir a mis lamentos, o echaros unas risas, allá vamos.

Acto 1. Proemio
Lo de que ver un eclipse total de sol es algo que quiero experimentar antes de morirme  lo tengo cristalino desde hace mucho, pero claro, a no ser que te sobre el dinero o seas uno de esos adictos a los eclipses, raramente te planteas viajar una gran distancia para presenciarlo. Es más bien una de estas cosas que confías en que quizá en el futuro no te vaya a pillar demasiado mal. Hay que aclarar que, por supuesto, me refiero específicamente a estar en recorrido de la totalidad, o como queráis llamarlo: el corredor que queda totalmente a la sombra de la Luna, donde se puede ver la corona solar, etc etc. Si no tienes claro por qué un eclipse parcial al 99% es cualitativamente distinto a experimentar la totalidad, busca un poco por ahí que internet está lleno de fricazos encantados de explicarte por qué es una de las experiencias más extraordinarias que puedes vivir. Pero aquí vamos al drama: yo ya había visto varios eclipses parciales, e incluso el eclipse anular que fue visible desde Madrid en octubre de 2005 (inolvidable), pero yo quería, obviamente, la totalidad, el caviar.

Lo de que en 2017 había un eclipse solar que pasaba por EE.UU. no me acuerdo muy bien desde cuándo me sonaba, y la idea vaga de intentar hacer un viajecito a la totalidad siempre me había seducido, pero quizá la primera vez que me percaté de que iba a estar viviendo en Illinois cuando vi el mapa del camino de la totalidad, las piezas encajaron .

Por primera vez, un eclipse total iba a pasar muy cerca de donde presumiblemente me iba a encontrar en la fecha indicada. ¡Incluso sin moverme de casa más del 90% del disco solar llegaría a ocultarse! Se trataba de una oportunidad única que no se podía desaprovechar y la idea se hizo firme en mi interior: el 21 de agosto de 2017, yo tenía que estar debajo de la sombra de la Luna e iba a hacer todo lo que estuviese en mi mano para conseguirlo.

Acto 2: Preparativos

Como soy de naturaleza intensita, lo del eclipse me lo tomé demasiado en serio desde el principio. Incluso a pesar del resultado puedo decir que disfruté mucho de todos los preparativos y que en cierto modo estoy orgulloso de ellos; hice todo lo que estuvo en mi mano por que el día fuese un éxito. Hay algo único en prepararte para algo así, un contraste brutal entre la previsibilidad demoladoramente exacta, precisa e inmutable del acontecimiento en sí, que ocurrirá con un rigor cronométrico, perfectamente predecible, y de todas las variables que tú tienes que poner de tu parte para que exactamente en un día y en una hora estés en el lugar indicado.

Lo primero fue elegir la zona idónea. Había con años de antelación mapas muy precisos de por dónde iba a pasar el eclipse (esta página web estaba llena de recursos, y cómo no, se debe usar el el famoso mapa interactivo de eclipses, extraordinariamente preciso). A este eclipse ya se le estaba llamando “El gran eclipse americano” (ya sabéis que a peliculeros no les gana nadie), y se esperaba lógicamente una gran afluencia por pillar tan a huevo a mucha gente de Estados Unidos, efecto que seguramente sería amplificado por redes sociales, etc. De hecho, los eclipses son un tipo de acontecimiento muy singular en la que mucha gente se agolpa en lugares muy concretos (a menudo rurales y remotos) en cortos periodos de tiempo muy específicos. No hay que extrañarse de zonas que se quedan sin alojamientos, gasolineras sin gasolina, colapsos de tráfico en carreteras que no suelen tener mucho flujo normalmente, y un largo etcétera. Este eclipse era el primero en tener lugar en suelo estadounidense en una larga temporada y el primero de esas características desde que apareció Facebook y cualquier cosa podía pasar. Quizá al final quedara todo en agua de borrajas (en plan efecto 2000), pero no estaba de más ser previsor.

Contando con todo ello, tuve que elegir una zona que estuviese relativamente cerca, alejada de rutas muy transitadas (anticipándome a colapsos de tráfico), llegar al menos el día de antes, reservando alojamiento, llevar comida y el depósito lleno. Se daba además la circunstancia de que técnicamente el 21 de agosto era la fecha de inicio de las clases, así que o bien me decidía a suspenderlas o me buscaba alguna buena excusa para ello.

Todo este rollo os lo cuento para que os quede claro que le dí muchas, muchas vueltas al siguiente plan:

La zona elegida como cuartel general para observar el eclipse serían los alrededores de Columbia, Misuri:

Los motivos de la elección: estaba relativamente cerca (a cuatro horas y media de mi casa); se podía acceder esquivando grandes autopistas (y esperables atascos); estaba más o menos equidistante de los dos polos de población de Misuri (Kansas City y San Luis), que previsiblemente iban a acaparar la mayor parte del tráfico y además estaba relativamente cerca del eje de la franja de totalidad, permitiendo que la fase total del eclipse duraría más de dos minutos. (Sí, todo este sarao era por apenas dos minutos de espectáculo, lo cual le otorgaba aún más epicidad).

 

Estimaciones de greatamericaneclipse.com sobre principales vías de afluencia en Misuri

Comprobaremos que mi obsesión por evitar aglomeraciones formará parte de la catástrofe de esta tragedia. Confieso que no lo hacía sólo por el tráfico, sino por evitar un detalle que me horrorizaba: en la mayor parte de los vídeos de YouTube que vi sobre eclipses totales (y fueron muchos), la gente se ponía a gritar en plan hooligan durante la totalidad. El que suscribe estaba ya escarmentado de castillos de fuegos artificiales del 4 de julio en los que la gente vocifera y pega alaridos sin parar, así que trasladarlos a uno de los momentos memorables de mi vida era un accidente a evitar. Además, casi que lo que más me apetecía era ver el eclipse en un entorno natural, y comprobar los cambios en la conducta de las aves y los insectos de los que la gente hablaba. Columbia era un gran destino en este sentido, pues en un radio cercano había algunas pequeñas reservas naturales donde podía plantearme ir. Eso si la movilidad era posible, a malas siempre podía quedarme en la ciudad.

Con bastantes meses de antelación reservé una habitación en un motel en Columbia, para llegar el día anterior y ahorrarme agobios. Anticipándome a también a potenciales acompañantes de último minuto, la habitación podía acomodar hasta a cuatro personas. Ni qué decir tiene que me hice con gafas con filtro solar (un pack de diez) igualmente con meses de antelación. Los días previos al eclipse, la gente andaba como loca intentando hacerse con unas gafas, y por supuesto todas las plazas hoteleras en la totalidad se habían esfumado.

Como era mi primer eclipse total, quise seguir en parte el consejo que te da todo el mundo de olvidarte de hacer fotos y de centrarte en disfrutar de los escasos segundos de gloria. Pero pese a todo, como buen científico, quise estar listo para documentar el suceso y conseguí un trípode y una cámara réflex con la que tomar fotos a intervalos. De nuevo, estuve practicando con ella los días anteriores para que apenas me quitara un instante (retirar el filtro del objetivo al comenzar la totalidad).

Podía extenderme bastante más sobre la cuestión de los preparativos, pero creo que os hacéis una idea del nivel obsesivo que alcanzó este plan, así que pasemos al momento inevitable de toda tragedia en el que los dioses ejercen su papel y modifican el destino del héroe trágico que, por si quedaba alguna duda, fui yo.

Acto 3: Cambio de planes

Por circunstancias varias que no vienen al caso, a mediados de verano el plan lo iba a acometer yo por mi cuenta, en solitario. Ya había mandado un correo a mis alumnos animándoles directamente a que se dejasen de clases y que hicieran lo que pudiesen por llegar a la totalidad y el resto de preparativos estaban más que finiquitados. Era cuestión de días que la danza cósmica tuviese lugar, y entonces una pareja de amigos, L y D, decidieron unirse. Yo encantado, claro. Les dije que lo tenía todo previsto, que en la habitación cabíamos hasta 4 y que tenía gafas de sobra, así que sin problema. A cambio ellos se ofrecieron a que fuéramos en su coche nuevo, cosa que agradecí porque el mío no estaba para muchos trotes y quedarme tirado a medio camino (¡ay!) era una improbable pero catastrófica posibilidad. Hasta aquí, bien.

El problema llegó cuando L quiso saber dónde nos íbamos a alojar en Columbia: el motel no era de su agrado. Con tono serio me hizo ver unos días después que (¡atención!) la valoración en TripAdvisor de mi motel no era suficientemente buena para sus estándares y que se preocupaba por mi (su) seguridad. A mí todo aquello me sonaba a chino. Reconozco que yo me había dejado llevar por mis impulsos ahorradores y que la calidad del hotel no estaba entre mis preocupaciones cuando hice la reserva, pero aquella crítica estaba fuera de lugar. Es verdad que no leí las valoraciones de clientes anteriores, pero a mí con tal de que me dieran techo y ducha lo demás me daba bastante igual. Conociendo a L no me extraña, a posteriori, que fuese mucho más sibarita con el alojamiento, pero en ese momento me pareció un problema menor: si no querían venir que no vinieran, ¡yo era imparable! A L le dije que las plazas hoteleras estaban completas desde hacía semanas, pero que si ella encontraba un sitio que le pareciese mejor y que fuese razonable, que me lo pensaría. Challenge accepted.

Unos días después apareció victoriosa: había encontrado una autocaravana en una granja que se alquilaba dentro de la zona de totalidad, cerca de un pueblo llamado Clark, a unos 40 km al norte de Columbia.

La principal ventaja de este cambio de planes es que permitía que durmiésemos ya en un área rural, en pleno bosque, sin multitudes. En ese sentido, bien, ¡qué digo bien! Inmejorable, un lugar mucho mejor de lo que hubiese esperado. La concesión que había que hacer era que al estar más lejos del centro de la zona de sombra, la totalidad en el nuevo emplazamiento solo duraría 1:40 minutos. Me lo tuve que pensar mucho, pero al final me pareció que el cambio merecía la pena y accecí, sellando el fatuo destino de la aventura.

Apostilla: L me dijo que puesto que íbamos a tener un descampao forestal enorme para nosotros solos, que le iba a decir a sus padres y a unos amigos que vivían en San Luis que se pasaran a ver el eclipse. Adelantándose a mis temores (que no tenía pensado verbalizar porque no soy tan borde) me aseguraron que no gritarían como si fuesen fans de Justin Bieber (cómo me conoce la jodía). Me jacté interiormente de mi genial previsión comprando diez pares de gafas con filtro solar homologadísimo y le dije que sin problema.

Acto 4: Road trip

El 20 de agosto de 2017, L, D y el menda nos pusimos rumbo a Clark con tiempo de sobra. Atravesamos sin contratiempo ni atasco la campiña misuriense gracias a mi hábil elección de vías secundarias y llegamos a Clark. Tras adentrarnos por un camino rural sin asfaltar dimos finalmente con la granja. Los dueños (un matrimonio relativamente joven) y en general la familia al completo (tres churumbeles, todos ellos haciendo cosas de granjeros cuando llegamos) y todo el decorado  eran puro estereotipo de la ruralidad del Midwest. El padre de familia nos recibió con una coloradísima camiseta del partido republicano. Había cierta desconfianza en su mirada, quizá la idea de meter a unos profesores con inclinaciones científicas, uno de ellos con acento raro, en su propia granja no era tan buena idea después de todo. Como supimos después, se enteraron del eclipse hacía unos días y decidieron poner a disposición de Airbnb su caravana, por lo que éramos sus primeros clientes. En aquel momento no se me ocurrió que a L no parecía importarle que una caravana en mital del campo, de unos rednecks desconocidos y sin ninguna valoración de Trip Advisor le pareciese más segura que el motel de Columbia. Hubiese sido demasiado tarde de todas formas.

La caravana en sí, como a medio kilómetro de la granja propiamente dicha y en el claro de un bosquecillo, parecía ideal. Dato curioso: en su interior había revistas sobre vida autosuficiente y “off the grid” (todo sobre paneles solares, compostaje, y un largo etcétera). No deja de tener su gracia cómo unos republicanos de pro, seguramente trumpistas hasta la médula y anti-gobierno de cualquier tipo acaben teniendo el mismo tipo de lecturas que los jipis más jipis de las cooperativas de Portlandia.

Cuando nos instalamos en la caravana quedó claro que ni L ni D eran especialmente camperos. Me dijeron que para mi tranquilidad, se habían traído un cuchillo para defendernos. Aquí casi se me cortocircuita el cerebelo. Yo no me sentía amenazado de ninguna manera, más bien estaba encantado de estar en el campo, ver las luciérnagas al atardecer y escuchar búhos, y aquí los autóctonos pensando en si nos iba a atacar una alimaña salvaje. Yo antes me hubiese inclinado a pensar que el mayor riesgo era el de la familia de granjeros de la que nadie sabía nada y a la que, seguramente, su colección de trabucos y armas semiautomáticas nuestro cuchillo se las traía al pairo. Debe ser parte del choque cultural el hecho de que esa revelación (la de que íbamos “armados”) no me tranquilizó lo más mínimo. Al menos no se trajeron una pistola. O quizá, ahora que lo pienso, se la trajeron y no me lo dijeron.

Por supuesto, la noche fue muy tranquila y sin incidentes, pero yo apenas pegué ojo, y no paraba de mirar la previsión del tiempo y de la nubosidad. Y aquí me toca hacer un nuevo inciso.

Mapa histórico de nubosidad por la tarde en días de agosto, que también estudié con detalle durante la preparación. El midwest estaba todo en una zona de lotería. Tendría que haberme ido a Nebraska occidental solo para haber reducido la probabilidad de nubosidad tan solo un 10%

Evidentemente, desde un primer momento yo era consciente de que todos mis preparativos y precauciones no valían para nada sin un cielo despejado, y esa, la de la nubosidad, era una de las circunstancias contra la que poco se podía hacer. Desde la semana anterior escrudiñé cuidadosamente todo tipo de predicciones de nubosidad, y los resultados fueron siempre imprecisos. Nubes y claros. Cualquier cosa podía pasar. Nubes y claros pueden ser todo un éxito o un desastre dependiendo de lo que pasara en una ventana de un minuto y cuarenta segundos. Lo demás daba un poco igual. Si bien había cierto margen de maniobra (tenía un par de localizaciones de emergencia pensadas), todo dependería de cómo se presentase el día siguiente

Acto 5: (Anti)clímax

El 21 de agosto amaneció luminoso y despejado en Clark, Misuri. Era difícil no emocionarse al creer que las nubes podían finalmente respetar la zona. Como según avanzaba la mañana aquello seguía estupendo, yo procedí a instalar el trípode en una zona de visibilidad óptima y me programé las distintas alarmas. Ya solo quedaba esperar. Nuestros invitados extra (los padres de L y unos amigos suyos) llegaron con tiempo de sobra y con sillas plegables. Yo repartí las gafas que nos quedaban y les di un briefing de lo que iba a pasar, de cuándo tenían que usar las gafas y cuándo no. En esos momentos era difícil no sentir un poco de presión, porque a fin de cuentas toda esa gente se había movilizado por una obsesión mía nacida muchos meses atrás. Ninguno de ellos hubiese cambiado de planes aquel día de no haber sido por mí. Esto era lo que pensaba mientras hacía pruebas con el aparato fotográfico, y me di cuenta de las pintas nerdy que tenía que tener para toda esa panda en ese momento, para la que yo quizá era tan espectáculo como el eclipse.

Con puntualidad milimétrica, el primer contacto (cuando un mordisquito del disco solar desaparece tras la Luna) fue visible a las 11:45 de la mañana hora local. Prácticamente al mismo tiempo, el destino reservado para los observadores de Clark, Misuri, se empezó a intuir en forma de nubecillas procedentes del oeste. Al principio todo pareció ser sólo una falsa alarma, pero cuando la reacción fue imposible, aquello se convirtió en un nubarrón tormentoso, negro como mi alma. El cielo se cubrió a velocidad asombrosa y hasta empezaron a caer goterones. Y yo al lado del trípode como un gilipollas.

Antes de la totalidad, hasta los dueños de la granja se pasaron a saludar, un poco frustrados ellos también por ver que el tiempo era tan malo. Yo notaba como que los padres de mi amiga y sus acompañantes dejaron de hacer bromas y chascarrillos, quizá al ver que yo no andaba muy de humor para aquello, y finalmente estuvimos L, D y yo mismo ahí en mitad del bosque cuando la alarma del inicio inminente de la totalidad sonó.

Pese a que estaba nublado, la luminosidad del cielo empezó a bajar muy rápidamente. Sí que pudimos notar cómo las ranas y los insectos se pusieron a hacer ruidos crecientes casi al mismo ritmo que oscurecía, llegando a dar una sensación clara de última hora de la tarde. En unos minutos nos alcanzó la totalidad. Estaba todo oscuro como si hubiese pasado una hora tras el atardecer, pero eran las 13:15. Guardamos un triste silencio durante los poco más de cien segundos que duró todo antes de empezar a notar cómo la luz volvía igual de rápido que se fue. No hubo gritos ni fuegos artificiales. Tras unos instantes más de recogimiento, L me dijo “me lo esperaba más oscuro”.

Gif con la nubosidad en EE.UU. el día del eclipse

EL DRAMAH

El viaje de regreso tuvo lugar sin intercambiar muchas palabras, y en su mayor parte atravesando unos soleadísimos campos de maíz. Pese a que hubo retenciones brutales en todas partes, nosotros no pillamos apenas atasco gracias a mi genial planificación. Para incrementar el efecto dramático, cuando me atreví a comprobarlo, unas semanas después, me enteré de que el eclipse en Columbia, aparte de una leve nubosidad, pudo seguirse sin mucho problema como atestiguan la infinidad de vídeos que se colgaron ese día.

Acto 6: Secuelas

Nunca le dije a L y a D que desde el aparcamiento de mi motel de mala muerte en Columbia, pese a su bajísima puntuación en TripAdvisor, el eclipse pudo seguirse felizmente. Total para qué. El comportamiento de las nubes era totalmente impredecible cuando tomamos la fatídica decisión y poco podíamos haber hecho en ese momento. Nos la jugamos y perdimos. Quizá por eso me toca un poco las narices que recientemente les propuse sacar el telescopio para ver la oposición de Júpiter y L me soltó algo así como “si es contigo lo mismo se nubla, jajaja”. Me contuve aquella vez, pero no lo haré una segunda.

Como quiero acabar con un tono positivo, me quedo estas dos anécdotas: al día siguiente una alumna vino a darme las gracias por haber suspendido las clases ese día. Gracias a ello se fue a San Luis con unas amigas y pudo ver el eclipse total, una experiencia que, según ella, jamás olvidaría. Otro amigo mío (que quizá se manifieste en los comentarios), a raíz de la turra que le di con el tema, se tomó unos días libres y viajó de DC a Kentucky donde igualmente tuvo la posibilidad de disfrutar del acontecimiento, y por su descripción, no debe ser algo que decepcione.

Por supuesto, este fracaso no ha hecho más que aumentar mis ganas de ver un eclipse y ya tengo el ojo echado a tres que transcurrirán en los próximos 10 años y que pueden ponérseme más o menos a tiro. Quizá en el futuro pueda contaros, si seguimos todos por aquí, si me he podido quitar esta espinita.

Corolario: no se me escapa la ironía de que un ferviente seguidor de #Llantocofrade haya visto frustrado una gran ilusión (más escasa aún que la Madrugá sevillana) por el tiempo. Ante esta demostración de perfidia kármica yo sí puedo decir que he demostrado ser un estoico: pese a todo, no lloré.

PD: He decidido cambiar el título del texto de dramita a tragedia tras percatarme de que el involuntario héroe trágico cumple con los elementos de la tragedia griega: no deja de ser esta una peripecia personal en la que el destino ha castigado mi hybris pensando que era capaz de controlarlo, pero claro, ha llegado mi némesis y me ha dado p’al pelo. Espero que al menos la resolución sea catártica para todos nosotros y que hayamos aprendido una valiosa lección: si vas a un motel en Misuri, fíjate primero en lo que diga TripAdvisor y lleva un cuchillo para osos.

 


Otro que vuelve

$
0
0

Hace casi exactamente ocho años que publicaba la entrada “Otro que se va“, en la que anunciaba el comienzo de mi aventura estadounidense. Ocho años, ¡Qué barbaridad! Cuando leo ahora ese post veo con bastante claridad que intentaba ocultar que estaba cagado de miedo y que mantenía cierto resentimiento por una situación que hubiese preferido que no hubiese llegado a darse. Si en aquel momento me hubiesen dicho que la cosa no iba a ser solo para uno o dos años, y que incluso consideraría muy seriamente quedarme para siempre en una ciudad de provincias a orillas del Misisipi… bueno, no sé cómo me lo hubiese tomado. No creo que hubiese cogido aquel avión. Y sin embargo hoy lo que me da vértigo y curiosidad es imaginar cómo sería mi vida en 2020 si hubiese decidido tomar en 2012 una decisión (posiblemente racional y sensata) de buscarme la vida fuera del mundo académico. Seguro que ni me reconocería a mí mismo si pudiese verme. Así que hablemos de identidades y de cambios.

Por poner un poco de continuidad narrativa en lo personal, supongo que tengo que anunciar que el título del post es cierto: desde hace poco más de un mes estoy trabajando en Madrid, y he conseguido que me sigan pagando aquí por hacer lo mismo  por lo que me han pagado siempre: mirar plantas muy fijamente y luego contar cosas sobre ellas. No voy a prodigarme mucho en detalles (como comentaré luego, una de las razones por las que me bloquea escribir aquí es porque la barrera de la privacidad personal es muy difusa) pero la cuestión es que ha sido un cambio muy buscado y muy deseado. Esto no quita que mi experiencia de emigrante se haya convertido en algo esencial de mi vida y que tenga batallitas para rato, al igual que de la experiencia de regresar a tu ciudad ocho años más tarde.

En general, estas son movidas mías de nueva fase pero ¿y esto a vosotros en qué os afecta? Doy por hecho que si estás leyendo esto fuiste lector del bloj, así que vamos al grano.

