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Lo de las razas

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Hace dos o tres años, cuando aún trabajaba en un liberal arts college a orillas del Misisipi, recibí un correo de la rectora invitándome a una cena. En el correo se incluían a una veintena de otros profesores a los que reconocía perfectamente (se trata de un centro tan pequeño que básicamente es como una aldea gallega a esos efectos). El único factor común que explicaba la lista de los otros destinatarios era que se trataba de profesores no blancos. Había compañeros estadounidenses negros, latinos y asiáticos, así como compañeros también extranjeros de El Salvador, China o India, y sin embargo no habían sido invitada una profesora francesa ni una colega británica. La pregunta que me hice a continuación es qué narices pintaba yo en aquella lista, y tras leer con detenimiento una vez más a los destinatarios del correo llegué a la conclusión de que, efectivamente, yo no contaba como blanco. La pista definitiva fue que en copia estaba también la flamante nueva vicerrectora de diversidad, un cargo nuevo que el centro había creado con gran pompa para contrarrestar la realidad de instituciones mayoritariamente blancas en una de las zonas con menor diversidad racial y étnica del Midwest.

Tras sopesar los pros (cena gratis con, para qué negarlo, algunos de mis colegas y amigos más interesantes) y los contras (participar de algo que tiene más que ver con el politiqueo de cara a la galería que con el verdadero problema crónico de fondo) opté, como buen gocho, por la primera opción. No me arrepiento, porque a pesar del esperable discursito de appreciation viví un momento glorioso en el que al comentario de pasada de la rectora («Rafa, ¡Cuánto tiempo sin vernos!») le respondí sin darme muy bien cuenta de lo que hacía un «Claro, ¡si me respondieras a los correos lo mismo nos veíamos más!». Pude ver en sus ojos el pantallazo azul de la muerte que se le lió en su bienintencionado y políticamente correcto córtex prefrontal midwesterner.

Pero a lo que vamos: gracias a este suceso me di cuenta de hasta qué punto, incluso a nivel formal, por parte de gente con estudios y con cabeza, no se me estaba percibiendo como persona blanca. Tuve ocasión de verificar este descubrimiento al contárselo a otros amigos cercanos no invitados a la cena (estadounidenses blancos, todos ellos igualmente con sus doctorados respectivos, sus gafas y esas cosas) y notar distintas reacciones, desde aquellos que sí podían tener un mayor conocimiento sobre el entrecruzamiento de las realidades demográficas y lingüísticas, y aquellos a los que mi confusión les pilló en un renuncio porque para ellos yo seguía sin ser blanco. No quiero hablar de por qué estaban equivocados o no, sino de la realidad que me demostró esa y otras situaciones: a efectos prácticos es más relevante la raza con la que te perciban los demás que la que tú creas tener. La raza es algo que se te impone desde fuera.

Todo esto lo saco a colación de la relativamente reciente controversia a raíz de que, nada menos que el New York Times, diera por sentado que los españoles no somos blancos. Al poco de la resolución de las elecciones presidenciales yanquis (lo dejo para otro día, que no sé si mi aportación le interesa a nadie), he pensado que me apetece soltar por aquí algunas cosas que he aprendido siendo extranjero en EE.UU. sobre las razas. Aunque en medios españoles se ha escrito mucho del tema, en general me han parecido lecturas que solo rascan en la superficie de una reflexión mucho más interesante y de alcance global.

Mi experiencia como extranjero en EE.UU. ha sido una de las más enriquecedoras de mi vida, precisamente por lo que me ha enseñado sobre la naturaleza humana y la percepción del significado del «nosotros» frente al «ellos». Aclaro desde el principio que en ningún momento quiero dar a entender que lo que vaya a compartir aquí tenga ningún valor para extrapolarse a nadie y me limito solo a contar algunas experiencias y vivencias personales. En general he sido un emigrante inmensamente privilegiado en ambientes y comunidades muy acogedoras y no considero que mis contadas dificultades o malas experiencias supongan ni el más mínimo reflejo de las situaciones, a menudo brutales, que se viven a diario en ese país tanto por extranjeros como por muchos grupos raciales no dominantes. Este post es solo para reflexionar sobre hasta qué punto se puede considerar, o no, que el concepto de raza responde a una aspiración objetiva de categorizar la diversidad humana. Como decía, esto es útil considerarlo en cualquier país, y no es que sea ninguna reflexión nueva, por otra parte.

Los primeros cuatro años en EE.UU. los pasé en la órbita de una gran universidad de la costa este, hasta cierto punto englobada en la conurbación del noreste, entre Boston y Nueva York. Durante esta etapa, la mayor parte de mis amigos eran extranjeros también: irlandeses, brasileños, chinos, iraníes, colombianos,… Recuerdo de hecho que en aquella época me extrañaba lo difícil que resultaba hacer amigos estadounidenses. Ser de fuera era un potentísimo agente cementador, y todos nos sentíamos hasta cierto punto unos extraños. La mayor parte de mi grupo de amigos eran gente de paso (postdocs o doctorandos) que no llevábamos mucho en el país y para los que poner a parir a los gringos era la mejor forma de empezar una conversación. Pese a todo, fueses donde fueses nunca estabas realmente fuera de lugar: la presencia internacional, la mezcla de acentos, razas y nacionalidades era tan omnipresente que acababa pasando desapercibida. Paradójicamente, y con la perspectiva que tengo ahora, pese a sentirnos «de fuera» nunca fuimos realmente extraños. Creo que la generación de este tipo de comunidades cosmopolitas es un gran éxito de la sociedad estadounidense que hay que alabar sin menoscabo de sus grandes fracasos en otros ámbitos.