Con este nuevo cambio me planteé también qué hacer con este bloj, quizá porque estoy revisitando cómo era mi vida en Madrid, y cómo adaptarme a mi nueva etapa. Llevo más de dos años sin escribir absolutamente y quizá hace tiempo que debiese haberle dado un final digno y no una agonía inmerecida, pero lo que realmente he hecho al respecto en los últimos meses es plantearme qué ha cambiado de mi relación con este medio blogueril a lo largo de los años y he llegado a varias conclusiones.

Este bloj tiene demasiada historia, y me pesa un poco. El Copépodo que empezó DDUC no soy yo. Aunque a veces leo lo que escribía ese chaval y me hace gracia, me sorprende o me entretiene, otras veces no me siento para nada identificado con él, e incluso me avergüenza. ¿Puedo o debo continuar la iniciativa de alguien con quien no me siento identificado y que abusaba de los adverbios como un hijoputa? DDUC fue durante unos años difíciles una válvula de escape que me trajo muchísimas satisfacciones, amistades duraderas, y una vía de entrada a un internet que estaba empezando a ser lo que es hoy. Hoy mis necesidades y mi forma de interactuar con la red ha cambiado, como nos ha pasado a todos. En concreto, creo que es mucho más fácil sentirse expuesto a una comunidad muy global donde a veces hay más ruido que diálogo. Quizá siempre fue así, pero a mis veintitantos no tenía esa sensación: los años primigenios de los blojs me parecían más amables que las comunidades virtuales actuales. Hoy me resulta asombrosa la ingenuidad con la que era capaz de escribir sobre un tema cualquiera con la osadía que solo se puede tener a esa edad al creerme que algo era nuevo solo porque yo no lo sabía ayer. En parte puede que fuesen cosas de la edad, y en parte porque internet parecía mucho más vacío, menos inabarcable.

Así que si se mezcla un poco todo lo de arriba, creo que eso explica que poco a poco dejara de sentirme motivado para escribir aquí, o más bien, que me sintiese bloqueado cada vez que lo intentara retomar.

Sin embargo, hay algo que es verdad: echo de menos mucho de todo aquello, y admito que lo que sí que me resulta indiscutiblemente admirable del Copépodo de hace 15 años era su capacidad de enfrentarse a una pantalla en blanco y dejar algo por escrito con regularidad. Sin remordimientos, sin perfeccionismos absurdos, sin vergüenzas. Quizá sí que haya algo de valor en escribir algo, por muy absurdo, ridículo o criticable que sea, quizá el valor esté en dejarlo dicho. Quizá no tenga que avergonzarme de no ser el mismo que hace 15 años. Quizá precisamente en ello esté el valor añadido de seguir adelante con un medio pasado de moda y escribiendo entradas sin grandes aspiraciones. Quizá lo único que tengo que hacer es escribir ahora un disclaimer diciendo que no soy el mismo que empezó todo esto ni respondo por él. Quizá el desorden tradicional de este bloj, su falta de etiquetas, la creciente tendencia a esconder los menús y las herramientas de búsqueda funcione a mi favor, y los posts antiguos queden enterrados como estratos de eras pasadas, solo accesibles a los más intrépidos y motivados paleontólogos. Me resulta mucho más fácil retomar esto si me imagino que acabo de empezar.

Así que, nada, vamos a ver qué pasa a partir de ahora.

 

 

 

Post demasiado largo y lleno de divagaciones sobre el uso de apps para identificar plantas

$
0
0

Llamo a un servicio de atención al cliente y una grabación me recibe cordialmente recordándome lo importantísima que es para la compañía mi satisfacción, y prometiéndome que va a intentar solucionar mi problema, aunque para ello tengo que contestar a una serie de preguntas. Mi problema es muy concreto, pero poco habitual. Con un poco de suerte se resolverá con un sí o un no, me bastaría con que una persona informada y conocedora del servicio me diese 20 segundos de su tiempo. Pero todos sabemos que ya estamos en 2020, y eso lo que quiere decir es que la forma que esta compañía ha considerado más eficaz y vanguardista de atenderme es la de despedir al 99% de su personal dedicado a estos menesteres y someterme a un invento del siglo XVIII llamado clave dicotómica. Con una calma parsimoniosa, la voz me someterá a preguntas basadas en las llamadas más comunes de los usuarios, y en función de mi respuesta, me irá derivando a otras preguntas hasta conseguir clasificar mi problema en categorías preestablecidas. Y yo sufro. Sufro porque sé demasiado sobre claves dicotómicas. Sé que son intrínsecamente ineficientes, producto de las limitaciones de su época. Sé que si mi duda es poco habitual, tendré que esperar hasta el final, hasta llegar a ese cajón de sastre de especies poco conocidas y mal resueltas. Sé que ante preguntas ambiguas puedo perderme en una sección que no me corresponde. Tras casi diez minutos de “yes” “no” y de pedir un “representative” sin éxito, llego por fin a a mi destino, recibo (como temía) una respuesta insatisfactoria y me cuelgan de forma automática. Quien haya intentado identificar mediante claves dicotómicas plantas, escarabajos o cualquier organismo de afinidad incierta, estará de acuerdo en que esa sensación es parecida a la de llegar a un punto muerto en una clade de 30 niveles.

Hoy en día, si alguien cuelga una foto de una planta en una red social y el autor pide ayuda para averiguar de qué se trata, invariablemente, hay una o varias personas que sugieren hacer una búsqueda inversa en Google Imágenes o usar tal o cual app. En otras palabras: en 2020, la reacción inmediata del cuidadano medio (de buena parte del mundo) ante un desafío intelectual como este es esperar que Google le saque las castañas del fuego. Mi interpretación de este gesto ha evolucionado en los últimos 6-7 años. Al principio, aunque no entendía por qué, esa respuesta espontánea de tantos usuarios de twitter y facebook (“míralo en Google”; “usa esta app que es como el Shazam pero con plantas”)… en el fondo ¡me molestaba! Tenía todo el sentido que alguien hiciese esa sugerencia, pero en el fondo me irritaba leerla ¡Y haciendo introspección no era capaz de entender por qué! Hoy, además de no tener ya esa reacción, y de ser un ferviente defensor de las aplicaciones de identificación de bichos y yerbajos, soy capaz de sacarle mucho jugo al papel que tienen y tendrán.

Como digo, he tardado un tiempo en entender de verdad los motivos de mi irritación inicial, pero ahora creo que los puedo explicar. Identificar plantas no es fácil. Se requiere una atención al detalle, un conocimiento previo de la flora de un lugar y un manejo de un vocabulario muy extenso y muy preciso. Es una competencia que se tarda años en adquirir, que se oxida con facilidad si se descuida y que muy poca gente llega a dominar. Aclaro que para nada estoy hablando de mí: habiendo tenido como maestros a botánicos que, ellos sí, son auténticos expertos, con un conocimiento enciclopédico de la flora, me acompleja saber que nunca en mi vida llegaré a tener ni la mitad de su soltura en el campo. Mi amor propio y mi interés me obliga a intentar mantenerme mínimamente competente, pero soy muy consciente de mis limitaciones.

Saber identificar animales y plantas en el campo es precisamente una de las habilidades por las que me enamoré de la biología. En un viaje de fin de curso (tendría 13 años o así) a la sierra de Cazorla, uno de los monitores iba revelándonos los nombres de plantas, mariposas y aves que se cruzaban en nuestro camino. Como una enciclopedia andante, señalaba, decía el nombre común, acto seguido el científico y añadía algún detalle o curiosidad sobre su biología, y así se tiraba hablando horas. Esa capacidad me deslumbró. Aquel acceso a un plano superior del conocimiento natural se convirtió en objeto de deseo: yo quería iniciarme en esa secta y ser capaz de reconocer a las flores más humildes y a los gusanos más huidizos. A mí ya me interesaba la naturaleza en ese momento, pero aquel chico fue mi primera exposición real a lo que, inmediatamente, entendí que era un biólogo. Esa palabra se dignificó a partir de ese momento: un biólogo era alguien capaz de señalar y llamar por su verdadero nombre a las plantas sin aminorar el paso.

Como curiosidad: este recuerdo estaba, en realidad, muy exagerado por lo impresionable que era yo a esos años. Aquel monitor en cuestión (que a mí me parecía el hombre más sabio del mundo y el pobrecillo debía ser el típico biólogo buscándose la vida en condiciones precarias) tuvo que consultar en la guía de campo la identidad de la zarzaparrilla. En su momento imaginé que debía tratarse de una planta dificilísima de encontrar como para tener que recurrir al libro. Hoy esa idea me hace sonreir: muy sabio, muy sabio seguramente no era, pero lo importante es que supo transmitir esa pasión a un impresionable copepodín.

Pero a lo que voy: si le pides a un botánico que intente identificar una planta con una foto tomada con el móvil,  éste inicia un proceso que no funciona como una receta planificada, sino que es más bien una labor detectivesca que no se sabe por dónde te va a llevar. Puede pasar que nada más ver la foto ya sepa exactamente, o casi, de qué se trata. Quizá porque la foto esté muy detalla, o quizá porque ya con la primera impresión, incluso aunque la foto sea pobre, su cerebro reconozca de forma casi intuitiva ciertos rasgos. Esa sensación de reconocimiento inmediato os resultará muy familiar. Sobre los procesos heurísticos que se desarrollan en el cerebro cuando alguien reconoce un ser vivo ya hablé en el post del giss (general impression of shape and size), para entendernos, la intuición fruto de experiencias anteriores. Como dije en su momento, aunque esto pueda parecer poco científico, esas intuiciones de la gente experimentada, tienen su fundamento real. Incluso cuando no sabes qué planta es, este giss suele poner sobre la pista a partir de uno o dos rasgos aislados que para la persona no iniciada no tienen valor alguno. A veces otros detalles (la zona geográfica, el tipo de hábitat,…) ayudan a descartar posibles opciones. Por supuesto esto se puede hacer con ayuda de la documentación necesaria (sí, claves dicotómicas, pero por favor, no os quedéis en el Bonnier, que veo que tristemente sigue siendo mencionado en Twitter), pero a lo que voy es que la persona experimentada es capaz de encontrar atajos en esas claves dicotómicas, descartar casi de forma inmediata fotos que para otros individuos resultarían confusas, etc. La experiencia puede permitirte saltarte toda esa ristra de preguntas del servicio de atención al cliente y darte directamente la solución. Identificar organismos se parece mucho más a resolver una integral que una ecuación. A menudo no hay itinerario establecido, y es la experiencia previa (adquirida tras años de trabajo) la que puede traducirse en resolver el problema de forma eficaz. Al igual que resolver la integral, se trata de un proceso hasta cierto punto creativo e improvisado, un verdadero desafío cognitivo.

Mi frustración original con que alguien aspirase a que una app te identificase correctamente una especie no era que dicha información pudiera ser accesible a cualquiera, sino el hecho de que la app hiciese pensar que se trataba de un ejercicio trivial. Al principio esa actitud iba acompañada de desconfianza. Hace unos años hubiese dicho que aspirar a una identificación automática estaba muy lejos de ser posible, pero esto ha cambiado radicalmente en los últimos años. En este periodo me he hecho usuario acérrimo de iNaturalist (hablé un poco de ello aquí). Al principio lo usaba como un suplemento de mi cuaderno de campo donde registrar observaciones. Resultaba utilísimo para conocer nuevas especies porque la comunidad de usuarios es muy activa y amable, y en ella se encuentran tanto aficionados como profesionales con el conocimiento suficiente como para ayudarte a identificar casi cualquier cosa. Hasta aquí, nada nuevo. Sin embargo, en 2017, la app empezó a incluir una IA que te hacía sugerencias sobre posibles identificaciones. Al principio era bastante mala, pero con el tiempo, especialmente en zonas bien muestreadas y con buenos datos, se fue haciendo progresivamente mejor. Quedó registrado el momento en el que las mejoras de la IA me pillaron por sorpresa cuando un amigo me pidió ayuda para identificar un musgo y, tras darle mi opinión, me contó que la IA había dicho lo mismo.

Aquello me dejó muy sorprendido y tuve que mirarme bien a qué se debía mi desconfianza. Después de darle muchas vueltas entendí que lo que me irritaba de todo aquello es que la gente pensara que el proceso de identificar una planta era una trivialidad, algo fácil y no el complejo proceso cognitivo que os he mencionado antes. En el momento en el que pude verbalizar este dilema es cuando se deshizo por sí solo: es estupendo que la gente pueda resolver problemas complejos con facilidad. Ese es el fundamento de gran parte de nuestros avances intelectuales y tecnológicos: convertir problemas en trivialidades.

Más o menos por esta época, un miembro de una lista de correo de un grupo científico al que pertenezco, preguntó la opinión del respetable sobre dichas herramientas, y su pregunta fue recibida, bien con gélida indiferencia, bien con desprecio por parte de algunos grandes capitostes del gremio. Es inevitable preguntarse si dichas respuestas escondían cierto miedo a que se pierda una riqueza y un saber hacer que puede que las futuras generaciones no lleguen a experimentar. Alguno de ellos veía incluso en estas apps el fin de la botánica de campo. Yo no participé en aquel intercambio y hoy me arrepiento. Fue una oportunidad perdida a la que le llevo dando vueltas desde entonces, y este post no es más que una forma de resarcirme de ello.

Que no nos quepa ninguna duda: la automatización fidedigna en la identificación de organismos llegará antes de que nos demos cuenta y con un margen de error despreciable en la mayor parte de las ocasiones. Sin embargo, me parece absurdo tenerle miedo a ese momento. Decir que ese avance supondrá el fin de la biología de campo es lo mismo que decir que la capacidad de grabar sonidos supuso el fin de la música, y sin embargo no me cuesta imaginarme a un músico de la segunda mitad del siglo XIX, aterrado ante la idea de que su virtuosismo pudiese ser enlatado y reproducido. Es fácil olvidarse de que, hasta la invención del fonógrafo, si alguien quería disfrutar de la música necesitaba que hubiese en alguna medida músicos presentes. Presenciar la ejecución de un concierto, no digamos de una sinfonía, requería de la presencia de muchas personas, cada una de ellas con años de formación. Hoy en día, la música se ha convertido en un lujo en el que apenas reparamos, y es posible que el usuario premium de Spotify no valore en su justa medida todo lo que está detrás de poder disfrutar a su grupo favorito mientras se duerme en el autobús camino del trabajo, pero ¿Es el balance positivo o negativo? No creo que nadie ponga en duda la respuesta. La capacidad de grabar y reproducir sonido no solo no fue el fin de la música, sino todo lo contrario: marcó el inicio de su democratización, la chispa que desencadenaría una inacabable revolución artística que hoy continúa y el inicio de millones de vocaciones en todo el mundo.

La identificación automática de organismos no será el fin de nada, sino el comienzo de una nueva era de conocimiento e investigación. La opulencia de datos que ya está suponiendo abre un nuevo capítulo en el tipo e impacto de estudios que van a poder realizarse hasta extremos que hoy nos resultan difíciles de imaginar. Seguirá habiendo espacio y necesidad para el virtuosismo de los biólogos en el campo de la misma manera que quien quiera ser músico aún debe formarse y ejercitar sus destrezas personales con su instrumento. Un biólogo de campo profesional también deberá desarrollar como hasta la fecha esos atajos heurísticos de los que hablábamos antes, pero la capacidad de asociar un nombre a una flor desconocida estará, por fin, al alcance de todos, y quizá esa sea la puerta de entrada de muchas vocaciones.

Dos cuestiones, ya para ir cerrando: la identificación automática es útil también para los biólogos. Cada vez estoy más convencido de que las claves dicotómicas son un mal menor, un último recurso, y no la mejor forma de aprender pese a su aura de apoteosis de la ortodoxia. Con diferencia, la forma más eficaz de aprenderse especies desconocidas es ir repetidamente (la repetición es crucial en cualquier caso) al campo con alguien que se las sepa bien. Es así como se puede transmitir ese giss de forma eficiente y dirigida, corrigiendo errores, centrándose en los caracteres relevantes. Cuando no se tiene ese lujo, desde mi punto de vista el avance es mucho más lento, y pelearse con especies una a una usando solo claves dicotómicas no es un uso eficaz del tiempo. Cuando me ha tocado aterrizar en zonas de flora desconocida para mí y no he contado con la ayuda de alguien que me enseñe, he encontrado un aliado muy potente en un uso instrumental y crítico de las IAs de identificación automática. No se trata en ese caso de creerse el resultado ofrecido, sino usarlo como punto de partida a verificar usando la bibliografía disponible, tomando las notas habituales en el cuaderno de campo y revisándolas cuando toque. Sí que es cierto que hay que hacer un esfuerzo en la parte de verificación y a la hora de tomar notas y ejercitar ese círculo virtuoso de codificación-recuperación que es el que consolida la memoria a largo plazo. (Vamos, que lo que rápido se aprende, rápido se olvida, y por lo tanto hay que repasar contenidos de forma regular). Seguro que no he aprendido tanto como si hubiese tenido a un experto local en todas mis salidas de campo, pero también estoy convencido de que he aprendido mucho más que si hubiese tenido que sacar por clave y a pelo cada nuevo yerbajo.

Quizá hablo solo por mí, pero el mejor predictor de eficiencia usando una clave dicotómica es que la hayas usado mucho con anterioridad, que te hayas perdido en sus ambigüedades. Es decir, que se hace más eficiente cuanto menos falta te hace. Aplicar una clave nueva, de unos autores cuyo criterio no conoces, reinterpretar el uso de los adjetivos y de las excepciones es intrínsecamente ineficaz, y consecuencia de las limitaciones de su tiempo. Aunque identificar plantas con clave sea la quintaesencia del purismo, a día de hoy deberíamos aspirar, como mínimo, a crear claves de acceso múltiple, como la que desarrollaron en GoBotany con la flora de Nueva Inglaterra, para emplear desde el principio los caracteres relevantes. Estas claves, además, se aproximan mucho más a cómo funciona el cerebro del botánico experimentado cuando se enfrenta a un problema de identificación, permitiéndole abordar primero los caracteres relevantes que primero le llaman la atención. Son las equivalentes a poder saltar directamente a la pregunta que te atañe en el servicio de atención al usuario. Benditas sean.

Segunda cuestión final: ¿Cuáles son los “peros” a día de hoy de estas IA? He tenido ocasión de probar, además de la de iNaturalist, algunas otras apps de identificación de plantas (PlantNet, Leafsnap,…). En general son todas bastante mediocres por el momento, a menudo centradas en plantas ornamentales y que por tanto no resultan útiles en el campo. Lo que diferencia a la de iNaturalist de las otras apps no tiene solo que ver con características informáticas, sino con la existencia de una comunidad potentísima detrás, con más de un millón de usuarios que han realizado 52 millones de observaciones por todo el mundo, pertenecientes a 300.000 especies: una verdadera burrada. Somos los miembros de la comunidad los que estamos enseñando a la IA cómo identificar al haberse consolidado como la plataforma global más mayoritaria para el registro de la biodiversidad, y que cuenta entre sus miembros con una buena cantidad de expertos locales y taxónomos profesionales. En las zonas con alta densidad de usuarios y buena calidad de datos (sobre todo partes bien pobladas de EE.UU. y algunas de Europa) clava casi sistemáticamente las fotos  relevantes de plantas vasculares o de vertebrados. El mundo de las aves va por libre, claro. El nivel de la comunidad de eBird y de aplicaciones relacionadas como Merlin BirdID merecerían un post aparte, pero si sois aficionados a la ornitología, seguro que ya las conocéis.

En grupos mucho menos conocidos resulta mucho más irregular, cometiendo a veces errores garrafales, que no son sino testimonio de que el algoritmo no está reconociendo las fotos por sus atributos morfológicos, sino por comparación con el banco de imágenes de la base de datos (y a veces te dice que un líquen es un pájaro solo porque el color es muy parecido). Además, no se me escapa que hay muchos errores de identificación, y que el uso acrítico de las identificaciones automáticas por gente sin criterio desemboca en que ciertos errores se perpetúan muchísimo. No se nos puede olvidar que la app no está identificando al individuo como lo haríamos nosotros, observando sus caracteres, sino haciendo una comparación con una base de datos que, para ser fiable, debe estar adecuadamente verificada… por la comunidad humana. A día de hoy, ninguna de las apps comerciales sería capaz, por ejemplo, de rebatir un criterio taxonómico concreto, de detectar especies no descritas aún, o de sinonimizar dos de ellas sin ayuda humana. Siendo como es una tecnología que está en pañales y que, de momento, lo único que sabe hacer es comparar muchas imágenes a la vez, no me cabe duda de que algún día sí que veremos cómo alcanza ese nivel de sofisticación cognitiva que hasta hace poco era el privilegio de algunos seres humanos.

En resumen: lo mismo soy yo el que se ha montado una empanada mental tremenda con todo este rollo, pero me parece detectar (y quizá he sido víctima de) cierta reticencia a la hora de adoptar y usar estas herramientas por una parte de la comunidad botánica y naturalista. Desde luego queda mucho por delante hasta que se pueda confiar “ciegamente” en estas apps. Puesto que no funcionan tomando las decisiones, sino comparando con una base de datos, hay que hacer de ellas un uso crítico y recurrir siempre que sea posible al criterio de un ser humano. Sin embargo, me parece inútil recelar de esta tecnología que cada vez será más poderosa tanto para el naturalista ocasional como para el profesional que necesite de herramientas adicionales. Trivializar problemas complejos no será el final de la biología de campo, simplemente nos abrirá las puertas a desafíos mucho más complejos. Y de la misma manera que la existencia de Spotify no le resta valor al virtuoso del piano ni placer a quienes disfrutan del concierto en directo, nada ni nadie podrá quitarnos la satisfacción de poder encontrarnos una planta en el campo y reconocerla por su verdadero nombre.