Estas vivencias suponen un contraste con las que experimenté más tarde en la ciudad de provincias del estado de Illinois donde tuvo lugar la anécdota de la cena que comentaba al principio. Y es que, amiguitos, por mucho que los corresponsales de los noticieros europeos salgan con el Empire State de fondo, ni Nueva York, ni Chicago ni San Francisco son EE.UU. A ver, claro que son parte de EE.UU., pero a mi juicio (visitados 30 de los 50 estados) no son en absoluto ciudades representativas del país. Vivir en provincias supuso para mí que, por primera vez, mis nuevos amigos dejaron de ser mayoritariamente extranjeros y pasaron a ser sobre todo estadounidenses; significó también empezar a moverme en una comunidad predominantemente yanqui y blanca en la que los extranjeros e incluso las minorías raciales escaseaban, y donde yo pasé a llamar mucho más la atención.

En mi día a día esto tuvo consecuencias buenas y malas, aunque como decía, en ningún caso dramáticas. De forma rápida suelo resumirlo en que mis tiradas de carisma ganaron un +10 y las de sigilo se veían análogamente penalizadas con un -10. De repente pasé a destacar, a convertirme en un elemento exótico, con interés añadido en mi nuevo círculo social (otros profesores y gente de la comunidad local LGTB, o sea, bastante progre todo, claro). Como contrapartida, el oído de madera del midwesterner medio era demasiado exquisito para mi acento carpetano y me veía con frecuencia abocado a repetirme en el supermercado, semana tras semana, pidiéndole a la misma persona la misma media libra de queso en lonchas. Este problema con mi acento se esfumaba, por ejemplo, en los viajes a Chicago, a lo largo de los cuales intenté determinar el punto exacto en el cual podía hablar en la gasolinera sin que mi interlocutor pestañeara o me pidiera repetirme. Algunas consecuencias más desagradables incluyen, por ejemplo, el notar que tu testimonio en un accidente de tráfico -muy menor- era, de entrada, recibido con desconfianza por la policía.

Pero me estoy desviando. A lo que voy es que en Illinois fue donde por primera vez tuve la sensación de sentir que yo era claramente «de los otros». Mi nivel de melanina es suficientemente bajo como para que no me pare la policía si voy conduciendo (y creedme, eso es una gran ventaja), pero me bastaba con decir dos palabras para que se me catalogara como no-blanco, como me demostraron muchas situaciones. Ya sabéis que el hecho de que tu idioma sea el castellano pero que España quede al este del Atlántico le produce un cortocircuito a algunos yanquis con empanada mental, pero me gustaría que no nos quedáramos en la anécdota fácil ni en los lugares comunes de la euro-superioridad moral, porque aquí la cuestión no es quiénes son o no blancos, sino en qué hay detrás de la percepción de una persona como perteneciente a una raza u otra.

Cómo clasifican los estadounidenses las razas es la pesadilla definitiva de cualquier biólogo con formación en taxonomía y sistemática: no tiene ningún sentido. Para empezar, el gobierno federal tiene una clasificación separada de raza y de etnia en la que sin embargo no se da una coherencia real. Según esa clasificación, un español es blanco por ser de origen europeo, pero es a la vez «hispano» por acervo cultural (o al menos así estaban las cosas hace tiempo). Sin embargo, esta clasificación es a su vez incompatible con la planteada en la del censo de 2020 (un absoluto desguace lógico en la que etnia, raza y nacionalidad se mezclan sin coherencia taxonómica alguna) en la que ya no hay distinción clara entre hispanic y latino y los «Spaniard» entran en la esfera de estos sin matices, quedando incluidos en la raza blanca los nacionales de muchos países europeos, además de Irán o Egipto. Por su parte, la categoría «asiático» incluye algunas subcategorías muy concretas como filipino, japonés o coreano, pero los kazacos y los singapureños van en el mismo grupo. Por su parte, los «latinos» del Caribe deben especificar si son cubanos o portoriqueños (de nuevo, sin prestar ninguna atención al verdadero origen étnico al margen de la nacionalidad) pero los hondureños, chilenos y españoles van en la misma categoría. En fin, un puto desastre.

Insisto: no se trata aquí de corregir esa clasificación (allá ellos) sino de constatar un par de cosas: 1) este país está obsesionados con el asunto de las razas y 2) podemos y debemos sacar algunas conclusiones de interés global de este deficiente sistema de clasificación.

La obsesión de EE.UU. por las razas daría para mucho y no voy a entrar, pero no porque no creo que sea importante ni porque no tenga opiniones al respecto (ninguna nueva, seguramente), sino por no desviarnos. Baste recordar que existen razones de peso que explican por qué tu raza importa mucho más en este y otros países (colonialismo, esclavitud, segregación, etc), y no hay que olvidar que la raza es, o mejor dicho, se acabó convirtiendo, en un elemento fundamental de la identidad individual. Como explicaré después, creo que eso también es consecuencia de que la raza como concepto sea impuesta desde fuera.

Pero como decía, el tema es más bien el segundo, las conclusiones generales que podamos sacar de este caso de estudio. ¿Por qué se ha llegado a clasificar personas de esa forma tan obviamente distorsionada? A mí lo que me da es que estas distorsiones se aprecian mejor desde fuera que desde dentro, o en otras palabras, que todos somos susceptibles a sufrir sesgos con los que clasificaríamos racialmente a «los otros». Al clasificar intuitivamente a la variabilidad de nuestra especie cometemos los mismos errores seculares que se cometieron en los albores de la taxonomía, dando mayor importancia a los grupos que nos resultan más familiares y confundiendo a los que nos resultan más lejanos. Al igual que ocurre al mirar un objeto a través de una lente de ojo de pez, se aprecian mucho mejor las diferencias de lo que queda en el centro del campo visual, mientras que se difumina lo que aparece en los extremos. Así, los conflictos étnicos entre pueblos africanos pueden antojársenos una marcianada sin sentido, nos parece que la distinción entre «chino» y «japonés» es un detalle menor , levantamos la ceja cuando un turco o un iraní nos dicen que no son árabes (todos estos casos reales que he presenciado estando en España) y sin embargo nos tomamos mucho más a pecho que alguien aplique la ley del punto gordo cuando se trata de clasificarnos a nosotros. Y esa es la verdadera cuestión: cuando se intentan aplicar criterios objetivos a partir de la pura intuición para la clasificación racial humana, nuestros sistemas hacen aguas por todas partes.