Lo de las razas

$
0
0

Hace dos o tres años, cuando aún trabajaba en un liberal arts college a orillas del Misisipi, recibí un correo de la rectora invitándome a una cena. En el correo se incluían a una veintena de otros profesores a los que reconocía perfectamente (se trata de un centro tan pequeño que básicamente es como una aldea gallega a esos efectos). El único factor común que explicaba la lista de los otros destinatarios era que se trataba de profesores no blancos. Había compañeros estadounidenses negros, latinos y asiáticos, así como compañeros también extranjeros de El Salvador, China o India, y sin embargo no habían sido invitada una profesora francesa ni una colega británica. La pregunta que me hice a continuación es qué narices pintaba yo en aquella lista, y tras leer con detenimiento una vez más a los destinatarios del correo llegué a la conclusión de que, efectivamente, yo no contaba como blanco. La pista definitiva fue que en copia estaba también la flamante nueva vicerrectora de diversidad, un cargo nuevo que el centro había creado con gran pompa para contrarrestar la realidad de instituciones mayoritariamente blancas en una de las zonas con menor diversidad racial y étnica del Midwest.

Tras sopesar los pros (cena gratis con, para qué negarlo, algunos de mis colegas y amigos más interesantes) y los contras (participar de algo que tiene más que ver con el politiqueo de cara a la galería que con el verdadero problema crónico de fondo) opté, como buen gocho, por la primera opción. No me arrepiento, porque a pesar del esperable discursito de appreciation viví un momento glorioso en el que al comentario de pasada de la rectora (“Rafa, ¡Cuánto tiempo sin vernos!”) le respondí sin darme muy bien cuenta de lo que hacía un “Claro, ¡si me respondieras a los correos lo mismo nos veíamos más!”. Pude ver en sus ojos el pantallazo azul de la muerte que se le lió en su bienintencionado y políticamente correcto córtex prefrontal midwesterner.

Pero a lo que vamos: gracias a este suceso me di cuenta de hasta qué punto, incluso a nivel formal, por parte de gente con estudios y con cabeza, no se me estaba percibiendo como persona blanca. Tuve ocasión de verificar este descubrimiento al contárselo a otros amigos cercanos no invitados a la cena (estadounidenses blancos, todos ellos igualmente con sus doctorados respectivos, sus gafas y esas cosas) y notar distintas reacciones, desde aquellos que sí podían tener un mayor conocimiento sobre el entrecruzamiento de las realidades demográficas y lingüísticas, y aquellos a los que mi confusión les pilló en un renuncio porque para ellos yo seguía sin ser blanco. No quiero hablar de por qué estaban equivocados o no, sino de la realidad que me demostró esa y otras situaciones: a efectos prácticos es más relevante la raza con la que te perciban los demás que la que tú creas tener. La raza es algo que se te impone desde fuera.

Todo esto lo saco a colación de la relativamente reciente controversia a raíz de que, nada menos que el New York Times, diera por sentado que los españoles no somos blancos. Al poco de la resolución de las elecciones presidenciales yanquis (lo dejo para otro día, que no sé si mi aportación le interesa a nadie), he pensado que me apetece soltar por aquí algunas cosas que he aprendido siendo extranjero en EE.UU. sobre las razas. Aunque en medios españoles se ha escrito mucho del tema, en general me han parecido lecturas que solo rascan en la superficie de una reflexión mucho más interesante y de alcance global.

Mi experiencia como extranjero en EE.UU. ha sido una de las más enriquecedoras de mi vida, precisamente por lo que me ha enseñado sobre la naturaleza humana y la percepción del significado del “nosotros” frente al “ellos”. Aclaro desde el principio que en ningún momento quiero dar a entender que lo que vaya a compartir aquí tenga ningún valor para extrapolarse a nadie y me limito solo a contar algunas experiencias y vivencias personales. En general he sido un emigrante inmensamente privilegiado en ambientes y comunidades muy acogedoras y no considero que mis contadas dificultades o malas experiencias supongan ni el más mínimo reflejo de las situaciones, a menudo brutales, que se viven a diario en ese país tanto por extranjeros como por muchos grupos raciales no dominantes. Este post es solo para reflexionar sobre hasta qué punto se puede considerar, o no, que el concepto de raza responde a una aspiración objetiva de categorizar la diversidad humana. Como decía, esto es útil considerarlo en cualquier país, y no es que sea ninguna reflexión nueva, por otra parte.

Los primeros cuatro años en EE.UU. los pasé en la órbita de una gran universidad de la costa este, hasta cierto punto englobada en la conurbación del noreste, entre Boston y Nueva York. Durante esta etapa, la mayor parte de mis amigos eran extranjeros también: irlandeses, brasileños, chinos, iraníes, colombianos,… Recuerdo de hecho que en aquella época me extrañaba lo difícil que resultaba hacer amigos estadounidenses. Ser de fuera era un potentísimo agente cementador, y todos nos sentíamos hasta cierto punto unos extraños. La mayor parte de mi grupo de amigos eran gente de paso (postdocs o doctorandos) que no llevábamos mucho en el país y para los que poner a parir a los gringos era la mejor forma de empezar una conversación. Pese a todo, fueses donde fueses nunca estabas realmente fuera de lugar: la presencia internacional, la mezcla de acentos, razas y nacionalidades era tan omnipresente que acababa pasando desapercibida. Paradójicamente, y con la perspectiva que tengo ahora, pese a sentirnos “de fuera” nunca fuimos realmente extraños. Creo que la generación de este tipo de comunidades cosmopolitas es un gran éxito de la sociedad estadounidense que hay que alabar sin menoscabo de sus grandes fracasos en otros ámbitos.

Estas vivencias suponen un contraste con las que experimenté más tarde en la ciudad de provincias del estado de Illinois donde tuvo lugar la anécdota de la cena que comentaba al principio. Y es que, amiguitos, por mucho que los corresponsales de los noticieros europeos salgan con el Empire State de fondo, ni Nueva York, ni Chicago ni San Francisco son EE.UU. A ver, claro que son parte de EE.UU., pero a mi juicio (visitados 30 de los 50 estados) no son en absoluto ciudades representativas del país. Vivir en provincias supuso para mí que, por primera vez, mis nuevos amigos dejaron de ser mayoritariamente extranjeros y pasaron a ser sobre todo estadounidenses; significó también empezar a moverme en una comunidad predominantemente yanqui y blanca en la que los extranjeros e incluso las minorías raciales escaseaban, y donde yo pasé a llamar mucho más la atención.

En mi día a día esto tuvo consecuencias buenas y malas, aunque como decía, en ningún caso dramáticas. De forma rápida suelo resumirlo en que mis tiradas de carisma ganaron un +10 y las de sigilo se veían análogamente penalizadas con un -10. De repente pasé a destacar, a convertirme en un elemento exótico, con interés añadido en mi nuevo círculo social (otros profesores y gente de la comunidad local LGTB, o sea, bastante progre todo, claro). Como contrapartida, el oído de madera del midwesterner medio era demasiado exquisito para mi acento carpetano y me veía con frecuencia abocado a repetirme en el supermercado, semana tras semana, pidiéndole a la misma persona la misma media libra de queso en lonchas. Este problema con mi acento se esfumaba, por ejemplo, en los viajes a Chicago, a lo largo de los cuales intenté determinar el punto exacto en el cual podía hablar en la gasolinera sin que mi interlocutor pestañeara o me pidiera repetirme. Algunas consecuencias más desagradables incluyen, por ejemplo, el notar que tu testimonio en un accidente de tráfico -muy menor- era, de entrada, recibido con desconfianza por la policía.

Pero me estoy desviando. A lo que voy es que en Illinois fue donde por primera vez tuve la sensación de sentir que yo era claramente “de los otros”. Mi nivel de melanina es suficientemente bajo como para que no me pare la policía si voy conduciendo (y creedme, eso es una gran ventaja), pero me bastaba con decir dos palabras para que se me catalogara como no-blanco, como me demostraron muchas situaciones. Ya sabéis que el hecho de que tu idioma sea el castellano pero que España quede al este del Atlántico le produce un cortocircuito a algunos yanquis con empanada mental, pero me gustaría que no nos quedáramos en la anécdota fácil ni en los lugares comunes de la euro-superioridad moral, porque aquí la cuestión no es quiénes son o no blancos, sino en qué hay detrás de la percepción de una persona como perteneciente a una raza u otra.

Cómo clasifican los estadounidenses las razas es la pesadilla definitiva de cualquier biólogo con formación en taxonomía y sistemática: no tiene ningún sentido. Para empezar, el gobierno federal tiene una clasificación separada de raza y de etnia en la que sin embargo no se da una coherencia real. Según esa clasificación, un español es blanco por ser de origen europeo, pero es a la vez “hispano” por acervo cultural (o al menos así estaban las cosas hace tiempo). Sin embargo, esta clasificación es a su vez incompatible con la planteada en la del censo de 2020 (un absoluto desguace lógico en la que etnia, raza y nacionalidad se mezclan sin coherencia taxonómica alguna) en la que ya no hay distinción clara entre hispanic y latino y los “Spaniard” entran en la esfera de estos sin matices, quedando incluidos en la raza blanca los nacionales de muchos países europeos, además de Irán o Egipto. Por su parte, la categoría “asiático” incluye algunas subcategorías muy concretas como filipino, japonés o coreano, pero los kazacos y los singapureños van en el mismo grupo. Por su parte, los “latinos” del Caribe deben especificar si son cubanos o portoriqueños (de nuevo, sin prestar ninguna atención al verdadero origen étnico al margen de la nacionalidad) pero los hondureños, chilenos y españoles van en la misma categoría. En fin, un puto desastre.

Insisto: no se trata aquí de corregir esa clasificación (allá ellos) sino de constatar un par de cosas: 1) este país está obsesionados con el asunto de las razas y 2) podemos y debemos sacar algunas conclusiones de interés global de este deficiente sistema de clasificación.

La obsesión de EE.UU. por las razas daría para mucho y no voy a entrar, pero no porque no creo que sea importante ni porque no tenga opiniones al respecto (ninguna nueva, seguramente), sino por no desviarnos. Baste recordar que existen razones de peso que explican por qué tu raza importa mucho más en este y otros países (colonialismo, esclavitud, segregación, etc), y no hay que olvidar que la raza es, o mejor dicho, se acabó convirtiendo, en un elemento fundamental de la identidad individual. Como explicaré después, creo que eso también es consecuencia de que la raza como concepto sea impuesta desde fuera.

Pero como decía, el tema es más bien el segundo, las conclusiones generales que podamos sacar de este caso de estudio. ¿Por qué se ha llegado a clasificar personas de esa forma tan obviamente distorsionada? A mí lo que me da es que estas distorsiones se aprecian mejor desde fuera que desde dentro, o en otras palabras, que todos somos susceptibles a sufrir sesgos con los que clasificaríamos racialmente a “los otros”. Al clasificar intuitivamente a la variabilidad de nuestra especie cometemos los mismos errores seculares que se cometieron en los albores de la taxonomía, dando mayor importancia a los grupos que nos resultan más familiares y confundiendo a los que nos resultan más lejanos. Al igual que ocurre al mirar un objeto a través de una lente de ojo de pez, se aprecian mucho mejor las diferencias de lo que queda en el centro del campo visual, mientras que se difumina lo que aparece en los extremos. Así, los conflictos étnicos entre pueblos africanos pueden antojársenos una marcianada sin sentido, nos parece que la distinción entre “chino” y “japonés” es un detalle menor , levantamos la ceja cuando un turco o un iraní nos dicen que no son árabes (todos estos casos reales que he presenciado estando en España) y sin embargo nos tomamos mucho más a pecho que alguien aplique la ley del punto gordo cuando se trata de clasificarnos a nosotros. Y esa es la verdadera cuestión: cuando se intentan aplicar criterios objetivos a partir de la pura intuición para la clasificación racial humana, nuestros sistemas hacen aguas por todas partes.

Que sí, que la variabilidad intraespecífica de Homo sapiens existe y se manifiesta en morfologías características y concentración de melanina en la piel, pero los datos de los que disponemos nos hacen pensar que le damos demasiado a algunos rasgos que ni son relevantes biológicamente, ni son buenos predictores del contexto geográfico del individuo, ni son usados de forma consecuente y estable en el tiempo por los “clasificadores”. Por poner ejemplos conocidos: el contenido de melanina se correlaciona más con gradientes latitudinales que con la historia filogenética de los pueblos humanos;  los irlandeses o los polacos no contaban como blancos en EE.UU. durante gran parte del siglo XIX; etc.

¿Qué dice la ciencia al respecto? Sin ser especialista, me remito a que en la actualidad la evidencia genética sugiere que no se puede hablar de razas en la especie humana en sentido biológico. Lo que a nosotros nos parecen diferencias manifiestas entre unos grupos humanos y otros son solo percepciones: existen mayores diferencias genéticas entre los chimpancés del oeste de África que entre todos los grupos humanos de todos los continentes. Al contrario que con los chimpancés, que llevan habitando su área de distribución quizá millones de años, nuestra especie sufrió una expansión muy rápida a partir de un grupo relativamente pequeño de solo unos miles de individuos supervivientes de un cuello de botella demográfico de los que descendiende toda la población actual. Cualquier dinámica de diferenciación racial en curso que se hubiese iniciado desde el Pleistoceno tiene todas las bazas de empezar a erosionarse en nuestra realidad globalizada/globalizante. Si queremos ser realmente objetivos, cualquier diatriba racial debe ser observada con la perspectiva con la que Gulliver contempla las religiones liliputienses: como algo basado en irrelevancias genéticas. Quizá no deba sorprendernos que las diferencias entre grupos humanos nos llamen tantísimo la atención, puesto que estamos programados cognitivamente para diferenciarnos muy bien los unos a los otros (seríamos capaces de identificar el rostro de nuestra madre o nuestro mejor amigo entre una muestra de nada menos que 7000 millones de habitantes), pero todo parece indicar que siguen siendo rasgos más o menos aparentes, pero que no equivalen a las razas reales que pueden detectarse con criterios genéticos.

Considerando esta perspectiva genética, la única forma que me queda de explicar mis experiencias como extranjero en EE.UU. es que, efectivamente, la raza no es algo que tú decides ni explicas, sino que se te impone desde fuera, en un contexto muy determinado que depende de en qué parte del campo visual de la lente de ojo de pez caes en un entorno determinado. Da igual la historia, la demografía, la lingüística, o la nacionalidad: si en un lugar y un momento determinado, tus interlocutores te interpretan como negro, árabe, asiático o marciano, tú no tienes nada que decir al respecto, porque desde el punto de vista biológico, las razas no existen, y desde el punto de vista social, las razas son categorías artificiales cambiantes producto de los propios sesgos, intenciones, miedos y paranoias de los sujetos que se encargan de clasificar, de la tribu que te percibe como “de los otros”, como bárbaro en el sentido griego de la palabra.

Mucha gente prefiere hablar de personas racializadas antes que pertenecientes a una raza determinada. Aunque no soy partidario del uso de eufemismos (y creo que el término se suele aplicar solo en contextos de discriminación), creo que refleja bien la cuestión de fondo: la raza se te asigna en un contexto determinado, no la decides. Comparto de lleno esta apreciación y creo que contribuyen a demostrarla la experiencia recurrente de aquellos que recuerdan el momento de su infancia en el que se dieron cuenta de que eran negros, reproducida en infinidad de formatos, desde documentales a monólogos de humor. Si la pertenencia a una raza se acaba convirtiendo en un elemento fundamental de la identidad de las personas, creo que se explica mejor como reacción a la “racialización”, más que como origen de la misma, pero eso ya es para tratarlo otro día.

Personalmente, lo que me está resultando más interesante de todo esto es verme de nuevo en mi país natal y observar, con la perspectiva de haber sido forastero en tierra ajena, cómo mi propia tribu clasifica a “los otros” con su propia lente deformada, cómo reproduce ciertos patrones que vi al otro lado del Atlántico, comete sus propias confusiones, o pasa por alto lo que no considera relevante. Me gusta también prestar más atención a esos “bárbaros” que nos rodean, ser más consciente y crítico con mi propia percepción sobre ellos y preguntarme cómo estarán llevando su propia odisea.

Viaje Intermontano contado para europeos. 1. Grandes Llanuras

$
0
0

0. Introducción

Durante la primavera de 2019, Alfie y yo condujimos más de 8000 kilómetros buscando una planta que solo se había encontrado cinco veces en los últimos 150 años. Aunque se trata de una historia con final feliz y el objetivo se cumplió, este no es un post sobre esa búsqueda (otra vez será), sino una reseña del que acabó siendo uno de los viajes más fascinantes que he realizado.

Recorrido principal, sin contar desvíos e incursiones. mayo-junio 2019

Si bien el destino estaba en Utah y Nevada y hubiese sido más práctico volar a algún aeropuerto local desde mi antiguo hogar en Rock Island, se dio la rara circunstancia de disponer del tiempo suficiente para hacer un road trip de proporciones épicas y hollywoodianas en el país de los road trips épicos y hollywoodianos.

Para los que seáis nuevos o no os acordéis de ellos, retomo aquí la costumbre de dar pinceladas de historia natural de mis viajes favoritos, y podéis encontrar por ahí las series de Nueva Inglaterra, El Cabo, Madagascar y Etiopía. Lo de la coletilla “para europeos” lo ponía en su momento por poner el acento en mis propios referentes y comparaciones inevitables de quien se formó como biólogo en Europa, pero obviamente está escrito para quien quiera leerlo, aunque quizá mantenga lo de hacer comparaciones con paisajes ibéricos. También aclaro que esta va a ser sobre todo una serie de plantas y paisaje.

En la era de los viajes en avión, la posibilidad de alcanzar un destino lejano siendo consciente de cada milla recorrida y a una escala, sin exagerar, continental, me pone en bandeja contar este viaje como una transición entre dos zonas que, a pesar de estar en el mismo continente, no podrían ser más diferentes.

Desde el punto de vista biogeográfico, casi toda Norteamérica está en el Reino Holártico , que abarca también gran parte de Eurasia. Podría pensarse que el Atlántico y el Pacífico son las barreras más importantes para la flora y la fauna de esta región y que, por lo tanto, dentro del continente norteamericano, debería haber cierta uniformidad. Sin embargo, y al menos en lo que respecta a las plantas, un fenómeno muy curioso que despertó el interés de los botánicos desde los inicios más tempranos de la exploración científica del continente es que el este y el oeste de Norteamérica son radicalmente diferentes. La composición florística de los bosques de los Apalaches resulta más similar a la del este asiático que a la que se pueda uno encontrar en los montes de California. Este gradiente biogeográfico se ve muy bien en los mapas de ecorregiones de la EPA, especialmente en latitudes templadas, donde quedan muy bien reflejadas unas bandas de longitud que determinan los trazos más importantes de la flora de Estados Unidos.

La división biogeográfica más grosera que se obtiene al aproximarnos a la flora de EE.UU. no son regiones norte-sur, sino este-oeste (fuente: EPA)

Un par de mapas más para incidir en este gradiente. El de la izquierda refleja la diversidad florística del país. Se aprecia en verde las zonas más diversas, con varios centros de riqueza de plantas en ambas costas, y una depresión central marrón en las grandes llanuras, con muy pocas especies. Junto con los datos de diversidad florística a nivel de condado, se ha producido otro mapa (derecha) que trata de reflejar precisamente los ecotonos, las zonas de transición rápida de una zona a otra (lo que llaman “zonas de tensión florística”).

Fuente: Biota of North America Program, un recurso fabuloso para entender la biogeografía vegetal de EE.UU.

Lo que más me atrajo de la idea de planear un viaje así fue precisamente el poder experimentar esa transición en directo y ser testigo del contacto entre esas áreas “a pie de calle”, ver cómo unas plantas sustituyen a otras. Esta idea era especialmente atractiva al conocer algo de la flora oriental y el haber visitado en una ocasión California y Nevada (pude dar fe de que nada de lo que había aprendido sobre plantas orientales me sirvió en absoluto para poder enfrentarme a la flora occidental). Así que si queréis hacer un viaje-degustación por los paisajes y las plantas de EE.UU., atravesándolo de costa a costa como si fuese un pincho moruno lo podéis hacer sin salir de este bloj, ya que con esta serie conectaremos el este (1, 2) con el oeste. El plan es el sigiuiente:

Comenzaremos a orillas del Misisipi, donde iniciaremos una vastísima travesía por las grandes llanuras explorando los residuos de un bioma ya en gran parte extinto: las praderas norteamericanas. Tras cruzar las Rocosas nos adentraremos en la meseta árida de la cuenca alta del Colorado, una región con una belleza geológica extraordinaria. Saltaremos después a otra meseta árida, la de la Gran Cuenca de Nevada. El viaje estaba centrado en las cuencas intermontanas, y no tanto en las montañas, pero habrá una entrega dedicada al oriente de Sierra Nevada como a las Wasatch. El tramo de regreso se hizo por el norte para aprovechar y visitar un par de pastelitos geológicos con los que terminaremos la serie.

1. Grandes Llanuras

La de las Grandes Llanuras es una historia triste para el naturalista. Este territorio de extensión inabarcable fue hogar de unos biomas hoy prácticamente desaparecidos, y testigo de algunas de las migraciones de mamíferos más colosales, en cuanto a distancia y biomasa, que el planeta vio durante millones de años. Sin embargo, hoy podemos decir casi con total rotundidad que las praderas ancestrales que corresponden a estas llanuras son objeto de estudio de la paleobotánica y que no es posible encontrar más que frágiles espejismos reconstruidos de lo que debieron ser en el pasado. Toda la región tiene una fama (no lo voy a negar, merecida) de monótona y paisajísticamente prescindible. La gran cualidad de las praderas, suelos profundos y de gran fertilidad, se convirtieron en su perdición cuando los europeos convirtieron estas llanuras en grandes monocultivos de maíz y soja que con el tiempo se convirtieron en la seña de identidad de la región. No en vano en Moline, Illinois, está la sede central de John Deere, cuyos tractores verdes pueden verse en el mundo entero.

En una época en la que el sector primario se ha automatizado hasta el extremo, no es raro que quienes se dedican a la agricultura en países occidentales manifiesten un orgullo por lo que son y lo que hacen. Sin embargo, la idea que me llevo de ese modo agrícola es que ya no se parece en nada al idílico arquetipo de familia de granjeros orgullosa e independiente que durante tanto tiempo ha representado la vida rural en el corn belt. Hoy en día, la mayoría de los granjeros ni siquiera son dueños de la tierra que habitan, y solo disfrutan de su usufructo, mientras que los propietarios legales de la misma son grandes corporaciones que reducen en gran medida la libertad de los agricultores a la hora de decidir qué hacer con el terreno. Se trata de un sistema intensivo indudablemente productivo, pero que paga un alto precio ecológico y que resulta insostenible a largo plazo. La biodiversidad local está dramáticamente empobrecida por este uso del terreno y el exceso de fertilizantes acaba desencadanendo una inmensa zona muerta muchos kilómetros al sur, en el Golfo de México. Las interconexiones de causa y efecto y de dependencia de factores externos contrasta mucho con el carácter político de muchos habitantes del EE.UU. profundo y rural, que se creen autosuficientes e independientes en un mundo profundamente globalizado.