Que sí, que la variabilidad intraespecífica de Homo sapiens existe y se manifiesta en morfologías características y concentración de melanina en la piel, pero los datos de los que disponemos nos hacen pensar que le damos demasiado a algunos rasgos que ni son relevantes biológicamente, ni son buenos predictores del contexto geográfico del individuo, ni son usados de forma consecuente y estable en el tiempo por los «clasificadores». Por poner ejemplos conocidos: el contenido de melanina se correlaciona más con gradientes latitudinales que con la historia filogenética de los pueblos humanos;  los irlandeses o los polacos no contaban como blancos en EE.UU. durante gran parte del siglo XIX; etc.

¿Qué dice la ciencia al respecto? Sin ser especialista, me remito a que en la actualidad la evidencia genética sugiere que no se puede hablar de razas en la especie humana en sentido biológico. Lo que a nosotros nos parecen diferencias manifiestas entre unos grupos humanos y otros son solo percepciones: existen mayores diferencias genéticas entre los chimpancés del oeste de África que entre todos los grupos humanos de todos los continentes. Al contrario que con los chimpancés, que llevan habitando su área de distribución quizá millones de años, nuestra especie sufrió una expansión muy rápida a partir de un grupo relativamente pequeño de solo unos miles de individuos supervivientes de un cuello de botella demográfico de los que descendiende toda la población actual. Cualquier dinámica de diferenciación racial en curso que se hubiese iniciado desde el Pleistoceno tiene todas las bazas de empezar a erosionarse en nuestra realidad globalizada/globalizante. Si queremos ser realmente objetivos, cualquier diatriba racial debe ser observada con la perspectiva con la que Gulliver contempla las religiones liliputienses: como algo basado en irrelevancias genéticas. Quizá no deba sorprendernos que las diferencias entre grupos humanos nos llamen tantísimo la atención, puesto que estamos programados cognitivamente para diferenciarnos muy bien los unos a los otros (seríamos capaces de identificar el rostro de nuestra madre o nuestro mejor amigo entre una muestra de nada menos que 7000 millones de habitantes), pero todo parece indicar que siguen siendo rasgos más o menos aparentes, pero que no equivalen a las razas reales que pueden detectarse con criterios genéticos.

Considerando esta perspectiva genética, la única forma que me queda de explicar mis experiencias como extranjero en EE.UU. es que, efectivamente, la raza no es algo que tú decides ni explicas, sino que se te impone desde fuera, en un contexto muy determinado que depende de en qué parte del campo visual de la lente de ojo de pez caes en un entorno determinado. Da igual la historia, la demografía, la lingüística, o la nacionalidad: si en un lugar y un momento determinado, tus interlocutores te interpretan como negro, árabe, asiático o marciano, tú no tienes nada que decir al respecto, porque desde el punto de vista biológico, las razas no existen, y desde el punto de vista social, las razas son categorías artificiales cambiantes producto de los propios sesgos, intenciones, miedos y paranoias de los sujetos que se encargan de clasificar, de la tribu que te percibe como «de los otros», como bárbaro en el sentido griego de la palabra.

Mucha gente prefiere hablar de personas racializadas antes que pertenecientes a una raza determinada. Aunque no soy partidario del uso de eufemismos (y creo que el término se suele aplicar solo en contextos de discriminación), creo que refleja bien la cuestión de fondo: la raza se te asigna en un contexto determinado, no la decides. Comparto de lleno esta apreciación y creo que contribuyen a demostrarla la experiencia recurrente de aquellos que recuerdan el momento de su infancia en el que se dieron cuenta de que eran negros, reproducida en infinidad de formatos, desde documentales a monólogos de humor. Si la pertenencia a una raza se acaba convirtiendo en un elemento fundamental de la identidad de las personas, creo que se explica mejor como reacción a la «racialización», más que como origen de la misma, pero eso ya es para tratarlo otro día.

Personalmente, lo que me está resultando más interesante de todo esto es verme de nuevo en mi país natal y observar, con la perspectiva de haber sido forastero en tierra ajena, cómo mi propia tribu clasifica a «los otros» con su propia lente deformada, cómo reproduce ciertos patrones que vi al otro lado del Atlántico, comete sus propias confusiones, o pasa por alto lo que no considera relevante. Me gusta también prestar más atención a esos «bárbaros» que nos rodean, ser más consciente y crítico con mi propia percepción sobre ellos y preguntarme cómo estarán llevando su propia odisea.


Viaje Intermontano contado para europeos. 1. Grandes Llanuras

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0. Introducción

Durante la primavera de 2019, Alfie y yo condujimos más de 8000 kilómetros buscando una planta que solo se había encontrado cinco veces en los últimos 150 años. Aunque se trata de una historia con final feliz y el objetivo se cumplió, este no es un post sobre esa búsqueda (otra vez será), sino una reseña del que acabó siendo uno de los viajes más fascinantes que he realizado.

Recorrido principal, sin contar desvíos e incursiones. mayo-junio 2019

Si bien el destino estaba en Utah y Nevada y hubiese sido más práctico volar a algún aeropuerto local desde mi antiguo hogar en Rock Island, se dio la rara circunstancia de disponer del tiempo suficiente para hacer un road trip de proporciones épicas y hollywoodianas en el país de los road trips épicos y hollywoodianos.

Para los que seáis nuevos o no os acordéis de ellos, retomo aquí la costumbre de dar pinceladas de historia natural de mis viajes favoritos, y podéis encontrar por ahí las series de Nueva Inglaterra, El Cabo, Madagascar y Etiopía. Lo de la coletilla «para europeos» lo ponía en su momento por poner el acento en mis propios referentes y comparaciones inevitables de quien se formó como biólogo en Europa, pero obviamente está escrito para quien quiera leerlo, aunque quizá mantenga lo de hacer comparaciones con paisajes ibéricos. También aclaro que esta va a ser sobre todo una serie de plantas y paisaje.

En la era de los viajes en avión, la posibilidad de alcanzar un destino lejano siendo consciente de cada milla recorrida y a una escala, sin exagerar, continental, me pone en bandeja contar este viaje como una transición entre dos zonas que, a pesar de estar en el mismo continente, no podrían ser más diferentes.

Desde el punto de vista biogeográfico, casi toda Norteamérica está en el Reino Holártico , que abarca también gran parte de Eurasia. Podría pensarse que el Atlántico y el Pacífico son las barreras más importantes para la flora y la fauna de esta región y que, por lo tanto, dentro del continente norteamericano, debería haber cierta uniformidad. Sin embargo, y al menos en lo que respecta a las plantas, un fenómeno muy curioso que despertó el interés de los botánicos desde los inicios más tempranos de la exploración científica del continente es que el este y el oeste de Norteamérica son radicalmente diferentes. La composición florística de los bosques de los Apalaches resulta más similar a la del este asiático que a la que se pueda uno encontrar en los montes de California. Este gradiente biogeográfico se ve muy bien en los mapas de ecorregiones de la EPA, especialmente en latitudes templadas, donde quedan muy bien reflejadas unas bandas de longitud que determinan los trazos más importantes de la flora de Estados Unidos.

La división biogeográfica más grosera que se obtiene al aproximarnos a la flora de EE.UU. no son regiones norte-sur, sino este-oeste (fuente: EPA)

Un par de mapas más para incidir en este gradiente. El de la izquierda refleja la diversidad florística del país. Se aprecia en verde las zonas más diversas, con varios centros de riqueza de plantas en ambas costas, y una depresión central marrón en las grandes llanuras, con muy pocas especies. Junto con los datos de diversidad florística a nivel de condado, se ha producido otro mapa (derecha) que trata de reflejar precisamente los ecotonos, las zonas de transición rápida de una zona a otra (lo que llaman «zonas de tensión florística»).

Fuente: Biota of North America Program, un recurso fabuloso para entender la biogeografía vegetal de EE.UU.

Lo que más me atrajo de la idea de planear un viaje así fue precisamente el poder experimentar esa transición en directo y ser testigo del contacto entre esas áreas «a pie de calle», ver cómo unas plantas sustituyen a otras. Esta idea era especialmente atractiva al conocer algo de la flora oriental y el haber visitado en una ocasión California y Nevada (pude dar fe de que nada de lo que había aprendido sobre plantas orientales me sirvió en absoluto para poder enfrentarme a la flora occidental). Así que si queréis hacer un viaje-degustación por los paisajes y las plantas de EE.UU., atravesándolo de costa a costa como si fuese un pincho moruno lo podéis hacer sin salir de este bloj, ya que con esta serie conectaremos el este (1, 2) con el oeste. El plan es el sigiuiente:

Comenzaremos a orillas del Misisipi, donde iniciaremos una vastísima travesía por las grandes llanuras explorando los residuos de un bioma ya en gran parte extinto: las praderas norteamericanas. Tras cruzar las Rocosas nos adentraremos en la meseta árida de la cuenca alta del Colorado, una región con una belleza geológica extraordinaria. Saltaremos después a otra meseta árida, la de la Gran Cuenca de Nevada. El viaje estaba centrado en las cuencas intermontanas, y no tanto en las montañas, pero habrá una entrega dedicada al oriente de Sierra Nevada como a las Wasatch. El tramo de regreso se hizo por el norte para aprovechar y visitar un par de pastelitos geológicos con los que terminaremos la serie.

1. Grandes Llanuras

La de las Grandes Llanuras es una historia triste para el naturalista. Este territorio de extensión inabarcable fue hogar de unos biomas hoy prácticamente desaparecidos, y testigo de algunas de las migraciones de mamíferos más colosales, en cuanto a distancia y biomasa, que el planeta vio durante millones de años. Sin embargo, hoy podemos decir casi con total rotundidad que las praderas ancestrales que corresponden a estas llanuras son objeto de estudio de la paleobotánica y que no es posible encontrar más que frágiles espejismos reconstruidos de lo que debieron ser en el pasado. Toda la región tiene una fama (no lo voy a negar, merecida) de monótona y paisajísticamente prescindible. La gran cualidad de las praderas, suelos profundos y de gran fertilidad, se convirtieron en su perdición cuando los europeos convirtieron estas llanuras en grandes monocultivos de maíz y soja que con el tiempo se convirtieron en la seña de identidad de la región. No en vano en Moline, Illinois, está la sede central de John Deere, cuyos tractores verdes pueden verse en el mundo entero.

En una época en la que el sector primario se ha automatizado hasta el extremo, no es raro que quienes se dedican a la agricultura en países occidentales manifiesten un orgullo por lo que son y lo que hacen. Sin embargo, la idea que me llevo de ese modo agrícola es que ya no se parece en nada al idílico arquetipo de familia de granjeros orgullosa e independiente que durante tanto tiempo ha representado la vida rural en el corn belt. Hoy en día, la mayoría de los granjeros ni siquiera son dueños de la tierra que habitan, y solo disfrutan de su usufructo, mientras que los propietarios legales de la misma son grandes corporaciones que reducen en gran medida la libertad de los agricultores a la hora de decidir qué hacer con el terreno. Se trata de un sistema intensivo indudablemente productivo, pero que paga un alto precio ecológico y que resulta insostenible a largo plazo. La biodiversidad local está dramáticamente empobrecida por este uso del terreno y el exceso de fertilizantes acaba desencadanendo una inmensa zona muerta muchos kilómetros al sur, en el Golfo de México. Las interconexiones de causa y efecto y de dependencia de factores externos contrasta mucho con el carácter político de muchos habitantes del EE.UU. profundo y rural, que se creen autosuficientes e independientes en un mundo profundamente globalizado.