Los tres tipos de pradera (shortgrass, midgrass y tallgrass) y su ubicación. Fuente: Ninjatacoshell

Poco espacio deja este uso del terreno para las praderas. La labor de los botánica y la ecología ha tenido que ser casi detectivesca para poder inferir cómo era la composición y estructura de estos biomas en el pasado. Además, hay que considerar que los habitantes nativos de las llanuras también pudieron influir significativamente en estos ecosistemas antes de la llegada de los europeos. En la actualidad se considera que las praderas de las Grandes Llanuras respondían al gradiente de lluvias este-oeste de la región, siendo las orientales las de mayor desarrollo (tallgrass prairies, praderas altas, verde oscuro), mientras que las que están a las faldas de las Rocosas son mucho más secas y de menor desarrollo (shortgrass prairies, verde claro). La banda intermedia recibe el original nombre de midgrass prairie.

Nuestro viaje comienza a orillas del Misisipi, en los antiguos dominios de las praderas altas. Se trata de una región relativamente fría, donde las primeras heladas suelen llegar en octubre y no se van hasta abril. La temporada metabólicamente activa para las plantas es relativamente corta, pero durante la misma las plantas pueden crecer hasta dos metros de altura. El secreto está en ese suelo tan fértil que mencionaba antes, pues en él se retiene la mayor parte de la biomasa de estos ecosistemas, siendo los sistemas radicales a menudo más profundos y masivos que la parte aérea. Para muestra este composición de una planta completa de Silphium, parte de un reportaje de National Geographic en el que retratan distintas especies de las tallgrass prairies y ponen de manifiesto que lo más importante ocurre bajo tierra.


Silphium perfoliatum, uno de los habitantes más altos de este tipo de praderas, y que sin embargo tiene un sistema de raíces mucho más hiperbólico que su vástago (derecha)

Los antiguos componentes de estos ecosistemas aparecen en ocasiones en cunetas y campos abandonados, cementerios y, sobre todo, en zonas protegidas donde una gestión activa intenta recomponer la estructura de estas praderas. La ausencia de la megafauna ancestral, la presencia de especies invasoras y la baja frecuencia de incendios hace necesario que estas praderas reconstruidas deban gestionarse activamente. El resultado, aunque sea solo un reflejo de lo que en el pasado tuvo que dominar extensiones inabarcables, es de una belleza indudable, sobre todo durante las floraciones estivales.

Imagináos extensiones tan grandes como naciones enteras cubiertas por mantos impenetrables de gramíneas y asteráceas, recorridos por manadas de bisontes y sobrevolados por enjambres millonarios de mariposas monarcas.

En cuanto a su composición, las praderas están dominadas por gramíneas y forbias (herbáceas no graminoides, entre las que destacan las asteráceas). Las gramíneas constituyen una de las poquísimas excepciones en esa depresión de baja diversidad de las Grandes Llanuras, pues están mucho más diversificadas aquí que en las costas del continente o en las montañas. Mentiría si dijera que mis años en Illinois me convirtieron en un enterado de las gramíneas, pero sí que puedo mencionar algunas de las más características de estas praderas y que se aprenden a identificar con facilidad: Andropogon gerardii, Sorghastrum nutans y Panicum virgatum. Son todas estas gramíneas muy características de los biomas orientales norteamericanos, y en especial de estas praderas. Iremos viéndolas desaparecer según nos aproximemos a las Rocosas. Otro rasgo que tienen en común (y que en parte explica sus portes superlativos) es que realizan fotosíntesis C4. Me estoy enrollando ya demasiado como para hablar aquí de la curiosa dinámica entre plantas C3 y C4 en estas praderas, pero si hay alguien interesado, que lo pregunte en los comentarios.

Algunas de las forbias compuestas de estos parajes son famosas en todo el mundo por su belleza y apreciadísimas en jardinería. No olvidemos tampoco que este es el ecosistema nativo del girasol (Helianthus annuus) a cuyos ancestros salvajes también podemos encontrarnos si tenemos suerte. No por ser más llamativas son las asteráceas más fáciles de identificar. Los géneros más diversificados en la zona son los antiguos Aster (en su mayor parte los que quedaron en el género Symphyotrichum) y Solidago.

Pero una pradera no son solo gramíneas y asteráceas. De obligada mención son las asclepias, que también están muy diversificadas en la región y que incluyen las plantas nutricias de las mariposas Monarca, otro de las especies insignia de la zona. Entre mis forbias favoritas están además el falso añil (Baptisia alba) o Lobelia siphilitica (me encanta ese nombre, derivado de la creencia de que podía ayudar a combatir la sífilis). Es solo una pequeña muestra: las praderas en flor de pleno verano son una auténtica delicia botánica.

Las praderas altas, con una composición típica de la flora oriental del continente, son nuestro punto de partida, pero nos queda un trayecto muy largo por delante. Un viaje de esta extensión solo puede acometerse sin prisa, haciendo caso a los distintos poetas que nos recuerdan que el recorrido, y no la meta, es el objetivo del viaje. Así es como se consigue disfrutar de ir persiguiendo al horizonte una y otra vez a la vez que estamos cada vez más de acuerdo en que el apelativo de las Grandes Llanuras se queda muy corto ante su inmensidad.

Nuestra siguiente parada es en una zona del país que se ha convertido para mí en una de las más especiales: las Sandhills de Nebraska. Dejo para otro momento la explicación de mi vínculo con este lugar, que merecerá su propia entrada, y me limitaré aquí a presentarlo como uno de los ejemplos más extraordinarios de midgrass prairie (ya un poco más al oeste, en un clima más seco y por tanto con menor desarrollo de las praderas que acabamos de mencionar).

Ubicación y extensión de las Sandhills

Las Sandhills representan la formación de dunas arenosas más extensa del hemisferio occidental, con una superficie equivalente a la de Aragón y Navarra juntos, y que ocupa gran parte del estado de Nebraska. Como su nombre indica, se trata de una extensión ininterrumpidamente cubierta por arenas de origen glaciar. Esta acumulación de arena supone una afortunada circunstancia para nosotros, ya que en un terreno así es muy difícil cultivar nada. Las sanhills se libraron del arado y se usaron fundamentalmente con fines ganaderos desde la llegada de los europeos. Pese a que el ganado también afecta a la vegetación, se trata de una ganadería más extensiva que intensiva, en unos ranchos de gran extensión, con una bajísima densidad de población y por lo tanto el estado de estas praderas permanece relativamente inalterado, o al menos estable, desde hace siglos. En determinados lugares uno puede tener unas panorámicas de 360º en las que no se ve ni rastro de la huella del ser humano y las praderas se extienden sobre las colinas hasta donde alcanza la vista, bajo un cielo espectacularmente nítido, especialmente por las noches. Es un paisaje de una profundidad y amplitud que no deja indiferente y que enamora por su desolada belleza.

Haz clic para ver el pase de diapositivas.

Si en Iowa y en Illinois hay agricultores orgullosos, los de aquí son rancheros, igualmente orgullosos de su supuesta autosuficiencia. Tuvimos la suerte de tener contactos locales que nos permitieron recorrer ranchos privados y llegar a zonas de otra forma inaccesibles. Además probamos unos buenos chuletones locales. Nos dijeron que una vez se cruza el Misuri ya puedes considerar que estás en el oeste (¿de dónde?). Se empiezan a ver gente con sombrero de vaquero y botas altas como atuendo no irónico, incluso hay tiendas especializadas en las que cuesta no pensar que todo ha salido del atrezzo de algún estudio cinematográfico.

Pero volvamos a las plantas. La arena es un sustrato muy exigente, pobre en sustancias orgánicas, que retiene poca humedad, y que resulta abrasiva cuando sopla el viento. No nos debe extrañar que haya una alta diversidad de especies arenícolas, a menudo relacionadas filogenéticamente con las especies de las praderas altas orientales. Sin embargo, aquí ya se empieza a manifestar esa zona de tensión florística y empiezan a aparecer elementos de la otra Norteamérica, la occidental, y en cierta medida, también meridional. Las grandes rosetas que se ven en algunas de las fotos de paisaje de arriba son Yucca glauca (izquierda), un género especialmente diversificado en la zona intermontana y en Texas.

Sin embargo, lo que para mí constituyó un indicador de que la flora estaba cambiando es la presencia de cactáceas. Estos cactus que se aventuran por el oriente de las rocosas son humildes y huidizos, pasan desapercibidos incluso en la pradera invernal, pero no por ello es menos emocionante encontrarlos en nuestro viaje al oeste.

Nuestra visita fue demasiado temprana como para disfrutar de la plena floración de las Sandhills, algo que me gustaría presenciar en algún momento, pero aún así hubo algunas flores que se dejaron ver. Linum lewisii es un lino nombrado en honor del explorador Meriwether Lewis, el de la famosa expedición de Lewis y Clark. Oxytropis lambertii es una legumbre muy tóxica para el ganado debido a la producción del alcaloide swainsonina y que por lo tanto se clasifica como “hierba loca” (locoweed) por los ganaderos. Lithospermum caroliniense es una llamativa boraginácea especialista de sustratos arenosos.

A pesar de lo peculiar de este entorno, no existen endemismos de las Sandhills. Creo que el motivo principal es la falta de tiempo, ya que la totalidad del territorio estuvo cubierto por el hielo de las glaciaciones. Existe, no obstante, una especie que sí es prácticamente endémica de esta ecorregión (con solo otra localidad fuera de la misma, en Wyoming, también en dunas de arena): Penstemon haydenii. Los Penstemon son unas plantagináceas muy llamativas y especialmente diversas en la zona intermontana y el oeste, así que su presencia aquí también es indicativa de esa tensión florística que se hace cada vez más patente. Nuestra visita fue demasiado temprana como para verlas en flor (la foto de abajo a la derecha es de Wikicommons), pero en nuestro herbario institucional encontramos la segunda recolección de esta especie, recogida nada menos que en 1893.

Pese al aspecto árido de la zona, se trata de una región con abundantes zonas húmedas. En las vaguadas entre las colinas el nivel freático es suficientemente alto como para originar masas de agua temporales que se llenan de plantas acuáticas eincluso helechos. Existen además algunos riachuelos que atraviesan las Sandhills, de los cuales me fascina por su nombre tan dramático el Dismal River (río Desolación). Solamente en los tramos fluviales es donde se pueden desarrollar algunos arbolillos, entre los que destaca un enebro, Juniperus virginiana, y arbustillos riparios, como varias especies de groselleros. Mi favorito es Ribes odoratum, que además de unos toques rojos en su corola despide una penetrante fragancia a clavo.

Aunque me gustaría seguir hablando de este lugar tan especial, toca seguir camino hacia el oeste. Para los seguidores habituales: es muy posible que os traiga de regreso en el futuro para contar más historias sobre Nebraska, pero no será hoy.

La Interestatal 80 continúa hacia el oeste remontando el río Platte Sur. Todo este trayecto continúa recorriendo las vastas llanuras que nos llevan acompañando durante cientos de kilómetros, profundamente modificadas por la agricultura y la ganadería. Recorrerlas milla a milla y contemplando el lento avance en el mapa te ayuda a darte cuenta de la escala de un continente entero. Las paradas en estaciones de servicio y pueblos locales presentan a una población en tránsito, que en su mayor parte pasan están de paso entre el este y el oeste y a los que nada se les ha perdido allí. Esta, y no la apacible grandeza de las Sandhills, es es la parte de Nebraska que los estadounidenses evocan cuando se les nombra este estado y que por ese motivo aparece como motivo de burla en todo tipo de shows televisivos. Sería como mentar a las provincias más vacías y llanas de la España vaciada como quintaesencia de lugar aburrido y por el que se pasa para ir de un lugar a otro pero en el que nada te retiene. Es como si la propia existencia de Nebraska fuese la de poner distancia entre el este y el oeste. Como respuesta a este pensamiento, desde la autovía se anuncia la existencia de un puesto restaurado del Pony Express, el servicio de correo a caballo que permitía mandar cartas entre California y el este del país. Estuvo operativo apenas un par de años 1860-1861 ya que se volvió inmediatamanete obsoleto tras la llegada del telégrafo y los planes de ferrocarril transcontinental. Pese a su corta duración y su nefasta rentabilidad, la imagen  de los carteros a cabllo recorriendo las Grandes Llanuras sigue cautivando la imaginación.

La autovía se bifurca y seguimos la I-76 que se adentra en Colorado. El clima aquí es tan seco que el desarrollo de las praderas está muy limitado. Entramos en el territorio de las shortgrass prairies. Allá donde la vegetación natural se deja ver, más que a una pradera empieza a parecer una estepa. Además de gramíneas y forbias empiezan a dejarse ver arbustos leñosos que nos resultarán muy familiares en las zonas intermontanas, como la Artemisia filifolia (derecha) que llega a ser dominante en grandes extensiones del paisaje.

Últimas paradas botánicas antes de llegar a nuestro destino de este capítulo. Tres ejemplos rápidos de géneros que ya, efectivamente, nos van indicando lo mismo que los sombreros de cowboy: estamos en el oeste. Ahí tenemos ya florecidos algunos gloriosos Penstemon, aparecen también nuevos Astragalus (los tengo asociados a condiciones mesetarias, tanto en Iberia, como en Anatolia, y en la zona intermontana) y alguna que otra especie de Sphaeralcea, unas malváceas rojas o naranjas, también muy típicas del oeste. Sin embargo, lo que más ilusión me hizo ver fue una Castilleja, orobancáceas hemiparásitas que desde mi visita a California las tenía asociadas a la flora occidental de EE.UU.

Tras casi 1500 kilómetros desde el Misisipi, la monotonía de las llanuras llega a su fin. Reconozco que la impresión de llegar a las Rocosas me pilló de sorpresa. Quizá esperaba una transición más gradual hasta un paisaje montañoso, pero no: las Grandes Llanuras se acaban abruptamente con la irrupción de una muralla impenetrable. La ciudad de Denver, a los pies de la cordillera, se presenta como la puerta de entrada. Ya veremos más tarde por dónde continuar camino.

Foto: CC por Robert Kash

Perpetua

$
0
0

(Divagacionistas #relatosMascotas)

No me acuerdo bien del día que Perpetua llegó a casa, simplemente un día estaba ahí, en su recipiente de plástico lleno de agua, con su isla y su palmera. Perpetua no perdía el tiempo demostrando que no le gustaba nada su simulacro de paraíso tropical de poliestireno naranja. Nunca la vi escaparse, pero mi actividad ineludible al regresar del cole era buscarla por la casa, a veces durante un buen rato, hasta que la encontraba detrás del sofá o debajo del escritorio. La devolvía a su isla, le daba de comer y pasaba tiempo con ella, así todos los días.

Un día de octubre mis padres leyeron un artículo en una revista que decía que las tortugas de Florida transmitían enfermedades. Ocultándome sus motivos me hicieron una encerrona para explicarme que Perpetua tenía que hibernar, pero que no me preocupase, que volvería por sus propios medios en primavera. La mejor demostración de mi credulidad fue que no sentí desasosiego cuando la vi caer a plomo en el cubo de la basura.

Desde el 21 de marzo siguiente empecé a buscarla a diario y un día, sin más, Perpetua estaba junto a la puerta cuando regresé del cole. Había crecido mucho, tenía el tamaño de una olla. No siendo posible ya retornarla a su isla, se dedicó vagabundear por la casa en cuanto le abrí la puerta. Al principio fue muy angustioso hablar con mis padres sobre el tema, ya que se negaban a verla, incluso cuando estaba delante de sus narices. Parecían preocupados y aunque me pidieron que dejara de mencionarla delante de mi hermana, sí que me pidieron que contase todos los detalles al médico. Finalmente aprendí que mis padres estaban más tranquilos si dejaba de hablar de Perpetua por completo y me acostumbré a ignorarla si había gente delante.

He sido capaz de vivir con Perpetua todo este tiempo, pero la convivencia se ha vuelto insostenible. Uno diría que un reptil de más de dos metros no puede esconderse en una casa y, sin embargo, casi nunca sé dónde está. Me sobresalta en los momentos más inconvenientes: en el pasillo cuando voy a beber agua en mitad de la noche, o mirándome fijamente mientras me acuesto con mi mujer. Sé que quiere decirme algo, pero las tortugas no hablan y me atormenta pensar que hasta que no la entienda nunca dejará de asustarme.

Bingewatching «El hombre y la Tierra» en 2022

$
0
0

Me he propuesto ver completa la serie «El hombre y la Tierra«, del ínclito Félix Rodríguez de la Fuente, y aunque apenas llevo revisitada una pequeña parte (era mucho más extensa de lo que recordaba, y muchos episodios no los había visto nunca), ya me están surgiendo algunas cosillas que decir. La idea principal es que voy a hacer un breve comentario de cada episodio como si fuese una crítica rápida en Rotten Tomatoes o algo así, en plan bruto. Estas críticas las tendréis disponibles según vaya avanzando el visionado en este hilo de Twitter. El objetivo es bastante ambicioso porque la serie consta a su vez de tres bloques: Fauna venezolana, la primera en rodarse (1974) que consta de 18 episodios (9 horas); Fauna ibérica, la más extensa, que se rodó entre 1975 y 1979 y que incluye episodios televisados de forma póstuma (92 en total, 46 horas); y el bloque de Fauna canadiense (1979-1980) durante cuyo rodaje tuvo lugar el accidente en el que murió FRF y parte de su equipo y del que llegaron a producirse 14 episodios, con 7 horas de duración. Aunque el hilo de Twitter contenga las críticas, me ha parecido necesario extenderme un poco más sobre algunas apreciaciones a vuelapluma al comienzo de este proyecto (ya veremos si hay alguna conclusión final). La serie está disponible en la web de RTVE. En el hilo voy a poner los episodios algo desordenados y empezando por la fauna ibérica.

Comentarios generales:

Lo primero es lo gratificante que resulta comprobar que, como comunicador, FRF ha aguantado muy bien el casi medio siglo que ha pasado desde que lo petaba. Muchos han intentado imitarlo, pero el carisma no se compra en Amazon, y a él innegablemente le sobraba. No me cuesta trabajo imaginarle como un youtuber-divulgador de haber sido millenial, o de que su leyenda creciese durante décadas como la de Attenborough. Lo de youtuber no lo digo por decir: a Félix se le nota que le gustaba chupar cámara como si fuese toda una celebrity de alto copete, y no le cuesta saltar de un tono divulgador, científico y riguroso a otro poético y lleno de licencias al más puro estilo Sagan (es decir, haciendo el disclaimer necesario sobre la licencia hecha o por hacer). De trato difícil en persona, según las crónicas, delante de las cámaras era sin duda un comunicador que entendía a la perfección el medio en que que se movía.

Atención a la prestancia y el glamour que no se pierde ni teniendo a un pajarraco en la mano. El rollo setentero de la serie con sus jerseys, sus gabardinas, sus boinas y sus pelazos forma parte esencial del visionado en 2022 y disfrutable tanto o más que los animalicos en sí mismos.

A nivel audiovisual, en gran parte la serie ha aguantado estupendamente el paso del tiempo. Las grandes escenas no han perdido vigencia y resultan muy meritorias si se tiene en cuenta cuánto han avanzado los medios. Contemplar las espectaculares escenas de caza de los lobos o sentirse un voyeur por curiosear las íntimas escenas familiares de unos turones o unos abejarucos seguiría planteando dificultades hoy (¡quizá incluso más, si se quisieran obtener todos los permisos!) y se resolvieron maravillosamente; siguen siendo una delicia. Los mayores problemas desde una perspectiva de los años 20 (empachados de material audiovisual trepidante) vienen quizá de la falta de ritmo de muchos episodios en los que hay mucho metraje de relleno. Hay veces que las entregas no siguen el ritmo del tema central propuesto y eso se nota. Ojo, no estoy hablando de limitaciones típicas e inevitables del mundo documental en el que la fauna no incluye actores a los que puedes dirigir (fallos de raccord, planos y contraplanos totalmente inventados,…) esos son disculpables e inevitables, aunque hoy cantan mucho más.

Quienes lo recordéis estaréis de acuerdo conmigo en que la tensión de esta escena no la supera un episodio de Breaking Bad. Esto es puto arte

No hay que olvidarse tampoco de que la figura de FRF también pasó (y quizá aún sufre) ciertas críticas sobre cómo se consiguieron tan espectaculares imágenes, que a menudo vienen del sector más peluchista y animalista de la sociedad. Una parte de esas críticas son totalmente infundadas: obviamente muchas de las secuencias de la serie son «manipuladas» en el sentido de que se consigue una narración uniforme a partir de metraje que no lo es (situaciones amañadas o forzadas). A poco que se indague sobre cómo funciona el documental de naturaleza se puede ver que esos recursos son casi imprescindibles. Sí que puede ser cierto que ciertos aspectos éticos del trato animal no serían posibles hoy, pero al igual que los demás aspectos de seguridad, ética y realización modernas. Lo verdaderamente alucinante de todo esto es que uno de los problemas principales es que FRF himself era un peluchista. Resulta muy chocante ver hoy en día de esta serie es lo sobón que era el cabrón y cómo le gustaba toquetear y acariciar a los animales. Esa parte creo que ha envejecido fatal y sin embargo nunca la he visto criticada por los salvacotorras.

Abro debate: ¿Era FRF un peluchista que hizo el hombre y la Tierra para poder sobar lobos? ¿Se hubiese convertido con el paso de los años en un Joe Exotic cañí antes que en un Attenborough?