Los tres tipos de pradera (shortgrass, midgrass y tallgrass) y su ubicación. Fuente: Ninjatacoshell

Poco espacio deja este uso del terreno para las praderas. La labor de los botánica y la ecología ha tenido que ser casi detectivesca para poder inferir cómo era la composición y estructura de estos biomas en el pasado. Además, hay que considerar que los habitantes nativos de las llanuras también pudieron influir significativamente en estos ecosistemas antes de la llegada de los europeos. En la actualidad se considera que las praderas de las Grandes Llanuras respondían al gradiente de lluvias este-oeste de la región, siendo las orientales las de mayor desarrollo (tallgrass prairies, praderas altas, verde oscuro), mientras que las que están a las faldas de las Rocosas son mucho más secas y de menor desarrollo (shortgrass prairies, verde claro). La banda intermedia recibe el original nombre de midgrass prairie.

Nuestro viaje comienza a orillas del Misisipi, en los antiguos dominios de las praderas altas. Se trata de una región relativamente fría, donde las primeras heladas suelen llegar en octubre y no se van hasta abril. La temporada metabólicamente activa para las plantas es relativamente corta, pero durante la misma las plantas pueden crecer hasta dos metros de altura. El secreto está en ese suelo tan fértil que mencionaba antes, pues en él se retiene la mayor parte de la biomasa de estos ecosistemas, siendo los sistemas radicales a menudo más profundos y masivos que la parte aérea. Para muestra este composición de una planta completa de Silphium, parte de un reportaje de National Geographic en el que retratan distintas especies de las tallgrass prairies y ponen de manifiesto que lo más importante ocurre bajo tierra.


Silphium perfoliatum, uno de los habitantes más altos de este tipo de praderas, y que sin embargo tiene un sistema de raíces mucho más hiperbólico que su vástago (derecha)

Los antiguos componentes de estos ecosistemas aparecen en ocasiones en cunetas y campos abandonados, cementerios y, sobre todo, en zonas protegidas donde una gestión activa intenta recomponer la estructura de estas praderas. La ausencia de la megafauna ancestral, la presencia de especies invasoras y la baja frecuencia de incendios hace necesario que estas praderas reconstruidas deban gestionarse activamente. El resultado, aunque sea solo un reflejo de lo que en el pasado tuvo que dominar extensiones inabarcables, es de una belleza indudable, sobre todo durante las floraciones estivales.

Imagináos extensiones tan grandes como naciones enteras cubiertas por mantos impenetrables de gramíneas y asteráceas, recorridos por manadas de bisontes y sobrevolados por enjambres millonarios de mariposas monarcas.

En cuanto a su composición, las praderas están dominadas por gramíneas y forbias (herbáceas no graminoides, entre las que destacan las asteráceas). Las gramíneas constituyen una de las poquísimas excepciones en esa depresión de baja diversidad de las Grandes Llanuras, pues están mucho más diversificadas aquí que en las costas del continente o en las montañas. Mentiría si dijera que mis años en Illinois me convirtieron en un enterado de las gramíneas, pero sí que puedo mencionar algunas de las más características de estas praderas y que se aprenden a identificar con facilidad: Andropogon gerardii, Sorghastrum nutans y Panicum virgatum. Son todas estas gramíneas muy características de los biomas orientales norteamericanos, y en especial de estas praderas. Iremos viéndolas desaparecer según nos aproximemos a las Rocosas. Otro rasgo que tienen en común (y que en parte explica sus portes superlativos) es que realizan fotosíntesis C4. Me estoy enrollando ya demasiado como para hablar aquí de la curiosa dinámica entre plantas C3 y C4 en estas praderas, pero si hay alguien interesado, que lo pregunte en los comentarios.

Algunas de las forbias compuestas de estos parajes son famosas en todo el mundo por su belleza y apreciadísimas en jardinería. No olvidemos tampoco que este es el ecosistema nativo del girasol (Helianthus annuus) a cuyos ancestros salvajes también podemos encontrarnos si tenemos suerte. No por ser más llamativas son las asteráceas más fáciles de identificar. Los géneros más diversificados en la zona son los antiguos Aster (en su mayor parte los que quedaron en el género Symphyotrichum) y Solidago.

Pero una pradera no son solo gramíneas y asteráceas. De obligada mención son las asclepias, que también están muy diversificadas en la región y que incluyen las plantas nutricias de las mariposas Monarca, otro de las especies insignia de la zona. Entre mis forbias favoritas están además el falso añil (Baptisia alba) o Lobelia siphilitica (me encanta ese nombre, derivado de la creencia de que podía ayudar a combatir la sífilis). Es solo una pequeña muestra: las praderas en flor de pleno verano son una auténtica delicia botánica.

Las praderas altas, con una composición típica de la flora oriental del continente, son nuestro punto de partida, pero nos queda un trayecto muy largo por delante. Un viaje de esta extensión solo puede acometerse sin prisa, haciendo caso a los distintos poetas que nos recuerdan que el recorrido, y no la meta, es el objetivo del viaje. Así es como se consigue disfrutar de ir persiguiendo al horizonte una y otra vez a la vez que estamos cada vez más de acuerdo en que el apelativo de las Grandes Llanuras se queda muy corto ante su inmensidad.

Nuestra siguiente parada es en una zona del país que se ha convertido para mí en una de las más especiales: las Sandhills de Nebraska. Dejo para otro momento la explicación de mi vínculo con este lugar, que merecerá su propia entrada, y me limitaré aquí a presentarlo como uno de los ejemplos más extraordinarios de midgrass prairie (ya un poco más al oeste, en un clima más seco y por tanto con menor desarrollo de las praderas que acabamos de mencionar).

Ubicación y extensión de las Sandhills

Las Sandhills representan la formación de dunas arenosas más extensa del hemisferio occidental, con una superficie equivalente a la de Aragón y Navarra juntos, y que ocupa gran parte del estado de Nebraska. Como su nombre indica, se trata de una extensión ininterrumpidamente cubierta por arenas de origen glaciar. Esta acumulación de arena supone una afortunada circunstancia para nosotros, ya que en un terreno así es muy difícil cultivar nada. Las sanhills se libraron del arado y se usaron fundamentalmente con fines ganaderos desde la llegada de los europeos. Pese a que el ganado también afecta a la vegetación, se trata de una ganadería más extensiva que intensiva, en unos ranchos de gran extensión, con una bajísima densidad de población y por lo tanto el estado de estas praderas permanece relativamente inalterado, o al menos estable, desde hace siglos. En determinados lugares uno puede tener unas panorámicas de 360º en las que no se ve ni rastro de la huella del ser humano y las praderas se extienden sobre las colinas hasta donde alcanza la vista, bajo un cielo espectacularmente nítido, especialmente por las noches. Es un paisaje de una profundidad y amplitud que no deja indiferente y que enamora por su desolada belleza.