Lo que más me está gustando de este ejercicio es comparar la situación de la biodiversidad de pelo y pluma en España y su conservación en los años 70 del siglo pasado con la situación actual. A veces el cambio es abismal (para bien y para mal) y a veces no tanto. Por ejemplo, es muy habitual que FRF hable de «los últimos» buitres negros, águilas imperiales, linces ibéricos, etc a los que retrata al borde de la extinción. El éxito en la recuperación de muchísimas de estas poblaciones es un éxito que hay que celebrar. El enfoque de las iniciativas conservacionistas, sin embargo, no siempre ha envejecido bien y hoy se ven transnochadas. FRF era muy condescenciente con la caza y recurre una y otra vez a conceptos como lo «beneficioso» de una especie para el hombre (p.ej., comiendo roedores o insectos) como argumento principal. Puede ser, por supuesto, que esos enfoques fuesen una concesión de los creadores de la serie para transmitir de una forma más digestiva unos mensajes que hubiesen sido demasiado vanguardistas para la España de 1975, pero también es posible que el propio marco de la conservación aún pensase esas cosas. Curiosamente, la afortunada recuperación de las poblaciones de algunos de los animales más emblemáticos de nuestra fauna (lobo, lince, oso…) vuelve a traer al debate público exactamente los mismos argumentos y contraargumentos de hace medio siglo.

También es ambivalente (aunque quiero pensar que positivo) comparar la situación de algunos lugares concretos del país y comprobar qué fue de las preocupaciones sobre su incierto futuro que se ven en la serie. La carretera que hubiese destrozado la playa de Doñana nunca vio la luz y el ansiado parque marítimo-terrestre del archipiélago de Cabrera hoy es un parque nacional. Creo que no es una exageración decir que muchos de esos éxitos se debieron también en parte al impulso de la conservación que catalizó El hombre y la Tierra. Por otra parte, ver hoy las imágenes espectaculares de las Tablas de Daimiel y el paraíso perdido en mitad de la Mancha debería también quedar como ejemplo de fracaso nefasto del que al parecer, poco se aprendió (vuelvo a pensar en Doñana y su acuífero ahora).

No os voy a decir que os deis un atracón de la serie entera (ya os dejaré las críticas en el mencionado hilo), pero sí que os puede sorprender ver algunos episodios, si no lo habéis hecho recientemente (o nunca) y disfrutar de esa doble perspectiva: la del documental en sí y la del «metadocumental» que nos cuenta cómo éramos nosotros hace 50 años. Eso sí que era fauna.

Este jersey a juego con el gatete es tan protagonista de la serie como el propio Félix. Zara debería sacar una línea como esta cada temporada. El glamour, incluso más que el carisma, ni se regala ni se negocia.

Cosas que me pasaron en China

$
0
0


1. Asistir al congreso botánico más grande del mundo

La excusa principal por la que he pasado un par de semanas en China fue la celebración del XIX International Botanical Congress, que tuvo lugar en Shenzhen. Los IBC son por definición los congresos científicos de botánica más grandes porque están invitados todo tipo de investigadores que hagan algo con plantas: taxónomos, ecólogos, genetistas, etnobotánicos etc. Se celebran sólo cada seis años y se rodean de cierta pompa a la altura de tan solemne ocasión. Son como los juegos olímpicos de la botánica y se aprovecha, por ejemplo, para revisar el código de nomenclatura, de forma que cada nueva edición del mismo tiene el nombre de la ciudad donde tuvo lugar el IBC. Así, hace seis años en Melbourne, fue cuando se decidió ampliar las diagnosis de nuevas especies al inglés, además del latín (como conté aquí) en el llamado «Código de Melbourne», y el año que viene entrarán en vigor las nuevas actualizaciones en el que pasará a llamarse Código de Shenzhen.

Esta era la primera vez que asistía a un IBC, y la verdad es que ha sido una gozada. Si estos congresos por definición ya son mastodónticos, los chinos han querido salirse por todo lo alto con una edición que ha batido todos los récords (más de 6000 participantes y hasta 26 sesiones simultáneas en algunos momentos). El sarao tuvo lugar en el rutilante centro de convenciones de la ciudad, y es cierto que la comparación con unas olimpiadas venía a la mente una y otra vez.

 

A este congreso llevaba dos presentaciones orales. Casualidades de la vida, las dos se programaron en el mismo segmento de tiempo en dos sedes distintas. Cuando me monté en el avión no tenia acabadas ninguna de las dos presentaciones. Que se hubiese dado sólo una de las dos circunstancias (no digamos ya ambas) al comienzo de mi carrera hubiese sido motivo suficiente para una angina de pecho (qué años locos aquellos en los que tenía tiempo de sobra, acababa la presentación dos semanas antes del congreso y dedicaba los últimos días a practicarla hasta una precisión milimétrica). Ahora me doy por satisfecho por haber sobrevivido a un verano frenético más apagando incendios. Y sí, pude dar las dos charlas tras un pequeño ajuste en el programa.

Lo mejor del congreso fue algo que no me esperaba: reencontrarme con muchas personas a las que hacía tiempo que no veía. No sé si alguna vez llegaré a reconciliarme con las vicisitudes de la vida académica, pero poder estar en un punto del globo compartiendo espacio y tiempo con algunos de los referentes científicos de nuestros días en companía de decenas de amigos y colegas muy apreciados fue una experiencia que me ha calado más de lo que esperaba. Una de las noches tuvimos un evento privado la gente de mi gremio: estudiosos de musgos, hepáticas y antocerotas, y fuimos más de 100 (ni de cerca éramos todos, pero yo nunca había estado entre tanto briólogo). Conocí a colegas que nunca había visto en persona pero con los que había intercambiado cientos de correos, me presentaron a leyendas de la briología que resultaron ser de carne y hueso, me reencontré con otros tantos y conocí a la chavalería que está empezando. Me consta que este ambiente de cordialidad entre la comunidad musgóloga es único, y es todo un orgullo pertenecer a ella.

 

Fuimos todos los que estábamos pero no estábamos todos los que éramos, o algo así, ya me entendéis

2. Descubrir el Shenzhen oculto

Shenzhen, justo al norte de Hong Kong y rozando el Trópico de Cáncer, es una ciudad china atípica. Aunque tiene unos 6000 años de historia, durante la mayor parte de este intervalo fue un simple pueblo pesquero. A partir de los años 80 recibió un estatus especial por parte del gobierno para fomentar su desarrollo económico y hoy en día es una de las ciudades más ricas del país, con 10 millones de habitantes. Se trata de una de las ciudades del mundo que ha experimentado un crecimiento más rápido, y durante un tiempo se le consideró el «Silicon Valley del Hardware». Víctima de su propio éxito, el nivel de vida se ha vuelto tan caro allí que la industria está huyendo (¡de una ciudad china!) a otras ciudades más baratas o a países del sudeste asiático.

Vistas desde mi hotel. El rascacielos de la izquierda es el Ping An Finance Center, completado este mismo año y que con sus casi 600 metros es el cuarto edificio más alto del mundo

Shenzhen es una urbe muy occidental (o mejor dicho, muy globalizada) que no ofrece nada especialmente memorable para quien visita China por primera vez, pero hete aquí que callejeando justo por el barrio en primer plano de la foto (entre el centro de convenciones y mi hotel), di con unos vecindarios que podrían remontarse a antes de la explosión demográfica de la ciudad y que han sobrevivido a la implacable proliferación de rascacielos y moles de viviendas. Hasta altas horas de la noche, estas calles son un hervidero de niños corriendo, gente cenando en mesas en la acera, las tiendas abiertas, bicicletas y motos sin luces que circulan en dirección contraria y gente haciendo su vida como si nada.

Paseando por aquí me di cuenta de que esta estampa tan vibrante es lo que impacta de los distintos Chinatowns con los que me he topado, de Manhattan a Usera. Ya sé que es una perogrullada, pero algo encajó cuando vi (incluso en Shenzhen) el modelo del que surgieron lo que no dejan de ser meros sucedáneos. Una cultura espontánea, activa y multitudinaria, pero a la vez cotidiana, pragmática a más no poder, de escupitajos en la calle y ausencia de ceremoniosidad con el forastero (que disfruta con la libertad que da el anonimato al verse en un lugar ciertamente peculiar). El contraste con la cortesía empalagosa y falsa de Estados Unidos es brutal, y se agradece. Aquí cada uno va a lo suyo, y el mero concepto de «espacio personal» no tiene sentido. Nadie se molesta si te pasan rozando o se te cuelan en unas escaleras.

Los comerciantes pasan el día en su tienda, viendo la tele, atendiendo al vecino,… viviendo a fin de cuentas. No hay separación entre la vida personal y profesional. Cuando en la «civilizada» Europa nos quejamos de que los chinos incumplen el horario comercial y compiten deslealmente, quizá se nos pase que no hay maldad alguna en ese comportamiento, sino que inocentemente reproducen lo que para ellos es lo más normal del mundo, la única realidad que conocen. Como inmigrante no dejo de pensar que incluso ciudades como Madrid tienen que resultar especialmente hostiles para gente que ha mamado una vida así. Una noche me siento en una de esas mesitas en la acera y pido una cena con el arte ancestral de señalar con el dedo lo que parece más apetitoso de la mesa del vecino y me doy el gusto de observar discretamente el espectáculo sin que nadie me haga ni caso.

3. Comprobar la disyunción «Asa Gray»

Finalizado el IBC, me uní a uno de los viajes de campo semi-organizados por el congreso. No me apasionan mucho los viajes organizados y con gusto me hubiese aventurado con algún colega botánico si hubiesen estado libres y dispuestos, pero la falta de alternativas y el desconocimiento de la naturaleza local me convenció para intentar unirme a otro grupo de naturalistas y así aprender algo. El destino de nuestro viaje fue la provincia de Guizhou (se pronuncia algo así como «Cuiyou»), una de las más rurales y pobres, y también una de las más montañosas y con mayor biodiversidad.

Nuestra primera parada fue en el condado de Libo, donde se da uno de los paisajes característicos de esta provincia, con unas curiosas colinas calizas muy redondeadas (como dibujadas por un niño) con arrozales en la planicie que hay a sus faldas.

Este paisaje me recordó inevitablemente a una versión inmensamente más extensa de los Mogotes, en Cuba, igualmente una formación caliza cubierta por vegetación tropical (subtropical, en este caso) inaccesible y que explica la conservación del bosque. Al igual que en Cuba, este paisaje está sometido a muchas lluvias, y sin embargo, el carácter poroso de las calizas hace que curiosamente las plantas tengan que estar adaptadas a una relativa escasez de agua (algo que ocurría también en los tsingys de Madagascar de una forma mucho más pronunciada porque el clima es más seco). En concreto visitamos la reserva de Maolan, reconocida en la directivas de reservas de la biosfera de la UNESCO.

Podría contaros muchas batallitas de este lugar espectacular, pero voy a quedarme con un detalle que me gustó especialmente. El botánico estadounidense Asa Gray se percató de que la flora del este de EE.UU. se parece mucho más a la flora del este de Asia que al propio oeste de Norteamérica. Muchos de los géneros de plantas son compartidos entre estas dos regiones, hasta el punto de que si se está familiarizado con la flora de una de ellas, pasear por la otra puede dar algún que otro déjà vu. Un dato menos conocido es que, en menor medida, también el este del Mediterráneo contiene algunos vestigios de esta flora arcaica.

Pues bien, en una de las riberas de Maolan encontramos Liquidambar formosana (izquierda), un árbol muy chulo de hojas trilobadas cuyo género encarna muy bien esa disyunción. Es una de las tres (creo) especies asiáticas que tiene su reflejo en el este norteamericano con Liquidambar styraciflua, un árbol que conozco bien porque se planta mucho en jardines por aquí y al que he visto en su hábitat natural en Louisiana, Carolina del Sur y Georgia (en ese caso las hojas tienen cinco puntas, no tres). Para acabar de rizar el rizo, este es uno de los pocos géneros en los que se da la disyunción extendida y está presente de forma testimonial en algunos enclaves muy reducidos de Anatolia, uno de los cuales pude visitar en 2006. Por lo tanto, ya puedo decir que he visitado los tres centros de la disyunción y me he hecho este mapita de mis observaciones en iNaturalist para celebrarlo.

4. Comer orugas fritas

Desde el punto de vista gastronómico, este viaje ha sido una delicia. Más allá de los clichés de la comida china que consumimos en occidente, cada comida o cena han sido oportunidades de probar frutas y verduras totalmente desconocidas (fruto de loto, pitahayas, lechugas chinas,…), carnes (pollo, cerdo y pato, sobre todo) preparadas de formas apetitosas a veces, y en formatos menos familiares otras (cabezas de pato guisadas, patas de gallina fritas,…) pero también muy ricas. Sopas, guisos, ensaladas,… de verdad que, en general, una pasada.

Ahora bien, lo realmente memorable fue cuando, paseando por la noche en la ciudad de Libo, en uno de tantos puestecillos de comida me encuentro con esto:

Si ampliáis veréis que lo de la izquierda son cigarras, lo del centro saltamontes y lo de la derecha orugas de lepidóptero. De pasada le hice solo una foto y seguí mi camino, pero unos segundos después pensé que quizá esta era una de esas oportunidades en las que se te brinda hacer algo insólito que luego no se te vuelven a presentar. Así que, para fascinación del resto de la cuadrilla botánica, le hice gestos a la cocinera de que quería probar las orugas y las cigarras (los saltamontes tenían «muchas alas» y me dio demasiado yuyu).

Al principio hubo cierto desconcierto sobre mis intenciones y ya me estaban intentando sentar en una mesa para ofrecerme una cena completa. Por suerte, un chaval andaba por ahí con una de estas aplicaciones de traducción directa (ya sé lo que mis amigas traductoras pensarán de esto, pero es lo que hay) y dejé claro que sólo quería probar. Mi idea era simplemente pillar al vuelo los bichejos y degustarlos mientras me durase la enajenación mental, pero no conté con que necesitaban de cierta preparación, así que hubo unos larguísimos minutos de espera durante los cuales conseguí mantener estoicamente mis intenciones. La buena mujer cogió un puñado de orugas y tuve que convencerla que, de verdad, sólo quería probarlas. Durante la espera le pregunté al chico que si no podía directamente comerme una sin pensármelo mucho. Escribió una parrafada en chino que la aplicación tradujo como «puedes comerlas así si quieres, pero no te van a gustar», la rotundidad de semejante afirmación me pareció suficientemente convincente para tener algo más de paciencia. Finalmente, la cocinera me trajo esto.

Y he aquí la evidencia de que cumplí mi propósito para regocijo de propios y extraños.

 

Bueno, y a ver ahora cómo explico esto. La cosa es que estando ambos bichos fritos, apenas tenían sabor propio, era pura fritanga. De hecho casi me decepcionó no encontrar algún tipo de sabor nuevo, aunque hubiese sido asqueroso. Las orugas, sinceramente, a lo que más me recordaron fueron a patatas fritas diminutas. Algo crujientes por fuera y con un contenido pastoso pero muy neutro, como a fécula de patata. Las cigarras eran mucho más crujientes pero el exoesqueleto no era incómodo de masticar ni era desagradable al gusto (disclaimer: sólo me comí el abdomen). En este caso me supieron más como a gambas rebozadas. De nuevo, nada de sabores extraños ni novedosos, todo es puro prejuicio cultural de llevarte un bicho a la boca. Aunque insistí en pagar algo, me invitaron al piscolabis, imagino que el espectáculo ofrecido debió satisfacerles suficiente.

5. Recrearse en el comunismo vestigial

Ya he mencionado antes algunos elementos del carácter chino que me han gustado mucho, sobre todo estando inmerso en la sociedad estadounidense, a menudo tan superficialmente algodonosa, llena de cortesía de gomaespuma y «kind reminders» pasivo-agresivos. Espontaneidad, pragmatismo, sinceridad… en China la gente va a su bola, sin preocuparse de normas ni convenciones. Sin embargo, la gran contradicción con la que choca el carácter chino es justamente con su pasado comunista. De vez en cuando la vida en China se ve salpicada por momentos absurdamente rígidos, controles de seguridad, disciplina marcial e iconografía kitsch.

Murales en una zona industrial reconvertida en centro cultural en Guiyang

La primera mañana al bajar al lobby del hotel para preguntar por el centro de convenciones, había ya montada una mesa con el logo del congreso y, tras ella, siete (¡siete!) voluntarios uniformados con unas camisas muy monas. En cuanto me acerqué a ellos, se levantaron al unísono, casi cuadrándose, dispuestos a orientarme (con todas sus buenas intenciones, porque resultó que todos ellos hablaban exclusivamente chino). Este tipo de excesos, gente con empleos superfluos, de pie en las esquinas, como vigilando pero sin hacer nada (durmiéndose, de hecho, al acabar el día), cuadrillas de guardias armados patrullando el congreso y controles de seguridad en los lugares más insospechados, me parecieron en efecto vestigios comunistas pero que por otra parte no encajaban nada en la forma de ser de los chinos. Controles, además, bastante inútiles: conocí a un investigador que trabaja con madera y que en su maleta (que tuvo que meter dentro del congreso el último día porque su vuelo salía por la tarde) contenía un serrucho. Nadie le dijo ni pío tras pasar por los rayos X.

El momento culminante del reencuentro con el comunismo pop fue la visita al museo de la Larga Marcha que hay en Tuchengzhen. Por allí fue donde Mao y el Ejército Rojo despistaron al ejército de la República de China cruzando cuatro veces el río Chishui.

 

El museo en sí mismo no tiene especial interés si no sabes leer chino excepto por un impresionante conjunto monumental con los protagonistas del suceso (parecía bronce, pero lo mismo era corchopán) y una maqueta luminosa donde te contaban los movimientos del Ejército Rojo en la zona. Lo mejor, por supuesto, era la tienda de souvenirs.

Mis favoritas son las de forma de corazón (izquierda)

6. Aprender de los mayores, para bien y para mal

Lo del viaje de campo organizado fue una cosa curiosa. Nos juntamos un grupete majo bastante diverso de al menos diez nacionalidades distintas, en general con una media de edad bastante alta (no sé si la gente joven cada vez está menos interesada en el campo o que el viaje era muy caro). Entre nosotros había distintas personalidades, pero ciertas actitudes de la gente más madura siempre me hacían sonreírme: gente que rechazaba de plano las redes sociales, que criticaba el uso del teléfono móvil, que (pese a cumplirse ya casi 20 años del primer APG, o clasificación de las angiospermas basándose en filogenia molecular) seguía recelosa del uso del ADN para mejorar la taxonomía. Había incluso quien se quejaba porque todo estuviese en chino y porque al preguntar a la mayoría de los extraños por la calle, nadie supiese inglés. Pensando en alguna persona en concreto, bajo esa máscara de gruñonería y suficiencia, lo que veía en el fondo era una vulnerabilidad manifiesta ante el siglo XXI, incluso entre gente supuestamente bien viajada.

Casualidades de la vida, nuestro grupo incluía también a Friedrich Ehrendorfer y su mujer Luise. Este nombre quizá no os diga nada pero es uno de los autores del famoso Strasburger, uno de los libros de texto de botánica más usados en España (en las ediciones más recientes, él ya no participó, pero en la que yo usé en mis años mozos, sí). Este señor, discípulo nada menos que de Stebbins, acababa de cumplir 90 años y sin embargo nos dio una lección a todos de cómo se va a un viaje de campo. Tanto él como su mujer formaban un equipo perfecto, llevando notas minuciosas de todas las especies encontradas, fotografiando todas las plantas y llevando al día y actualizando todas las observaciones (botánicas, paisajísticas, sociales, etc) del viaje, como queriendo estrujar cada momento. Recuerdo en concreto momentos de pereza generalizada en un autobús y a él, poniéndose de pie en el pasillo, cámara en mano, y acercarse con dificultad a la parte delantera del vehículo para tomar una buena imagen del paisaje. Quizá como no podía ser de otra manera, esta pareja entrañable y de trato magnífico nos tenía a todos encandilados con su excelente talante y buen ánimo en todo momento.

Tuve la suerte de tener un par de charlas con él, unos encuentros que me gustaron especialmente. Hablamos de la importancia de resolver las cuestiones más fundamentales de la filogenia y se confesó admirado de las capacidades técnicas actuales que habíamos podido disfrutar en el congreso y que eran a su juicio «muy superiores» a los métodos anteriores. Mencionó entre risas los años locos en los que estaba de moda la fenética. También le pregunté por Stebbins. Según él, fue quizá la última persona que fue capaz de tener un dominio personal puntero de las distintas ramas de la botánica evolutiva, en parte por sus capacidades individuales y en parte porque a partir de cierto momento la expansión del conocimiento hacía imprescindible especializarse más.

Es curioso cómo el viajero más mayor de toda la cuadrilla era uno de los que estaba más receptivo a los últimos avances científicos, uno de los más activos aprovechando la experiencia y quizá de los que más disfrutó el viaje. Un claro contraste con otra gente no tan veterana, y sin embargo mucho mas gruñona. Aunque no tenga nada que ver con China, conocer a nuevas personas me sirvió también como recordatorio personal de que la vida es una exploración continua en la que nunca hay que dejar de poner al día el cuaderno de campo y en la que siempre habrá cosas nuevas que descubrir.

Foto sin venir a cuento del pabellón Jiaxiu en Guiyang (finales del siglo XVI, dinastía Ming) y de su reflejo en el río Nanming, porque no sabía dónde colároslo

7. Encontrar «el musgo que emocionó a Elizabeth Britton»

Una de las últimas paradas del viaje fue en el monte Chishui, uno de los enclaves donde se da el paisaje «Danxia», supuestamente exclusivo de China, reconocido por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. Nuestro guía no sabía muy bien cómo describir qué eran las formaciones Danxia, y por sus palabras (calizas que se ponen así como rojas) yo me temía que iba a ser como la Serranía de Cuenca y que lo de la exclusividad petrográfica china iba un poco de farol. El paisaje Danxia resultó ser, sin embargo, unas rojísimas areniscas (no calizas) cubiertas por un denso bosque en el que se mezclaban elementos subtropicales (palmeras, ficus, Schefflera, la versión salvaje del té,…) con géneros de zonas templadas (robles, Castanopsis -fagáceas asiáticas- y cupresáceas como la imponente Cunninghamia).

 

Aquí los briólogos estuvimos entretenidos con todo tipo de delicias especialistas de las areniscas incluyendo Bryoxiphium norvegicum, el musgo espada.

A este musgo le tenía ganas porque ando con la intención de encontrarlo en cierto lugar donde estoy seguro que está pero nadie lo ha visto aún. De momento esta es la primera vez que lo encuentro en la naturaleza y hay varias cosas curiosas que comentar de él, pero como esto está quedando un poco largo sólo diré que, aparentemente, este fue uno de los motivos que inspiró a la célebre brióloga Elizabeth Britton a dedicarse a estas plantas. Si todo sale bien algún día podré extenderme más sobre algunas curiosidades de este caramelito.

8. Pasar una noche en Shanghai

Cuando compré los billetes de avión, todas las combinaciones y trasbordos parecían horribles. Algunos vuelos me daban escalas muy largas o muy cortas. Lo malo de las escalas largas es que pasas mucho tiempo aburrido en el aeropuerto de turno. En este viaje he aprendido que las escalas largas dejan de ser aburridas si tienes la suerte de que sean MUY largas. La primera vez que el buscador de vuelos me ofreció una escala de 22 horas en Shanghai bufé de fastidio, pero luego lo pensé mejor: 22 horas es tiempo suficiente para poder disfrutar algo de Shanghai, una ciudad que no entraba en mis planes, así que al final opté por tener una despedida urbana del viaje.

Pude coger así el Maglev, el famoso tren de levitación magnética que une el aeropuerto con el centro urbano y que, con velocidades punta de 430 km/h, es el tren comercial más rápido del mundo. Llegué luego en metro hasta mi estación y, esta vez sí, pude disfrutar (ya solo y sin guía ni grupo) de esa sensación que echaba de menos de estar en una ciudad extraña en la que nadie va a entenderte más que a través de señas.

Shanghai fue la ciudad más cosmopolita de las que he visitado, con algunas señales de calles en inglés y con una mayor proporción de occidentales y de gente de otras culturas. En el centro aún sobreviven edificios de la época colonial, y hay callejuelas que parecen rurales y remotas. Sin embargo, la atracción que parece atraer más gente y la visita imprescindible, es de una aglomeración que asusta.

The Bund es el paseo a la ribera del río que recorre algunos de los edificios históricos de la ciudad. La principal atracción, sin embargo, está al otro lado, en el barrio de Pudong, el centro financiero de la ciudad que ofrece el famoso skyline:

La verdad es que es un espectáculo que impresiona. No sólo por la imagen en sí, los rascacielos con luces de colores y los barcos recorriendo el río Huangpu, sino por la propia atmósfera. La aglomeración de gente es tan grande que en cierto momento de la noche incluso hubo policías para regular el tráfico. En uno u otro momento, cada una de esas personas nos esmeramos en retratar y retratarnos en aquel lugar. Es como si cada uno de nosotros, con nuestras pantallitas y cámaras tuviésemos la misma misión de dejar constancia de nuestra presencia allí. Por supuesto se puede hacer la crítica implícita de dar más importancia a la foto que a vivir en primera persona la experiencia, pero quizá animado por las enseñanzas del punto 6, también quise apreciar lo extraordinario que era aquel fenómeno que tan bien está reflejando la realidad del mundo actual: desde aquel lugar, miles de personas estaban produciendo otras tantas miles de imágenes, compartidas (preferentemente a través de Wechat, la onmipresente red social china, pero también de este humilde bloj, por ejemplo, unos días después) con otras tantas miles de personas que no estaban allí presencialmente, pero que de alguna forma también estaban siendo partícipes de aquella noche aunque fuese de forma virtual.

Alguna vez he dicho que quizá cada cierto tiempo el mundo ha tenido una ciudad que ha sido, a todos sus efectos, La Ciudad, el ombligo del mundo, el centro neurálgico y el escenario de la historia durante sus propios momentos dorados: Roma, Constantinopla, Córdoba, París, Londres, Nueva York,… Si, como algunos dicen, China está llamada a ser el nuevo país hegemónico, quizá Shanghai se convierta en ese nuevo escenario global y capital del mundo. Le falta aún mucho para adquirir el cosmopolitanismo de Nueva York o Londres, pero si alguna vez sucede no dudo que será una digna sucesora. A mí al menos, en el breve lapso de tiempo que pude disfrutarla, me fascinó.

 


Diarios del Midwest (1)

$
0
0

Fuente: QC Times

4 de julio de 2017. Los parques y paseos fluviales de Rock Island y Davenport están llenos de gente esperando al espectáculo de fuegos artificiales del Día de la Independencia. Lo que da a esta celebración un toque especial es que los fuegos se lanzan desde barcas en el propio río Misisipi, entre Illinois y Iowa, con el reflejo en el río y el skyline de la ciudad que te pille enfrente. Había visto algunas fotos como la que os pongo aquí y tenía ganas de disfrutarlo en persona. Los fastos del 4 de julio me parecen un momento único para ponerte tranquilamente en una esquina y observar al personal desarrollarse en su esencia más ingenuamente provinciana. Se parecen más a las fiestas mayores de tu pueblo que al tópico que nos viene a la cabeza con Will Smith matando extraterrestres. La gente se lleva sus sillitas plegables y sus bocadillos, a la fresca, esperando. El despliegue en sí me deja ambivalente. Visualmente no decepciona, pero lo entorpece todo la manía que tiene esta gente de poner música a la pirotecnia, cosa que en sí no es un problema siempre que la sepas acompasar… y no es el caso. Las explosiones se suceden arrítmicamente mientras suena un batiburrillo de Beyoncé, Justin Bieber, y el himno nacional, acompañado de gritos de «Oh yeah!» que acaban dándole a todo el sarao una atmósfera un tanto cómica. Bienvenidos al Midwest.

Retomo el bloj para contaros algunas de las cosas que me pasan por aquí y para dejar prescindible constancia de mis descubrimientos en este rincón del mundo. En los posts de esta serie ahondaré, hasta que el cuerpo aguante, en los estereotipos y sorpresas de la zona, curiosidades de historia, sociedad y naturaleza, y batallitas varias de abuelo cebolleta.

El Midwest (derecha) no es Nueva York, ni California ni ninguna de las zonas que estamos más acostumbrados a ver en las películas. Sabréis de él quizá que es muy, muy grande y muy, muy llano y esto agobia un poco al principio cuando eres nuevo en un área tan grande y necesitas alguna referencia para anclarte y empezar a ir diferenciando dónde está cada cosa. Ya me pasó en su día con Nueva Inglaterra: no especialmente montañosa, todo lleno de bosque, y todos los pueblos aparentemente intercambiables. Con el tiempo, si eres como yo, necesitas sentir los referentes geográficos e históricos, y cuando los encuentras te vas dando cuenta de que cada lugar del mundo es único.

Más adelante contaré cómo para un castellano de pro lo de las planicies agrícolas no debe representar mayor problema, pero si tengo que empezar contando cómo empecé a dar sentido al territorio a mi alrededor, por narices tengo que empezar con el verdadero e indiscutible eje vertebrador de toda la zona: ¡el puto río Misisipi! Porque sí, lo de vivir justo al cuarto sistema fluvial más largo del mundo tiene sus cosas interesantes y da para contar.

En concreto os escribo desde una de las partes del río en el que el cauce se desvía caprichosamente al oeste, formando la característica «nariz» del Chef Mimal en el estado de Iowa. Pues sí, el Misisipi fluye aquí de este a oeste y deja dos ciudades al norte (Davenport y Bettendorf, en Iowa) y dos al sur (Rock Island y Moline), que en conjunto conforma el entorno urbano de las Quad Cities, con unos 400.000 habitantes. Rock Island y Moline limitan al sur con el Rock River, un afluente del Misisipi, por lo que acaban siendo una suerte de península.

En el tramo del río entre el centro de Rock Island y de Davenport, existen dos puentes, el del centenario (contruido entre 1938 y 1941) con una silueta característica de cinco arcos, y el del arsenal, que data de 1896 y del que hablaré luego. En el río queda la isla del arsenal, un territorio que aunque técnicamente pertenece a Illinois, está bajo el control del ejército, que tiene allí un cuartel.

 

Puentes del centenario y del arsenal

Panorámica del Misisipi entre los dos puentes, vistas desde Davenport (Iowa)

Lo mismo pero desde Rock Island (Illinois). Este tramo del río es muy estrecho (unos 620 m), para nada representativo de la anchura del cauce del Misisipi, otro día os cuento por qué

Ruta de la «Grand Excursion» con motivo de la inauguración del ferrocarril de Rock Island. Fuente: Roseman & Roseman (Eds.) 2010. Grand Excursions on the Upper Mississippi River. University of Iowa Press

Diría que una de las cosas que hace de este lugar un sitio interesante es que fue una intersección crítica entre el transporte por ferrocarril y por barco. En efecto, el ferrocarril alcanzó el Misisipi por primera vez en Rock Island, y a esta línea se le dedicó incluso una canción folk (aquí la podéis ver interpretada por Johnny Cash, nada menos). Esto ocurrió en 1854, y con motivo de tan singular acontecimiento se organizó un viaje promocional conocido como The Grand Excursion al que se invitó a todo tipo de periodistas, políticos y personalidades de la costa este. A los invitados se les convocó en Chicago, donde estrenaron el tren hasta Rock Island. Ocho horas se tardaba entonces, un trayecto que hoy se hace en dos horas y media por carretera. Una vez en Rock Island embarcaron en los típicos barcos de vapor (steamboats o steamers, cuya imagen asociamos a la navegación por este río) y remontaron el cauce hasta llegar a Saint Paul (Minnesota) unos días después. En aquellos tiempos toda esta parte del país se antojaba remotísima y salvaje, y esta «gran excursión» tenía mucho de propaganda política y de declaración de intenciones sobre la doma y control del territorio, muy recientemente arrebatado a las poblaciones nativas. De hecho, en la isla del arsenal había originalmente un fortín estadounidense durante la Guerra de 1812 y otros conflictos posteriores que acabaron constituyendo la derrota definitiva de la mayoría de los pueblos nativos de la zona, y en particular de los sauks. Hoy en día, el líder sauk Halcón Negro sigue protagonizando muchos de los topónimos de la zona (e incluso hoteles y bancos locales), lo cual me parece un poco hasta de mal gusto: no creo que le hiciese mucha gracia si levantara la cabeza.

Los steamers cayeron en desuso después del crack del 29, pero se conservan algunos con propósito puramente turístico, para celebrar eventos, o como casinos flotantes, aunque sólo una minoría son históricos y muchos menos aún siguen propulsados por vapor. Pese a todo, a este estilo de naves se les sigue llamando steamers funcionen o no a vapor. A esta altura del río existen unos cuantos. Alfredo y yo tuvimos ocasión de viajar de gorra en el Celebration Belle (izquierda), y la verdad es que fue una experiencia curiosa pese a que se trata de una embarcación de factura reciente.

Sin embargo, la navegación en el Misisipi es de hecho muy activa pese a la desaparición de los steamers, y se debe sobre todo al transporte de mercancías mediante gabarras (barges, que las llaman aquí), que se popularizaron a partir de la I Guerra Mundial. Las gabarras constan de un remolcador de empuje (me perdonen ustedes el oxímoron, pero al parecer ese es su nombre en español) y una carga dividida en enormes compartimentos rectangulares que normalmente se usan para el transporte de grano y materias primas.

La típica gabarra del Misisipi

Estas embarcaciones están estandarizadas y se ven por todo el río Misisipi y muchos de sus afluentes. Uno de los motivos del tamaño estándar de las gabarras es que, como quizá sepáis, o no, en el curso alto y medio del río Misisipi el agua no fluye libremente, sino que su flujo está controlado por un sistema de presas y exclusas. Esta iniciativa se realizó, creo, durante los años 30 del siglo pasado precisamente para facilitar la navegación y evitar zonas de rápidos (de hecho en Rock Island había unos rápidos hasta que se represó el río). Los puntos del río con presa y exclusa están numerados del 1 al 26 y son uno de los elementos de ingeniería más característicos de esta zona del país. En las Quad Cities está el sistema de presa y exclusa número 15, que se ve aquí desde el aire y que converge precisamente con el puente del arsenal.

Lo interesante de esto es cómo se articulan las distintas circulaciones (fluvial, peatonal, ferrocarril y tráfico rodado) y cómo se mantiene la diferencia de nivel entre las dos secciones del río. Esto último se hace a través de una presa dividida en segmentos con una serie de elementos parabólicos que hacen fluir el agua en bucles antes de liberarla por debajo (roller dam). Este sistema se usa para generar algo de electricidad, y además las secciones pueden alzarse durante épocas de crecidas (como en la foto de arriba a la derecha) para que el agua fluya libremente. Como dato curioso, la de las Quad Cities es la presa de este tipo más grande del mundo.

El puente del arsenal tiene un carril peatonal y para ciclistas, una carretera de doble sentido, y una doble vía de ferrocarril (por encima). Cuando toca dejar paso a la gabarra de turno, la sección más meridional del puente se gira permitiendo que las embarcaciones hagan uso de las exclusas. Llevo meses con la idea de hacer un timelapse, pero como no sé si me va a dar por ponerme, os pego este de la Wikipedia y os hacéis una idea. Lo de quedarse esperando en el puente a que pase la gabarra es una de las vicisitudes más típicas de la vida en las Quad Cities. La espera puede prolongarse 20 minutos o más, así que como vayas con prisa siempre es mejor ir por el puente del centenario. La otra precaución que tienes que tener con este puente es que, puesto que está bajo la jurisdicción del gobierno federal (por pertenecer al ejército), más te vale que no te pongan una multa en él, porque te crujen. Esto se aplica también a ir sin casco por el carril ciclista (prohibido en el puente, pero permitido en Iowa e Illinois), algo muy habitual porque este puente conecta las rutas ciclistas fluviales de ambas márgenes. No sé si esto es leyenda urbana o no, pero hasta la fecha no he visto ningún control en el puente.

 

Estas fotos son del verano pasado, en una espera cuando el carril ciclista estaba muy solicitado y se hizo hasta cola al cerrarse el puente. Como se puede ver lo de la obligatoriedad del casco no se toma totalmente en serio.

A pesar de que este proceso parezca lento y tedioso, el transporte fluvial de mercancías sigue manteniéndose por una razón muy sencilla y quizá inesperada: su eficiencia. La relación entre carga transportada por cantidad de combustible le da sopas con hondas a la de transporte por carretera o ferrocarril, y por tanto contamina relativamente poco. Otra curiosidad: el operario de la exclusa permitirá el paso de cualquier embarcación que lo solicite de forma gratuita, ¡cualquiera! (como si vas en kayak). Eso sí, en caso de que haya más de una nave, existe un rígido reglamento sobre quién tiene prioridad del uso de las exclusas y el cruce de las mismas tiene lugar por riguroso orden. Creo que me dijeron que las naves del gobierno tendrían prioridad sobre todas las demás, pero no me acuerdo bien. Con buen tiempo no es nada raro ver varias gabarras esperando su turno a ambos lados de las exclusas.

Panel con las insignias de las distintas compañías de transporte fluvial (para que te entretengas identificándolas desde la distancia, si te apetece)

En fin, que toda la vida en las Quad Cities se vertebra alrededor del río, y que como entorno gana muchísimo gracias a él y eso queda patente desde que te instalas. Sin embargo, mi verdadero descubrimiento del Misisipi tuvo lugar cuando un colega geólogo nos llevó en su barco de campo a navegar río abajo, por canales naturales de distintos islotes, llenos de bosque, totalmente inaccesibles de otra manera.

El bosque de ribera del Misisipi a estas alturas de su cauce está dominado por arce plateado (Acer saccharinum), inconfundible por sus hojas produndamente lobuladas y su envés gris. Este arce soporta muy bien tener las raíces sumergidas y en las riberas, durante las crecidas, no es raro ver los bosques completamente inundados. No se debe confundir con el arce azucarero de la bandera de Canadá (Acer saccharum), aunque al parecer también le debe su nombre a producir algo de sirope, de mucha menor calidad.

 

Y fue aquí donde empezamos a ver las colonias de pelícano blanco americano (Pelecanus erythrorhynchos). Aunque los pelícanos son muy comunes en verano y se ven a todas horas desde la ciudad, estos encuentros fueron espectaculares y muy emocionantes. Estos bicharracos llegan a tener una envergadura ¡de casi tres metros! y resultan impresionantes de cerca. Sus poblaciones se vieron muy mermadas durante la época del DDT, pero en las últimas décadas se han recuperado espectacularmente.

 

El río es una gozada para los ornitólogos. Los pelícanos son quizá mis aves favoritas de aquí, pero tengo que recordar que las águilas calvas se ven por docenas en invierno, y en general se dejan ver todo tipo de aves acuáticas. Esta excursión me abrió los ojos a una parte del río que sigue indómita, salvaje e innacesible a pesar de todas las presas y puentes. Me hizo pensar en lo que tenía que ser todo esto antes de la colonización: una auténtica selva. Esta reminiscencia de un Misisipi aún más salvaje e indómito la volvería a encontrar en otros viajes que haría más adelante y de los que os hablaré en otra entrega.

Pero como esto me está quedando ya muy largo, acabo con una frivolidad. Ya iré contando más detalles microsociológicos sobre el Midwest, pero uno que llama la atención es el complejo de falta de sofisticación. No lo voy a abordar en este momento, pero voy a dejar caer un detalle sobre… pizzas. Lo de las pizzas en EE.UU. es curioso, porque aunque se parecen poco o nada a las que encuentras en Italia, los estadounidenses se las acaban tomando tan en serio que han generado sus propios estilos, que protagonizan encendidos debates sobre cánones y purezas. Véanse los estilos más famoros, el de Nueva York (psé) y el de Chicago (una guarrada), cada uno con sus seguidores y detractores. Pues bien, aquí donde les veis, en las Quad Cities tienen su propio y original estilo de pizza caracterizado por (atención que vienen curvas) poner el queso encima de todo lo demás, y cortarlas en tiras en lugar de en porciones radiales.

Os dejo a vosotros la interpretación de esta innovación gastronómica y motivo de orgullo culinario. Para que quede claro: sigo cocinándome todo yo mismo.

Apuntes sobre científicas heroicas

$
0
0

En el último número impreso de Principia nos propusimos que el tema de la revista fuese la contribución de mujeres extraordinarias al mundo científico. Esto en sí no era nada nuevo para nosotros, ya que en Principia (y en JOF, su predecesora) hemos tenido de forma constante redactoras (y redactores) que en cada número se han hecho eco de las protagonistas, a menudo olvidadas, de la historia de la ciencia y la cultura. El objetivo que nos propusimos fue el de publicar por primera vez para nosotros un número que estuviese protagonizado exclusivamente por mujeres, pero sin que ninguna de ellas fuera el típico comodín que todos ya conocemos (Marie Curie, Rosalind Franklin, etc). Se trataba de contar una serie de historias fascinantes sobre la interacción del ser humano con el conocimiento, y a nuestro equipo artístico se le pidió que se tratase a las protagonistas como los cómics tratan a los superhéroes.

El número por fin está disponible (¡compradlo!), pero si me dejo caer por aquí es para hacer algunos comentarios, quizá de perogrullo, sobre aspectos que me han llamado la atención al trabajar con estas 24 historias entre bambalinas.

Una de las ideas centrales del número era el de mostrar las historias desde un punto de vista heroico y positivo pero sin convertir el machismo en el tema en sí de las historias, sino que seguiríamos centrándonos en la dimensión científica de las historias como punto focal. Mi sorpresa, tanto con mi propia contribución como editando el resto, es que sencillamente fue imposible ignorar el papel del machismo. Tras empaparse de la biografía de muchas de nuestras superheroínas, no sólo resultaba injusto ignorar la multitud de zancadillas y obstáculos que tuvieron que superar. Nada nuevo hasta aquí en sí mismo, pero oye, fue lo que pasó. Lo que no me esperaba era hasta qué punto han sido frecuentes los descubrimientos o investigaciones de relevancia capital liderados por mujeres de los que no tenía ni idea (y debería, por ejemplo, por estar relacionados con la biología). Es inevitable preguntarse hasta qué punto los sesgos relacionados con el género (incluso involuntarios) están detrás de un recuerdo selectivo sobre quién y cuándo aportó algo a una disciplina.

La otra cosa que me ha llamado la atención es el papel de las parejas. Varias de las protagonistas de este número tuvieron como pareja sentimental a un hombre interesado y especialista en su misma disciplina. Esta circunstancia fue un arma de doble filo. Por un lado, tener a alguien que compartiese sus intereses y sus pasiones pudo hacer más fácil el desarrollo académico de la científica de turno, alguien que valorase y apreciase su valía. En muchos casos se dieron estupendos dúos investigadores que fueron fructíferos durante décadas. Sin embargo, estas parejas casi sistemáticamente se percibían desde fuera de una forma muy diferente, contando los éxitos de él como los genuinos y pasando ella a la historia a menudo como «la mujer de», pasando su labor intelectual a ser casi una curiosidad o un adorno de la de su marido.

Uno de los casos en los que se dio esta circunstancia fue justo en la biografía de la botánica sobre la que escribí: Elizabeth Britton (Elizabeth Knight en sus tiempos de soltera). Elizabeth se casó con Nathaniel Britton y ambos tuvieron una fructífera carrera botánica conjunta. Como tándem funcionaron estupendamente, pero a pesar de los casi 300 artículos científicos de Elizabeth y de su papel de liderazgo en la que seguramente fue la mayor contribución de este matrimonio (la creación del Jardín Botánico de Nueva York), la que acabó como segundona fue ella: pese a que los dos acabaron trabajando en el jardín botánico que ellos mismos habían hecho posible, ella nunca cobró un duro por su trabajo, detalle que aún no he terminado de asimilar.

En fin, que nada de esto son necesariamente noticias frescas, pero que aunque había acabado muy satisfecho con este número pero no había podido compartir estas conclusiones, pues las dejo caer por aquí a ver qué os parecen.