Haz clic para ver el pase de diapositivas.

Si en Iowa y en Illinois hay agricultores orgullosos, los de aquí son rancheros, igualmente orgullosos de su supuesta autosuficiencia. Tuvimos la suerte de tener contactos locales que nos permitieron recorrer ranchos privados y llegar a zonas de otra forma inaccesibles. Además probamos unos buenos chuletones locales. Nos dijeron que una vez se cruza el Misuri ya puedes considerar que estás en el oeste (¿de dónde?). Se empiezan a ver gente con sombrero de vaquero y botas altas como atuendo no irónico, incluso hay tiendas especializadas en las que cuesta no pensar que todo ha salido del atrezzo de algún estudio cinematográfico.

Pero volvamos a las plantas. La arena es un sustrato muy exigente, pobre en sustancias orgánicas, que retiene poca humedad, y que resulta abrasiva cuando sopla el viento. No nos debe extrañar que haya una alta diversidad de especies arenícolas, a menudo relacionadas filogenéticamente con las especies de las praderas altas orientales. Sin embargo, aquí ya se empieza a manifestar esa zona de tensión florística y empiezan a aparecer elementos de la otra Norteamérica, la occidental, y en cierta medida, también meridional. Las grandes rosetas que se ven en algunas de las fotos de paisaje de arriba son Yucca glauca (izquierda), un género especialmente diversificado en la zona intermontana y en Texas.

Sin embargo, lo que para mí constituyó un indicador de que la flora estaba cambiando es la presencia de cactáceas. Estos cactus que se aventuran por el oriente de las rocosas son humildes y huidizos, pasan desapercibidos incluso en la pradera invernal, pero no por ello es menos emocionante encontrarlos en nuestro viaje al oeste.

Nuestra visita fue demasiado temprana como para disfrutar de la plena floración de las Sandhills, algo que me gustaría presenciar en algún momento, pero aún así hubo algunas flores que se dejaron ver. Linum lewisii es un lino nombrado en honor del explorador Meriwether Lewis, el de la famosa expedición de Lewis y Clark. Oxytropis lambertii es una legumbre muy tóxica para el ganado debido a la producción del alcaloide swainsonina y que por lo tanto se clasifica como «hierba loca» (locoweed) por los ganaderos. Lithospermum caroliniense es una llamativa boraginácea especialista de sustratos arenosos.

A pesar de lo peculiar de este entorno, no existen endemismos de las Sandhills. Creo que el motivo principal es la falta de tiempo, ya que la totalidad del territorio estuvo cubierto por el hielo de las glaciaciones. Existe, no obstante, una especie que sí es prácticamente endémica de esta ecorregión (con solo otra localidad fuera de la misma, en Wyoming, también en dunas de arena): Penstemon haydenii. Los Penstemon son unas plantagináceas muy llamativas y especialmente diversas en la zona intermontana y el oeste, así que su presencia aquí también es indicativa de esa tensión florística que se hace cada vez más patente. Nuestra visita fue demasiado temprana como para verlas en flor (la foto de abajo a la derecha es de Wikicommons), pero en nuestro herbario institucional encontramos la segunda recolección de esta especie, recogida nada menos que en 1893.

Pese al aspecto árido de la zona, se trata de una región con abundantes zonas húmedas. En las vaguadas entre las colinas el nivel freático es suficientemente alto como para originar masas de agua temporales que se llenan de plantas acuáticas eincluso helechos. Existen además algunos riachuelos que atraviesan las Sandhills, de los cuales me fascina por su nombre tan dramático el Dismal River (río Desolación). Solamente en los tramos fluviales es donde se pueden desarrollar algunos arbolillos, entre los que destaca un enebro, Juniperus virginiana, y arbustillos riparios, como varias especies de groselleros. Mi favorito es Ribes odoratum, que además de unos toques rojos en su corola despide una penetrante fragancia a clavo.

Aunque me gustaría seguir hablando de este lugar tan especial, toca seguir camino hacia el oeste. Para los seguidores habituales: es muy posible que os traiga de regreso en el futuro para contar más historias sobre Nebraska, pero no será hoy.

La Interestatal 80 continúa hacia el oeste remontando el río Platte Sur. Todo este trayecto continúa recorriendo las vastas llanuras que nos llevan acompañando durante cientos de kilómetros, profundamente modificadas por la agricultura y la ganadería. Recorrerlas milla a milla y contemplando el lento avance en el mapa te ayuda a darte cuenta de la escala de un continente entero. Las paradas en estaciones de servicio y pueblos locales presentan a una población en tránsito, que en su mayor parte pasan están de paso entre el este y el oeste y a los que nada se les ha perdido allí. Esta, y no la apacible grandeza de las Sandhills, es es la parte de Nebraska que los estadounidenses evocan cuando se les nombra este estado y que por ese motivo aparece como motivo de burla en todo tipo de shows televisivos. Sería como mentar a las provincias más vacías y llanas de la España vaciada como quintaesencia de lugar aburrido y por el que se pasa para ir de un lugar a otro pero en el que nada te retiene. Es como si la propia existencia de Nebraska fuese la de poner distancia entre el este y el oeste. Como respuesta a este pensamiento, desde la autovía se anuncia la existencia de un puesto restaurado del Pony Express, el servicio de correo a caballo que permitía mandar cartas entre California y el este del país. Estuvo operativo apenas un par de años 1860-1861 ya que se volvió inmediatamanete obsoleto tras la llegada del telégrafo y los planes de ferrocarril transcontinental. Pese a su corta duración y su nefasta rentabilidad, la imagen  de los carteros a cabllo recorriendo las Grandes Llanuras sigue cautivando la imaginación.