Diarios del Midwest (2)

$
0
0

Cómo me perdí el eclipse total más visto de la historia
(Dramita TRAGEDIA en seis actos)

Han tenido que pasar más de diez meses para que las heridas que me dejó en el alma el aciago 21 de agosto de 2017 hayan cicatrizado lo suficiente como para que pueda compartirlos con vosotros. Aquel día tuvo lugar un esperado eclipse total de sol: la sombra de la Luna proyectada sobre la Tierra atravesó Norteamérica de costa a costa en uno de los espectáculos más celebrados que pueden verse en nuestro planeta y para el que me llevaba preparando casi dos años. Como sois gente perspicaz y despierta ya os imagináis que esta historia no acaba bien, así que si os queréis unir a mis lamentos, o echaros unas risas, allá vamos.

Acto 1. Proemio
Lo de que ver un eclipse total de sol es algo que quiero experimentar antes de morirme  lo tengo cristalino desde hace mucho, pero claro, a no ser que te sobre el dinero o seas uno de esos adictos a los eclipses, raramente te planteas viajar una gran distancia para presenciarlo. Es más bien una de estas cosas que confías en que quizá en el futuro no te vaya a pillar demasiado mal. Hay que aclarar que, por supuesto, me refiero específicamente a estar en recorrido de la totalidad, o como queráis llamarlo: el corredor que queda totalmente a la sombra de la Luna, donde se puede ver la corona solar, etc etc. Si no tienes claro por qué un eclipse parcial al 99% es cualitativamente distinto a experimentar la totalidad, busca un poco por ahí que internet está lleno de fricazos encantados de explicarte por qué es una de las experiencias más extraordinarias que puedes vivir. Pero aquí vamos al drama: yo ya había visto varios eclipses parciales, e incluso el eclipse anular que fue visible desde Madrid en octubre de 2005 (inolvidable), pero yo quería, obviamente, la totalidad, el caviar.

Lo de que en 2017 había un eclipse solar que pasaba por EE.UU. no me acuerdo muy bien desde cuándo me sonaba, y la idea vaga de intentar hacer un viajecito a la totalidad siempre me había seducido, pero quizá la primera vez que me percaté de que iba a estar viviendo en Illinois cuando vi el mapa del camino de la totalidad, las piezas encajaron .

Por primera vez, un eclipse total iba a pasar muy cerca de donde presumiblemente me iba a encontrar en la fecha indicada. ¡Incluso sin moverme de casa más del 90% del disco solar llegaría a ocultarse! Se trataba de una oportunidad única que no se podía desaprovechar y la idea se hizo firme en mi interior: el 21 de agosto de 2017, yo tenía que estar debajo de la sombra de la Luna e iba a hacer todo lo que estuviese en mi mano para conseguirlo.

Acto 2: Preparativos

Como soy de naturaleza intensita, lo del eclipse me lo tomé demasiado en serio desde el principio. Incluso a pesar del resultado puedo decir que disfruté mucho de todos los preparativos y que en cierto modo estoy orgulloso de ellos; hice todo lo que estuvo en mi mano por que el día fuese un éxito. Hay algo único en prepararte para algo así, un contraste brutal entre la previsibilidad demoladoramente exacta, precisa e inmutable del acontecimiento en sí, que ocurrirá con un rigor cronométrico, perfectamente predecible, y de todas las variables que tú tienes que poner de tu parte para que exactamente en un día y en una hora estés en el lugar indicado.

Lo primero fue elegir la zona idónea. Había con años de antelación mapas muy precisos de por dónde iba a pasar el eclipse (esta página web estaba llena de recursos, y cómo no, se debe usar el el famoso mapa interactivo de eclipses, extraordinariamente preciso). A este eclipse ya se le estaba llamando «El gran eclipse americano» (ya sabéis que a peliculeros no les gana nadie), y se esperaba lógicamente una gran afluencia por pillar tan a huevo a mucha gente de Estados Unidos, efecto que seguramente sería amplificado por redes sociales, etc. De hecho, los eclipses son un tipo de acontecimiento muy singular en la que mucha gente se agolpa en lugares muy concretos (a menudo rurales y remotos) en cortos periodos de tiempo muy específicos. No hay que extrañarse de zonas que se quedan sin alojamientos, gasolineras sin gasolina, colapsos de tráfico en carreteras que no suelen tener mucho flujo normalmente, y un largo etcétera. Este eclipse era el primero en tener lugar en suelo estadounidense en una larga temporada y el primero de esas características desde que apareció Facebook y cualquier cosa podía pasar. Quizá al final quedara todo en agua de borrajas (en plan efecto 2000), pero no estaba de más ser previsor.

Contando con todo ello, tuve que elegir una zona que estuviese relativamente cerca, alejada de rutas muy transitadas (anticipándome a colapsos de tráfico), llegar al menos el día de antes, reservando alojamiento, llevar comida y el depósito lleno. Se daba además la circunstancia de que técnicamente el 21 de agosto era la fecha de inicio de las clases, así que o bien me decidía a suspenderlas o me buscaba alguna buena excusa para ello.

Todo este rollo os lo cuento para que os quede claro que le dí muchas, muchas vueltas al siguiente plan:

La zona elegida como cuartel general para observar el eclipse serían los alrededores de Columbia, Misuri:

Los motivos de la elección: estaba relativamente cerca (a cuatro horas y media de mi casa); se podía acceder esquivando grandes autopistas (y esperables atascos); estaba más o menos equidistante de los dos polos de población de Misuri (Kansas City y San Luis), que previsiblemente iban a acaparar la mayor parte del tráfico y además estaba relativamente cerca del eje de la franja de totalidad, permitiendo que la fase total del eclipse duraría más de dos minutos. (Sí, todo este sarao era por apenas dos minutos de espectáculo, lo cual le otorgaba aún más epicidad).

 

Estimaciones de greatamericaneclipse.com sobre principales vías de afluencia en Misuri

Comprobaremos que mi obsesión por evitar aglomeraciones formará parte de la catástrofe de esta tragedia. Confieso que no lo hacía sólo por el tráfico, sino por evitar un detalle que me horrorizaba: en la mayor parte de los vídeos de YouTube que vi sobre eclipses totales (y fueron muchos), la gente se ponía a gritar en plan hooligan durante la totalidad. El que suscribe estaba ya escarmentado de castillos de fuegos artificiales del 4 de julio en los que la gente vocifera y pega alaridos sin parar, así que trasladarlos a uno de los momentos memorables de mi vida era un accidente a evitar. Además, casi que lo que más me apetecía era ver el eclipse en un entorno natural, y comprobar los cambios en la conducta de las aves y los insectos de los que la gente hablaba. Columbia era un gran destino en este sentido, pues en un radio cercano había algunas pequeñas reservas naturales donde podía plantearme ir. Eso si la movilidad era posible, a malas siempre podía quedarme en la ciudad.

Con bastantes meses de antelación reservé una habitación en un motel en Columbia, para llegar el día anterior y ahorrarme agobios. Anticipándome a también a potenciales acompañantes de último minuto, la habitación podía acomodar hasta a cuatro personas. Ni qué decir tiene que me hice con gafas con filtro solar (un pack de diez) igualmente con meses de antelación. Los días previos al eclipse, la gente andaba como loca intentando hacerse con unas gafas, y por supuesto todas las plazas hoteleras en la totalidad se habían esfumado.

Como era mi primer eclipse total, quise seguir en parte el consejo que te da todo el mundo de olvidarte de hacer fotos y de centrarte en disfrutar de los escasos segundos de gloria. Pero pese a todo, como buen científico, quise estar listo para documentar el suceso y conseguí un trípode y una cámara réflex con la que tomar fotos a intervalos. De nuevo, estuve practicando con ella los días anteriores para que apenas me quitara un instante (retirar el filtro del objetivo al comenzar la totalidad).

Podía extenderme bastante más sobre la cuestión de los preparativos, pero creo que os hacéis una idea del nivel obsesivo que alcanzó este plan, así que pasemos al momento inevitable de toda tragedia en el que los dioses ejercen su papel y modifican el destino del héroe trágico que, por si quedaba alguna duda, fui yo.

Acto 3: Cambio de planes

Por circunstancias varias que no vienen al caso, a mediados de verano el plan lo iba a acometer yo por mi cuenta, en solitario. Ya había mandado un correo a mis alumnos animándoles directamente a que se dejasen de clases y que hicieran lo que pudiesen por llegar a la totalidad y el resto de preparativos estaban más que finiquitados. Era cuestión de días que la danza cósmica tuviese lugar, y entonces una pareja de amigos, L y D, decidieron unirse. Yo encantado, claro. Les dije que lo tenía todo previsto, que en la habitación cabíamos hasta 4 y que tenía gafas de sobra, así que sin problema. A cambio ellos se ofrecieron a que fuéramos en su coche nuevo, cosa que agradecí porque el mío no estaba para muchos trotes y quedarme tirado a medio camino (¡ay!) era una improbable pero catastrófica posibilidad. Hasta aquí, bien.

El problema llegó cuando L quiso saber dónde nos íbamos a alojar en Columbia: el motel no era de su agrado. Con tono serio me hizo ver unos días después que (¡atención!) la valoración en TripAdvisor de mi motel no era suficientemente buena para sus estándares y que se preocupaba por mi (su) seguridad. A mí todo aquello me sonaba a chino. Reconozco que yo me había dejado llevar por mis impulsos ahorradores y que la calidad del hotel no estaba entre mis preocupaciones cuando hice la reserva, pero aquella crítica estaba fuera de lugar. Es verdad que no leí las valoraciones de clientes anteriores, pero a mí con tal de que me dieran techo y ducha lo demás me daba bastante igual. Conociendo a L no me extraña, a posteriori, que fuese mucho más sibarita con el alojamiento, pero en ese momento me pareció un problema menor: si no querían venir que no vinieran, ¡yo era imparable! A L le dije que las plazas hoteleras estaban completas desde hacía semanas, pero que si ella encontraba un sitio que le pareciese mejor y que fuese razonable, que me lo pensaría. Challenge accepted.

Unos días después apareció victoriosa: había encontrado una autocaravana en una granja que se alquilaba dentro de la zona de totalidad, cerca de un pueblo llamado Clark, a unos 40 km al norte de Columbia.

La principal ventaja de este cambio de planes es que permitía que durmiésemos ya en un área rural, en pleno bosque, sin multitudes. En ese sentido, bien, ¡qué digo bien! Inmejorable, un lugar mucho mejor de lo que hubiese esperado. La concesión que había que hacer era que al estar más lejos del centro de la zona de sombra, la totalidad en el nuevo emplazamiento solo duraría 1:40 minutos. Me lo tuve que pensar mucho, pero al final me pareció que el cambio merecía la pena y accecí, sellando el fatuo destino de la aventura.

Apostilla: L me dijo que puesto que íbamos a tener un descampao forestal enorme para nosotros solos, que le iba a decir a sus padres y a unos amigos que vivían en San Luis que se pasaran a ver el eclipse. Adelantándose a mis temores (que no tenía pensado verbalizar porque no soy tan borde) me aseguraron que no gritarían como si fuesen fans de Justin Bieber (cómo me conoce la jodía). Me jacté interiormente de mi genial previsión comprando diez pares de gafas con filtro solar homologadísimo y le dije que sin problema.

Acto 4: Road trip

El 20 de agosto de 2017, L, D y el menda nos pusimos rumbo a Clark con tiempo de sobra. Atravesamos sin contratiempo ni atasco la campiña misuriense gracias a mi hábil elección de vías secundarias y llegamos a Clark. Tras adentrarnos por un camino rural sin asfaltar dimos finalmente con la granja. Los dueños (un matrimonio relativamente joven) y en general la familia al completo (tres churumbeles, todos ellos haciendo cosas de granjeros cuando llegamos) y todo el decorado  eran puro estereotipo de la ruralidad del Midwest. El padre de familia nos recibió con una coloradísima camiseta del partido republicano. Había cierta desconfianza en su mirada, quizá la idea de meter a unos profesores con inclinaciones científicas, uno de ellos con acento raro, en su propia granja no era tan buena idea después de todo. Como supimos después, se enteraron del eclipse hacía unos días y decidieron poner a disposición de Airbnb su caravana, por lo que éramos sus primeros clientes. En aquel momento no se me ocurrió que a L no parecía importarle que una caravana en mital del campo, de unos rednecks desconocidos y sin ninguna valoración de Trip Advisor le pareciese más segura que el motel de Columbia. Hubiese sido demasiado tarde de todas formas.

La caravana en sí, como a medio kilómetro de la granja propiamente dicha y en el claro de un bosquecillo, parecía ideal. Dato curioso: en su interior había revistas sobre vida autosuficiente y «off the grid» (todo sobre paneles solares, compostaje, y un largo etcétera). No deja de tener su gracia cómo unos republicanos de pro, seguramente trumpistas hasta la médula y anti-gobierno de cualquier tipo acaben teniendo el mismo tipo de lecturas que los jipis más jipis de las cooperativas de Portlandia.

Cuando nos instalamos en la caravana quedó claro que ni L ni D eran especialmente camperos. Me dijeron que para mi tranquilidad, se habían traído un cuchillo para defendernos. Aquí casi se me cortocircuita el cerebelo. Yo no me sentía amenazado de ninguna manera, más bien estaba encantado de estar en el campo, ver las luciérnagas al atardecer y escuchar búhos, y aquí los autóctonos pensando en si nos iba a atacar una alimaña salvaje. Yo antes me hubiese inclinado a pensar que el mayor riesgo era el de la familia de granjeros de la que nadie sabía nada y a la que, seguramente, su colección de trabucos y armas semiautomáticas nuestro cuchillo se las traía al pairo. Debe ser parte del choque cultural el hecho de que esa revelación (la de que íbamos «armados») no me tranquilizó lo más mínimo. Al menos no se trajeron una pistola. O quizá, ahora que lo pienso, se la trajeron y no me lo dijeron.

Por supuesto, la noche fue muy tranquila y sin incidentes, pero yo apenas pegué ojo, y no paraba de mirar la previsión del tiempo y de la nubosidad. Y aquí me toca hacer un nuevo inciso.

Mapa histórico de nubosidad por la tarde en días de agosto, que también estudié con detalle durante la preparación. El midwest estaba todo en una zona de lotería. Tendría que haberme ido a Nebraska occidental solo para haber reducido la probabilidad de nubosidad tan solo un 10%

Evidentemente, desde un primer momento yo era consciente de que todos mis preparativos y precauciones no valían para nada sin un cielo despejado, y esa, la de la nubosidad, era una de las circunstancias contra la que poco se podía hacer. Desde la semana anterior escrudiñé cuidadosamente todo tipo de predicciones de nubosidad, y los resultados fueron siempre imprecisos. Nubes y claros. Cualquier cosa podía pasar. Nubes y claros pueden ser todo un éxito o un desastre dependiendo de lo que pasara en una ventana de un minuto y cuarenta segundos. Lo demás daba un poco igual. Si bien había cierto margen de maniobra (tenía un par de localizaciones de emergencia pensadas), todo dependería de cómo se presentase el día siguiente

Acto 5: (Anti)clímax

El 21 de agosto amaneció luminoso y despejado en Clark, Misuri. Era difícil no emocionarse al creer que las nubes podían finalmente respetar la zona. Como según avanzaba la mañana aquello seguía estupendo, yo procedí a instalar el trípode en una zona de visibilidad óptima y me programé las distintas alarmas. Ya solo quedaba esperar. Nuestros invitados extra (los padres de L y unos amigos suyos) llegaron con tiempo de sobra y con sillas plegables. Yo repartí las gafas que nos quedaban y les di un briefing de lo que iba a pasar, de cuándo tenían que usar las gafas y cuándo no. En esos momentos era difícil no sentir un poco de presión, porque a fin de cuentas toda esa gente se había movilizado por una obsesión mía nacida muchos meses atrás. Ninguno de ellos hubiese cambiado de planes aquel día de no haber sido por mí. Esto era lo que pensaba mientras hacía pruebas con el aparato fotográfico, y me di cuenta de las pintas nerdy que tenía que tener para toda esa panda en ese momento, para la que yo quizá era tan espectáculo como el eclipse.

Con puntualidad milimétrica, el primer contacto (cuando un mordisquito del disco solar desaparece tras la Luna) fue visible a las 11:45 de la mañana hora local. Prácticamente al mismo tiempo, el destino reservado para los observadores de Clark, Misuri, se empezó a intuir en forma de nubecillas procedentes del oeste. Al principio todo pareció ser sólo una falsa alarma, pero cuando la reacción fue imposible, aquello se convirtió en un nubarrón tormentoso, negro como mi alma. El cielo se cubrió a velocidad asombrosa y hasta empezaron a caer goterones. Y yo al lado del trípode como un gilipollas.

Antes de la totalidad, hasta los dueños de la granja se pasaron a saludar, un poco frustrados ellos también por ver que el tiempo era tan malo. Yo notaba como que los padres de mi amiga y sus acompañantes dejaron de hacer bromas y chascarrillos, quizá al ver que yo no andaba muy de humor para aquello, y finalmente estuvimos L, D y yo mismo ahí en mitad del bosque cuando la alarma del inicio inminente de la totalidad sonó.

Pese a que estaba nublado, la luminosidad del cielo empezó a bajar muy rápidamente. Sí que pudimos notar cómo las ranas y los insectos se pusieron a hacer ruidos crecientes casi al mismo ritmo que oscurecía, llegando a dar una sensación clara de última hora de la tarde. En unos minutos nos alcanzó la totalidad. Estaba todo oscuro como si hubiese pasado una hora tras el atardecer, pero eran las 13:15. Guardamos un triste silencio durante los poco más de cien segundos que duró todo antes de empezar a notar cómo la luz volvía igual de rápido que se fue. No hubo gritos ni fuegos artificiales. Tras unos instantes más de recogimiento, L me dijo «me lo esperaba más oscuro».

Gif con la nubosidad en EE.UU. el día del eclipse

EL DRAMAH

El viaje de regreso tuvo lugar sin intercambiar muchas palabras, y en su mayor parte atravesando unos soleadísimos campos de maíz. Pese a que hubo retenciones brutales en todas partes, nosotros no pillamos apenas atasco gracias a mi genial planificación. Para incrementar el efecto dramático, cuando me atreví a comprobarlo, unas semanas después, me enteré de que el eclipse en Columbia, aparte de una leve nubosidad, pudo seguirse sin mucho problema como atestiguan la infinidad de vídeos que se colgaron ese día.

Acto 6: Secuelas

Nunca le dije a L y a D que desde el aparcamiento de mi motel de mala muerte en Columbia, pese a su bajísima puntuación en TripAdvisor, el eclipse pudo seguirse felizmente. Total para qué. El comportamiento de las nubes era totalmente impredecible cuando tomamos la fatídica decisión y poco podíamos haber hecho en ese momento. Nos la jugamos y perdimos. Quizá por eso me toca un poco las narices que recientemente les propuse sacar el telescopio para ver la oposición de Júpiter y L me soltó algo así como «si es contigo lo mismo se nubla, jajaja». Me contuve aquella vez, pero no lo haré una segunda.

Como quiero acabar con un tono positivo, me quedo estas dos anécdotas: al día siguiente una alumna vino a darme las gracias por haber suspendido las clases ese día. Gracias a ello se fue a San Luis con unas amigas y pudo ver el eclipse total, una experiencia que, según ella, jamás olvidaría. Otro amigo mío (que quizá se manifieste en los comentarios), a raíz de la turra que le di con el tema, se tomó unos días libres y viajó de DC a Kentucky donde igualmente tuvo la posibilidad de disfrutar del acontecimiento, y por su descripción, no debe ser algo que decepcione.

Por supuesto, este fracaso no ha hecho más que aumentar mis ganas de ver un eclipse y ya tengo el ojo echado a tres que transcurrirán en los próximos 10 años y que pueden ponérseme más o menos a tiro. Quizá en el futuro pueda contaros, si seguimos todos por aquí, si me he podido quitar esta espinita.

Corolario: no se me escapa la ironía de que un ferviente seguidor de #Llantocofrade haya visto frustrado una gran ilusión (más escasa aún que la Madrugá sevillana) por el tiempo. Ante esta demostración de perfidia kármica yo sí puedo decir que he demostrado ser un estoico: pese a todo, no lloré.

PD: He decidido cambiar el título del texto de dramita a tragedia tras percatarme de que el involuntario héroe trágico cumple con los elementos de la tragedia griega: no deja de ser esta una peripecia personal en la que el destino ha castigado mi hybris pensando que era capaz de controlarlo, pero claro, ha llegado mi némesis y me ha dado p’al pelo. Espero que al menos la resolución sea catártica para todos nosotros y que hayamos aprendido una valiosa lección: si vas a un motel en Misuri, fíjate primero en lo que diga TripAdvisor y lleva un cuchillo para osos.

 

Otro que vuelve

$
0
0

Hace casi exactamente ocho años que publicaba la entrada «Otro que se va«, en la que anunciaba el comienzo de mi aventura estadounidense. Ocho años, ¡Qué barbaridad! Cuando leo ahora ese post veo con bastante claridad que intentaba ocultar que estaba cagado de miedo y que mantenía cierto resentimiento por una situación que hubiese preferido que no hubiese llegado a darse. Si en aquel momento me hubiesen dicho que la cosa no iba a ser solo para uno o dos años, y que incluso consideraría muy seriamente quedarme para siempre en una ciudad de provincias a orillas del Misisipi… bueno, no sé cómo me lo hubiese tomado. No creo que hubiese cogido aquel avión. Y sin embargo hoy lo que me da vértigo y curiosidad es imaginar cómo sería mi vida en 2020 si hubiese decidido tomar en 2012 una decisión (posiblemente racional y sensata) de buscarme la vida fuera del mundo académico. Seguro que ni me reconocería a mí mismo si pudiese verme. Así que hablemos de identidades y de cambios.

Por poner un poco de continuidad narrativa en lo personal, supongo que tengo que anunciar que el título del post es cierto: desde hace poco más de un mes estoy trabajando en Madrid, y he conseguido que me sigan pagando aquí por hacer lo mismo  por lo que me han pagado siempre: mirar plantas muy fijamente y luego contar cosas sobre ellas. No voy a prodigarme mucho en detalles (como comentaré luego, una de las razones por las que me bloquea escribir aquí es porque la barrera de la privacidad personal es muy difusa) pero la cuestión es que ha sido un cambio muy buscado y muy deseado. Esto no quita que mi experiencia de emigrante se haya convertido en algo esencial de mi vida y que tenga batallitas para rato, al igual que de la experiencia de regresar a tu ciudad ocho años más tarde.

En general, estas son movidas mías de nueva fase pero ¿y esto a vosotros en qué os afecta? Doy por hecho que si estás leyendo esto fuiste lector del bloj, así que vamos al grano.

Con este nuevo cambio me planteé también qué hacer con este bloj, quizá porque estoy revisitando cómo era mi vida en Madrid, y cómo adaptarme a mi nueva etapa. Llevo más de dos años sin escribir absolutamente y quizá hace tiempo que debiese haberle dado un final digno y no una agonía inmerecida, pero lo que realmente he hecho al respecto en los últimos meses es plantearme qué ha cambiado de mi relación con este medio blogueril a lo largo de los años y he llegado a varias conclusiones.

Este bloj tiene demasiada historia, y me pesa un poco. El Copépodo que empezó DDUC no soy yo. Aunque a veces leo lo que escribía ese chaval y me hace gracia, me sorprende o me entretiene, otras veces no me siento para nada identificado con él, e incluso me avergüenza. ¿Puedo o debo continuar la iniciativa de alguien con quien no me siento identificado y que abusaba de los adverbios como un hijoputa? DDUC fue durante unos años difíciles una válvula de escape que me trajo muchísimas satisfacciones, amistades duraderas, y una vía de entrada a un internet que estaba empezando a ser lo que es hoy. Hoy mis necesidades y mi forma de interactuar con la red ha cambiado, como nos ha pasado a todos. En concreto, creo que es mucho más fácil sentirse expuesto a una comunidad muy global donde a veces hay más ruido que diálogo. Quizá siempre fue así, pero a mis veintitantos no tenía esa sensación: los años primigenios de los blojs me parecían más amables que las comunidades virtuales actuales. Hoy me resulta asombrosa la ingenuidad con la que era capaz de escribir sobre un tema cualquiera con la osadía que solo se puede tener a esa edad al creerme que algo era nuevo solo porque yo no lo sabía ayer. En parte puede que fuesen cosas de la edad, y en parte porque internet parecía mucho más vacío, menos inabarcable.

Así que si se mezcla un poco todo lo de arriba, creo que eso explica que poco a poco dejara de sentirme motivado para escribir aquí, o más bien, que me sintiese bloqueado cada vez que lo intentara retomar.

Sin embargo, hay algo que es verdad: echo de menos mucho de todo aquello, y admito que lo que sí que me resulta indiscutiblemente admirable del Copépodo de hace 15 años era su capacidad de enfrentarse a una pantalla en blanco y dejar algo por escrito con regularidad. Sin remordimientos, sin perfeccionismos absurdos, sin vergüenzas. Quizá sí que haya algo de valor en escribir algo, por muy absurdo, ridículo o criticable que sea, quizá el valor esté en dejarlo dicho. Quizá no tenga que avergonzarme de no ser el mismo que hace 15 años. Quizá precisamente en ello esté el valor añadido de seguir adelante con un medio pasado de moda y escribiendo entradas sin grandes aspiraciones. Quizá lo único que tengo que hacer es escribir ahora un disclaimer diciendo que no soy el mismo que empezó todo esto ni respondo por él. Quizá el desorden tradicional de este bloj, su falta de etiquetas, la creciente tendencia a esconder los menús y las herramientas de búsqueda funcione a mi favor, y los posts antiguos queden enterrados como estratos de eras pasadas, solo accesibles a los más intrépidos y motivados paleontólogos. Me resulta mucho más fácil retomar esto si me imagino que acabo de empezar.

Así que, nada, vamos a ver qué pasa a partir de ahora.

 

 

 

Post demasiado largo y lleno de divagaciones sobre el uso de apps para identificar plantas

$
0
0

Llamo a un servicio de atención al cliente y una grabación me recibe cordialmente recordándome lo importantísima que es para la compañía mi satisfacción, y prometiéndome que va a intentar solucionar mi problema, aunque para ello tengo que contestar a una serie de preguntas. Mi problema es muy concreto, pero poco habitual. Con un poco de suerte se resolverá con un sí o un no, me bastaría con que una persona informada y conocedora del servicio me diese 20 segundos de su tiempo. Pero todos sabemos que ya estamos en 2020, y eso lo que quiere decir es que la forma que esta compañía ha considerado más eficaz y vanguardista de atenderme es la de despedir al 99% de su personal dedicado a estos menesteres y someterme a un invento del siglo XVIII llamado clave dicotómica. Con una calma parsimoniosa, la voz me someterá a preguntas basadas en las llamadas más comunes de los usuarios, y en función de mi respuesta, me irá derivando a otras preguntas hasta conseguir clasificar mi problema en categorías preestablecidas. Y yo sufro. Sufro porque sé demasiado sobre claves dicotómicas. Sé que son intrínsecamente ineficientes, producto de las limitaciones de su época. Sé que si mi duda es poco habitual, tendré que esperar hasta el final, hasta llegar a ese cajón de sastre de especies poco conocidas y mal resueltas. Sé que ante preguntas ambiguas puedo perderme en una sección que no me corresponde. Tras casi diez minutos de «yes» «no» y de pedir un «representative» sin éxito, llego por fin a a mi destino, recibo (como temía) una respuesta insatisfactoria y me cuelgan de forma automática. Quien haya intentado identificar mediante claves dicotómicas plantas, escarabajos o cualquier organismo de afinidad incierta, estará de acuerdo en que esa sensación es parecida a la de llegar a un punto muerto en una clade de 30 niveles.

Hoy en día, si alguien cuelga una foto de una planta en una red social y el autor pide ayuda para averiguar de qué se trata, invariablemente, hay una o varias personas que sugieren hacer una búsqueda inversa en Google Imágenes o usar tal o cual app. En otras palabras: en 2020, la reacción inmediata del cuidadano medio (de buena parte del mundo) ante un desafío intelectual como este es esperar que Google le saque las castañas del fuego. Mi interpretación de este gesto ha evolucionado en los últimos 6-7 años. Al principio, aunque no entendía por qué, esa respuesta espontánea de tantos usuarios de twitter y facebook («míralo en Google»; «usa esta app que es como el Shazam pero con plantas»)… en el fondo ¡me molestaba! Tenía todo el sentido que alguien hiciese esa sugerencia, pero en el fondo me irritaba leerla ¡Y haciendo introspección no era capaz de entender por qué! Hoy, además de no tener ya esa reacción, y de ser un ferviente defensor de las aplicaciones de identificación de bichos y yerbajos, soy capaz de sacarle mucho jugo al papel que tienen y tendrán.

Como digo, he tardado un tiempo en entender de verdad los motivos de mi irritación inicial, pero ahora creo que los puedo explicar. Identificar plantas no es fácil. Se requiere una atención al detalle, un conocimiento previo de la flora de un lugar y un manejo de un vocabulario muy extenso y muy preciso. Es una competencia que se tarda años en adquirir, que se oxida con facilidad si se descuida y que muy poca gente llega a dominar. Aclaro que para nada estoy hablando de mí: habiendo tenido como maestros a botánicos que, ellos sí, son auténticos expertos, con un conocimiento enciclopédico de la flora, me acompleja saber que nunca en mi vida llegaré a tener ni la mitad de su soltura en el campo. Mi amor propio y mi interés me obliga a intentar mantenerme mínimamente competente, pero soy muy consciente de mis limitaciones.

Saber identificar animales y plantas en el campo es precisamente una de las habilidades por las que me enamoré de la biología. En un viaje de fin de curso (tendría 13 años o así) a la sierra de Cazorla, uno de los monitores iba revelándonos los nombres de plantas, mariposas y aves que se cruzaban en nuestro camino. Como una enciclopedia andante, señalaba, decía el nombre común, acto seguido el científico y añadía algún detalle o curiosidad sobre su biología, y así se tiraba hablando horas. Esa capacidad me deslumbró. Aquel acceso a un plano superior del conocimiento natural se convirtió en objeto de deseo: yo quería iniciarme en esa secta y ser capaz de reconocer a las flores más humildes y a los gusanos más huidizos. A mí ya me interesaba la naturaleza en ese momento, pero aquel chico fue mi primera exposición real a lo que, inmediatamente, entendí que era un biólogo. Esa palabra se dignificó a partir de ese momento: un biólogo era alguien capaz de señalar y llamar por su verdadero nombre a las plantas sin aminorar el paso.

Como curiosidad: este recuerdo estaba, en realidad, muy exagerado por lo impresionable que era yo a esos años. Aquel monitor en cuestión (que a mí me parecía el hombre más sabio del mundo y el pobrecillo debía ser el típico biólogo buscándose la vida en condiciones precarias) tuvo que consultar en la guía de campo la identidad de la zarzaparrilla. En su momento imaginé que debía tratarse de una planta dificilísima de encontrar como para tener que recurrir al libro. Hoy esa idea me hace sonreir: muy sabio, muy sabio seguramente no era, pero lo importante es que supo transmitir esa pasión a un impresionable copepodín.

Pero a lo que voy: si le pides a un botánico que intente identificar una planta con una foto tomada con el móvil,  éste inicia un proceso que no funciona como una receta planificada, sino que es más bien una labor detectivesca que no se sabe por dónde te va a llevar. Puede pasar que nada más ver la foto ya sepa exactamente, o casi, de qué se trata. Quizá porque la foto esté muy detalla, o quizá porque ya con la primera impresión, incluso aunque la foto sea pobre, su cerebro reconozca de forma casi intuitiva ciertos rasgos. Esa sensación de reconocimiento inmediato os resultará muy familiar. Sobre los procesos heurísticos que se desarrollan en el cerebro cuando alguien reconoce un ser vivo ya hablé en el post del giss (general impression of shape and size), para entendernos, la intuición fruto de experiencias anteriores. Como dije en su momento, aunque esto pueda parecer poco científico, esas intuiciones de la gente experimentada, tienen su fundamento real. Incluso cuando no sabes qué planta es, este giss suele poner sobre la pista a partir de uno o dos rasgos aislados que para la persona no iniciada no tienen valor alguno. A veces otros detalles (la zona geográfica, el tipo de hábitat,…) ayudan a descartar posibles opciones. Por supuesto esto se puede hacer con ayuda de la documentación necesaria (sí, claves dicotómicas, pero por favor, no os quedéis en el Bonnier, que veo que tristemente sigue siendo mencionado en Twitter), pero a lo que voy es que la persona experimentada es capaz de encontrar atajos en esas claves dicotómicas, descartar casi de forma inmediata fotos que para otros individuos resultarían confusas, etc. La experiencia puede permitirte saltarte toda esa ristra de preguntas del servicio de atención al cliente y darte directamente la solución. Identificar organismos se parece mucho más a resolver una integral que una ecuación. A menudo no hay itinerario establecido, y es la experiencia previa (adquirida tras años de trabajo) la que puede traducirse en resolver el problema de forma eficaz. Al igual que resolver la integral, se trata de un proceso hasta cierto punto creativo e improvisado, un verdadero desafío cognitivo.

Mi frustración original con que alguien aspirase a que una app te identificase correctamente una especie no era que dicha información pudiera ser accesible a cualquiera, sino el hecho de que la app hiciese pensar que se trataba de un ejercicio trivial. Al principio esa actitud iba acompañada de desconfianza. Hace unos años hubiese dicho que aspirar a una identificación automática estaba muy lejos de ser posible, pero esto ha cambiado radicalmente en los últimos años. En este periodo me he hecho usuario acérrimo de iNaturalist (hablé un poco de ello aquí). Al principio lo usaba como un suplemento de mi cuaderno de campo donde registrar observaciones. Resultaba utilísimo para conocer nuevas especies porque la comunidad de usuarios es muy activa y amable, y en ella se encuentran tanto aficionados como profesionales con el conocimiento suficiente como para ayudarte a identificar casi cualquier cosa. Hasta aquí, nada nuevo. Sin embargo, en 2017, la app empezó a incluir una IA que te hacía sugerencias sobre posibles identificaciones. Al principio era bastante mala, pero con el tiempo, especialmente en zonas bien muestreadas y con buenos datos, se fue haciendo progresivamente mejor. Quedó registrado el momento en el que las mejoras de la IA me pillaron por sorpresa cuando un amigo me pidió ayuda para identificar un musgo y, tras darle mi opinión, me contó que la IA había dicho lo mismo.

Aquello me dejó muy sorprendido y tuve que mirarme bien a qué se debía mi desconfianza. Después de darle muchas vueltas entendí que lo que me irritaba de todo aquello es que la gente pensara que el proceso de identificar una planta era una trivialidad, algo fácil y no el complejo proceso cognitivo que os he mencionado antes. En el momento en el que pude verbalizar este dilema es cuando se deshizo por sí solo: es estupendo que la gente pueda resolver problemas complejos con facilidad. Ese es el fundamento de gran parte de nuestros avances intelectuales y tecnológicos: convertir problemas en trivialidades.

Más o menos por esta época, un miembro de una lista de correo de un grupo científico al que pertenezco, preguntó la opinión del respetable sobre dichas herramientas, y su pregunta fue recibida, bien con gélida indiferencia, bien con desprecio por parte de algunos grandes capitostes del gremio. Es inevitable preguntarse si dichas respuestas escondían cierto miedo a que se pierda una riqueza y un saber hacer que puede que las futuras generaciones no lleguen a experimentar. Alguno de ellos veía incluso en estas apps el fin de la botánica de campo. Yo no participé en aquel intercambio y hoy me arrepiento. Fue una oportunidad perdida a la que le llevo dando vueltas desde entonces, y este post no es más que una forma de resarcirme de ello.

Que no nos quepa ninguna duda: la automatización fidedigna en la identificación de organismos llegará antes de que nos demos cuenta y con un margen de error despreciable en la mayor parte de las ocasiones. Sin embargo, me parece absurdo tenerle miedo a ese momento. Decir que ese avance supondrá el fin de la biología de campo es lo mismo que decir que la capacidad de grabar sonidos supuso el fin de la música, y sin embargo no me cuesta imaginarme a un músico de la segunda mitad del siglo XIX, aterrado ante la idea de que su virtuosismo pudiese ser enlatado y reproducido. Es fácil olvidarse de que, hasta la invención del fonógrafo, si alguien quería disfrutar de la música necesitaba que hubiese en alguna medida músicos presentes. Presenciar la ejecución de un concierto, no digamos de una sinfonía, requería de la presencia de muchas personas, cada una de ellas con años de formación. Hoy en día, la música se ha convertido en un lujo en el que apenas reparamos, y es posible que el usuario premium de Spotify no valore en su justa medida todo lo que está detrás de poder disfrutar a su grupo favorito mientras se duerme en el autobús camino del trabajo, pero ¿Es el balance positivo o negativo? No creo que nadie ponga en duda la respuesta. La capacidad de grabar y reproducir sonido no solo no fue el fin de la música, sino todo lo contrario: marcó el inicio de su democratización, la chispa que desencadenaría una inacabable revolución artística que hoy continúa y el inicio de millones de vocaciones en todo el mundo.

La identificación automática de organismos no será el fin de nada, sino el comienzo de una nueva era de conocimiento e investigación. La opulencia de datos que ya está suponiendo abre un nuevo capítulo en el tipo e impacto de estudios que van a poder realizarse hasta extremos que hoy nos resultan difíciles de imaginar. Seguirá habiendo espacio y necesidad para el virtuosismo de los biólogos en el campo de la misma manera que quien quiera ser músico aún debe formarse y ejercitar sus destrezas personales con su instrumento. Un biólogo de campo profesional también deberá desarrollar como hasta la fecha esos atajos heurísticos de los que hablábamos antes, pero la capacidad de asociar un nombre a una flor desconocida estará, por fin, al alcance de todos, y quizá esa sea la puerta de entrada de muchas vocaciones.

Dos cuestiones, ya para ir cerrando: la identificación automática es útil también para los biólogos. Cada vez estoy más convencido de que las claves dicotómicas son un mal menor, un último recurso, y no la mejor forma de aprender pese a su aura de apoteosis de la ortodoxia. Con diferencia, la forma más eficaz de aprenderse especies desconocidas es ir repetidamente (la repetición es crucial en cualquier caso) al campo con alguien que se las sepa bien. Es así como se puede transmitir ese giss de forma eficiente y dirigida, corrigiendo errores, centrándose en los caracteres relevantes. Cuando no se tiene ese lujo, desde mi punto de vista el avance es mucho más lento, y pelearse con especies una a una usando solo claves dicotómicas no es un uso eficaz del tiempo. Cuando me ha tocado aterrizar en zonas de flora desconocida para mí y no he contado con la ayuda de alguien que me enseñe, he encontrado un aliado muy potente en un uso instrumental y crítico de las IAs de identificación automática. No se trata en ese caso de creerse el resultado ofrecido, sino usarlo como punto de partida a verificar usando la bibliografía disponible, tomando las notas habituales en el cuaderno de campo y revisándolas cuando toque. Sí que es cierto que hay que hacer un esfuerzo en la parte de verificación y a la hora de tomar notas y ejercitar ese círculo virtuoso de codificación-recuperación que es el que consolida la memoria a largo plazo. (Vamos, que lo que rápido se aprende, rápido se olvida, y por lo tanto hay que repasar contenidos de forma regular). Seguro que no he aprendido tanto como si hubiese tenido a un experto local en todas mis salidas de campo, pero también estoy convencido de que he aprendido mucho más que si hubiese tenido que sacar por clave y a pelo cada nuevo yerbajo.

Quizá hablo solo por mí, pero el mejor predictor de eficiencia usando una clave dicotómica es que la hayas usado mucho con anterioridad, que te hayas perdido en sus ambigüedades. Es decir, que se hace más eficiente cuanto menos falta te hace. Aplicar una clave nueva, de unos autores cuyo criterio no conoces, reinterpretar el uso de los adjetivos y de las excepciones es intrínsecamente ineficaz, y consecuencia de las limitaciones de su tiempo. Aunque identificar plantas con clave sea la quintaesencia del purismo, a día de hoy deberíamos aspirar, como mínimo, a crear claves de acceso múltiple, como la que desarrollaron en GoBotany con la flora de Nueva Inglaterra, para emplear desde el principio los caracteres relevantes. Estas claves, además, se aproximan mucho más a cómo funciona el cerebro del botánico experimentado cuando se enfrenta a un problema de identificación, permitiéndole abordar primero los caracteres relevantes que primero le llaman la atención. Son las equivalentes a poder saltar directamente a la pregunta que te atañe en el servicio de atención al usuario. Benditas sean.

Segunda cuestión final: ¿Cuáles son los «peros» a día de hoy de estas IA? He tenido ocasión de probar, además de la de iNaturalist, algunas otras apps de identificación de plantas (PlantNet, Leafsnap,…). En general son todas bastante mediocres por el momento, a menudo centradas en plantas ornamentales y que por tanto no resultan útiles en el campo. Lo que diferencia a la de iNaturalist de las otras apps no tiene solo que ver con características informáticas, sino con la existencia de una comunidad potentísima detrás, con más de un millón de usuarios que han realizado 52 millones de observaciones por todo el mundo, pertenecientes a 300.000 especies: una verdadera burrada. Somos los miembros de la comunidad los que estamos enseñando a la IA cómo identificar al haberse consolidado como la plataforma global más mayoritaria para el registro de la biodiversidad, y que cuenta entre sus miembros con una buena cantidad de expertos locales y taxónomos profesionales. En las zonas con alta densidad de usuarios y buena calidad de datos (sobre todo partes bien pobladas de EE.UU. y algunas de Europa) clava casi sistemáticamente las fotos  relevantes de plantas vasculares o de vertebrados. El mundo de las aves va por libre, claro. El nivel de la comunidad de eBird y de aplicaciones relacionadas como Merlin BirdID merecerían un post aparte, pero si sois aficionados a la ornitología, seguro que ya las conocéis.

En grupos mucho menos conocidos resulta mucho más irregular, cometiendo a veces errores garrafales, que no son sino testimonio de que el algoritmo no está reconociendo las fotos por sus atributos morfológicos, sino por comparación con el banco de imágenes de la base de datos (y a veces te dice que un líquen es un pájaro solo porque el color es muy parecido). Además, no se me escapa que hay muchos errores de identificación, y que el uso acrítico de las identificaciones automáticas por gente sin criterio desemboca en que ciertos errores se perpetúan muchísimo. No se nos puede olvidar que la app no está identificando al individuo como lo haríamos nosotros, observando sus caracteres, sino haciendo una comparación con una base de datos que, para ser fiable, debe estar adecuadamente verificada… por la comunidad humana. A día de hoy, ninguna de las apps comerciales sería capaz, por ejemplo, de rebatir un criterio taxonómico concreto, de detectar especies no descritas aún, o de sinonimizar dos de ellas sin ayuda humana. Siendo como es una tecnología que está en pañales y que, de momento, lo único que sabe hacer es comparar muchas imágenes a la vez, no me cabe duda de que algún día sí que veremos cómo alcanza ese nivel de sofisticación cognitiva que hasta hace poco era el privilegio de algunos seres humanos.

En resumen: lo mismo soy yo el que se ha montado una empanada mental tremenda con todo este rollo, pero me parece detectar (y quizá he sido víctima de) cierta reticencia a la hora de adoptar y usar estas herramientas por una parte de la comunidad botánica y naturalista. Desde luego queda mucho por delante hasta que se pueda confiar «ciegamente» en estas apps. Puesto que no funcionan tomando las decisiones, sino comparando con una base de datos, hay que hacer de ellas un uso crítico y recurrir siempre que sea posible al criterio de un ser humano. Sin embargo, me parece inútil recelar de esta tecnología que cada vez será más poderosa tanto para el naturalista ocasional como para el profesional que necesite de herramientas adicionales. Trivializar problemas complejos no será el final de la biología de campo, simplemente nos abrirá las puertas a desafíos mucho más complejos. Y de la misma manera que la existencia de Spotify no le resta valor al virtuoso del piano ni placer a quienes disfrutan del concierto en directo, nada ni nadie podrá quitarnos la satisfacción de poder encontrarnos una planta en el campo y reconocerla por su verdadero nombre.

Viewing all 204 articles
Browse latest View live