La autovía se bifurca y seguimos la I-76 que se adentra en Colorado. El clima aquí es tan seco que el desarrollo de las praderas está muy limitado. Entramos en el territorio de las shortgrass prairies. Allá donde la vegetación natural se deja ver, más que a una pradera empieza a parecer una estepa. Además de gramíneas y forbias empiezan a dejarse ver arbustos leñosos que nos resultarán muy familiares en las zonas intermontanas, como la Artemisia filifolia (derecha) que llega a ser dominante en grandes extensiones del paisaje.

Últimas paradas botánicas antes de llegar a nuestro destino de este capítulo. Tres ejemplos rápidos de géneros que ya, efectivamente, nos van indicando lo mismo que los sombreros de cowboy: estamos en el oeste. Ahí tenemos ya florecidos algunos gloriosos Penstemon, aparecen también nuevos Astragalus (los tengo asociados a condiciones mesetarias, tanto en Iberia, como en Anatolia, y en la zona intermontana) y alguna que otra especie de Sphaeralcea, unas malváceas rojas o naranjas, también muy típicas del oeste. Sin embargo, lo que más ilusión me hizo ver fue una Castilleja, orobancáceas hemiparásitas que desde mi visita a California las tenía asociadas a la flora occidental de EE.UU.

Tras casi 1500 kilómetros desde el Misisipi, la monotonía de las llanuras llega a su fin. Reconozco que la impresión de llegar a las Rocosas me pilló de sorpresa. Quizá esperaba una transición más gradual hasta un paisaje montañoso, pero no: las Grandes Llanuras se acaban abruptamente con la irrupción de una muralla impenetrable. La ciudad de Denver, a los pies de la cordillera, se presenta como la puerta de entrada. Ya veremos más tarde por dónde continuar camino.

Foto: CC por Robert Kash

Perpetua

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(Divagacionistas #relatosMascotas)

No me acuerdo bien del día que Perpetua llegó a casa, simplemente un día estaba ahí, en su recipiente de plástico lleno de agua, con su isla y su palmera. Perpetua no perdía el tiempo demostrando que no le gustaba nada su simulacro de paraíso tropical de poliestireno naranja. Nunca la vi escaparse, pero mi actividad ineludible al regresar del cole era buscarla por la casa, a veces durante un buen rato, hasta que la encontraba detrás del sofá o debajo del escritorio. La devolvía a su isla, le daba de comer y pasaba tiempo con ella, así todos los días.

Un día de octubre mis padres leyeron un artículo en una revista que decía que las tortugas de Florida transmitían enfermedades. Ocultándome sus motivos me hicieron una encerrona para explicarme que Perpetua tenía que hibernar, pero que no me preocupase, que volvería por sus propios medios en primavera. La mejor demostración de mi credulidad fue que no sentí desasosiego cuando la vi caer a plomo en el cubo de la basura.

Desde el 21 de marzo siguiente empecé a buscarla a diario y un día, sin más, Perpetua estaba junto a la puerta cuando regresé del cole. Había crecido mucho, tenía el tamaño de una olla. No siendo posible ya retornarla a su isla, se dedicó vagabundear por la casa en cuanto le abrí la puerta. Al principio fue muy angustioso hablar con mis padres sobre el tema, ya que se negaban a verla, incluso cuando estaba delante de sus narices. Parecían preocupados y aunque me pidieron que dejara de mencionarla delante de mi hermana, sí que me pidieron que contase todos los detalles al médico. Finalmente aprendí que mis padres estaban más tranquilos si dejaba de hablar de Perpetua por completo y me acostumbré a ignorarla si había gente delante.

He sido capaz de vivir con Perpetua todo este tiempo, pero la convivencia se ha vuelto insostenible. Uno diría que un reptil de más de dos metros no puede esconderse en una casa y, sin embargo, casi nunca sé dónde está. Me sobresalta en los momentos más inconvenientes: en el pasillo cuando voy a beber agua en mitad de la noche, o mirándome fijamente mientras me acuesto con mi mujer. Sé que quiere decirme algo, pero las tortugas no hablan y me atormenta pensar que hasta que no la entienda nunca dejará de asustarme.

Bingewatching «El hombre y la Tierra» en 2022

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Me he propuesto ver completa la serie «El hombre y la Tierra«, del ínclito Félix Rodríguez de la Fuente, y aunque apenas llevo revisitada una pequeña parte (era mucho más extensa de lo que recordaba, y muchos episodios no los había visto nunca), ya me están surgiendo algunas cosillas que decir. La idea principal es que voy a hacer un breve comentario de cada episodio como si fuese una crítica rápida en Rotten Tomatoes o algo así, en plan bruto. Estas críticas las tendréis disponibles según vaya avanzando el visionado en este hilo de Twitter. El objetivo es bastante ambicioso porque la serie consta a su vez de tres bloques: Fauna venezolana, la primera en rodarse (1974) que consta de 18 episodios (9 horas); Fauna ibérica, la más extensa, que se rodó entre 1975 y 1979 y que incluye episodios televisados de forma póstuma (92 en total, 46 horas); y el bloque de Fauna canadiense (1979-1980) durante cuyo rodaje tuvo lugar el accidente en el que murió FRF y parte de su equipo y del que llegaron a producirse 14 episodios, con 7 horas de duración. Aunque el hilo de Twitter contenga las críticas, me ha parecido necesario extenderme un poco más sobre algunas apreciaciones a vuelapluma al comienzo de este proyecto (ya veremos si hay alguna conclusión final). La serie está disponible en la web de RTVE. En el hilo voy a poner los episodios algo desordenados y empezando por la fauna ibérica.

Comentarios generales:

Lo primero es lo gratificante que resulta comprobar que, como comunicador, FRF ha aguantado muy bien el casi medio siglo que ha pasado desde que lo petaba. Muchos han intentado imitarlo, pero el carisma no se compra en Amazon, y a él innegablemente le sobraba. No me cuesta trabajo imaginarle como un youtuber-divulgador de haber sido millenial, o de que su leyenda creciese durante décadas como la de Attenborough. Lo de youtuber no lo digo por decir: a Félix se le nota que le gustaba chupar cámara como si fuese toda una celebrity de alto copete, y no le cuesta saltar de un tono divulgador, científico y riguroso a otro poético y lleno de licencias al más puro estilo Sagan (es decir, haciendo el disclaimer necesario sobre la licencia hecha o por hacer). De trato difícil en persona, según las crónicas, delante de las cámaras era sin duda un comunicador que entendía a la perfección el medio en que que se movía.

Atención a la prestancia y el glamour que no se pierde ni teniendo a un pajarraco en la mano. El rollo setentero de la serie con sus jerseys, sus gabardinas, sus boinas y sus pelazos forma parte esencial del visionado en 2022 y disfrutable tanto o más que los animalicos en sí mismos.

A nivel audiovisual, en gran parte la serie ha aguantado estupendamente el paso del tiempo. Las grandes escenas no han perdido vigencia y resultan muy meritorias si se tiene en cuenta cuánto han avanzado los medios. Contemplar las espectaculares escenas de caza de los lobos o sentirse un voyeur por curiosear las íntimas escenas familiares de unos turones o unos abejarucos seguiría planteando dificultades hoy (¡quizá incluso más, si se quisieran obtener todos los permisos!) y se resolvieron maravillosamente; siguen siendo una delicia. Los mayores problemas desde una perspectiva de los años 20 (empachados de material audiovisual trepidante) vienen quizá de la falta de ritmo de muchos episodios en los que hay mucho metraje de relleno. Hay veces que las entregas no siguen el ritmo del tema central propuesto y eso se nota. Ojo, no estoy hablando de limitaciones típicas e inevitables del mundo documental en el que la fauna no incluye actores a los que puedes dirigir (fallos de raccord, planos y contraplanos totalmente inventados,…) esos son disculpables e inevitables, aunque hoy cantan mucho más.

Quienes lo recordéis estaréis de acuerdo conmigo en que la tensión de esta escena no la supera un episodio de Breaking Bad. Esto es puto arte

No hay que olvidarse tampoco de que la figura de FRF también pasó (y quizá aún sufre) ciertas críticas sobre cómo se consiguieron tan espectaculares imágenes, que a menudo vienen del sector más peluchista y animalista de la sociedad. Una parte de esas críticas son totalmente infundadas: obviamente muchas de las secuencias de la serie son «manipuladas» en el sentido de que se consigue una narración uniforme a partir de metraje que no lo es (situaciones amañadas o forzadas). A poco que se indague sobre cómo funciona el documental de naturaleza se puede ver que esos recursos son casi imprescindibles. Sí que puede ser cierto que ciertos aspectos éticos del trato animal no serían posibles hoy, pero al igual que los demás aspectos de seguridad, ética y realización modernas. Lo verdaderamente alucinante de todo esto es que uno de los problemas principales es que FRF himself era un peluchista. Resulta muy chocante ver hoy en día de esta serie es lo sobón que era el cabrón y cómo le gustaba toquetear y acariciar a los animales. Esa parte creo que ha envejecido fatal y sin embargo nunca la he visto criticada por los salvacotorras.

Abro debate: ¿Era FRF un peluchista que hizo el hombre y la Tierra para poder sobar lobos? ¿Se hubiese convertido con el paso de los años en un Joe Exotic cañí antes que en un Attenborough?

Lo que más me está gustando de este ejercicio es comparar la situación de la biodiversidad de pelo y pluma en España y su conservación en los años 70 del siglo pasado con la situación actual. A veces el cambio es abismal (para bien y para mal) y a veces no tanto. Por ejemplo, es muy habitual que FRF hable de «los últimos» buitres negros, águilas imperiales, linces ibéricos, etc a los que retrata al borde de la extinción. El éxito en la recuperación de muchísimas de estas poblaciones es un éxito que hay que celebrar. El enfoque de las iniciativas conservacionistas, sin embargo, no siempre ha envejecido bien y hoy se ven transnochadas. FRF era muy condescenciente con la caza y recurre una y otra vez a conceptos como lo «beneficioso» de una especie para el hombre (p.ej., comiendo roedores o insectos) como argumento principal. Puede ser, por supuesto, que esos enfoques fuesen una concesión de los creadores de la serie para transmitir de una forma más digestiva unos mensajes que hubiesen sido demasiado vanguardistas para la España de 1975, pero también es posible que el propio marco de la conservación aún pensase esas cosas. Curiosamente, la afortunada recuperación de las poblaciones de algunos de los animales más emblemáticos de nuestra fauna (lobo, lince, oso…) vuelve a traer al debate público exactamente los mismos argumentos y contraargumentos de hace medio siglo.

También es ambivalente (aunque quiero pensar que positivo) comparar la situación de algunos lugares concretos del país y comprobar qué fue de las preocupaciones sobre su incierto futuro que se ven en la serie. La carretera que hubiese destrozado la playa de Doñana nunca vio la luz y el ansiado parque marítimo-terrestre del archipiélago de Cabrera hoy es un parque nacional. Creo que no es una exageración decir que muchos de esos éxitos se debieron también en parte al impulso de la conservación que catalizó El hombre y la Tierra. Por otra parte, ver hoy las imágenes espectaculares de las Tablas de Daimiel y el paraíso perdido en mitad de la Mancha debería también quedar como ejemplo de fracaso nefasto del que al parecer, poco se aprendió (vuelvo a pensar en Doñana y su acuífero ahora).

No os voy a decir que os deis un atracón de la serie entera (ya os dejaré las críticas en el mencionado hilo), pero sí que os puede sorprender ver algunos episodios, si no lo habéis hecho recientemente (o nunca) y disfrutar de esa doble perspectiva: la del documental en sí y la del «metadocumental» que nos cuenta cómo éramos nosotros hace 50 años. Eso sí que era fauna.

Este jersey a juego con el gatete es tan protagonista de la serie como el propio Félix. Zara debería sacar una línea como esta cada temporada. El glamour, incluso más que el carisma, ni se regala ni se negocia.
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