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Soy científico y prefiero los “alimentos naturales”

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Cada vez que en internet hay algún tipo de debate sobre alimentación, cualquiera diría que únicamente existen dos posiciones antagónicas, ambas muy fácilmente ridiculizables por la opinión contraria:

El “ecolojeta” que sólo consume productos orgánicos, que son carísimos y ni son orgánicos ni nada, que rechaza los transgénicos, que es supersticioso y se piensa que Monsanto quiere dominar el mundo y que la leche de soja le abre los chacras. Es un ignorante que “no sabe nada de ciencia”, y si se informara bien no haría tanto el ridículo.

El “biotecnócrata”, adorador de los aditivos, transgénicos, guarrerías varias y devorador de cachorritos. Se asquea si ve algo de tierra en sus verduras, cree que los huevos salen de los árboles y si por él fuera sólo comería píldoras. El pobre está tan afectado por las grasas saturadas que ya ni razona.

Este debate mil veces repetido me aburre y me irrita a la vez porque no me siento identificado con ninguno de los dos grupos “mayoritarios” de opinión y nunca veo representado mi punto de vista. Como este es mi bloj, al final he vencido a la pereza y me he animado a escribir un artículo sobre el tema, no sin temor de iniciar una flameguor que no voy a tener ganas de seguir, que estoy ya muy mayor. Ahí va el abstract:

1-Hablando rápido y empezando por el final: pienso que cuanto más cerca se produzca la comida del consumidor, mejor, cuantos menos aditivos, procesamiento vario e intermediarios tenga, mejor, y cuanto más “control” tenga yo sobre lo que como (por ejemplo, cocinarlo en casa frente a comprarlo hecho), mejor. Este post tratará de argumentar por qué estas son posturas perfectamente razonables.

2- Esto es sólo mi opinión, no quiero convencer a nadie. Lo mismo muchos no la compartís, pero estará sobradamente justificada cuando acabéis de leer, y con unos argumentos que creo que es necesario decir porque casi nunca los leo cuando surge este debate.

3- Soy muy ignorante en muchas cosas y no voy a basar mis razonamientos en una lista de artículos en Nature, entre otras cosas porque no es mi especialidad, pero lejos de entrar en detalles, de mirar con lupa, mi reflexión surge de una visión de conjunto, de “dar un paso atrás”, que dicen los yanquis, y tener una perspectiva más global en el espacio y en el tiempo, que, sí, incluye datos científicos pero también apreciaciones sociopolíticas y personales.

4- Nótese que en el título entrecomillo eso de “alimentos naturales” porque estoy totalmente de acuerdo en que por sí mismo eso no significa nada, y que la cicuta es igualmente natural. Sustitúyase por “alimentos no envasados, no tratados, sin aditivos” o lo que queráis, es que en el título no me cabía. Nótese también que digo “prefiero”, es decir, no rechazo ni siento ninguna aversión fanática o quimiofóbica a los aditivos ni los transgénicos autorizados ni contra los envases de plástico. Simplemente, si me dan a elegir, prefiero evitarlos.

Pues eso.

El balance energético de la producción alimentaria

Como el resto de animales consumimos alimentos para mantenernos vivos. La materia orgánica que comemos contiene energía almacenada en los enlaces químicos de glúcidos, grasas, proteínas y ácidos nucleicos. La generación de esta materia orgánica, la acumulación de esta energía, se hace gracias a la fotosíntesis. Es la luz del Sol la que provee de energía a las plantas, y a través de la cadena trófica, a los animales que se alimentan de ellas. Esto puede parecer una perogrullada, pero sorprende comprobar cuán a menudo se nos olvida que en última instancia estamos vivos únicamente por la energía solar que las plantas son capaces de fijar.

Si yo, homínido recolector, cojo una manzana de un árbol y me la como, estoy obteniendo energía acumulada en los azúcares de un fruto, y el balance será claramente positivo, ya que obtengo más energía del contenido de esa fruta que la que han gastado mis músculos en arrancarla del árbol y masticarla. Si por el contrario, yo tengo que ir andando a Francia a coger esa misma manzana de un árbol, claramente el balance energético iba a ser negativo: no compensa desfallecer de camino a los Pirineos para conseguir un puñado de calorías. Como hace tiempo que no somos cazadores-recolectores, nuestras economías han tratado a lo largo de la historia de optimizar la eficiencia de la obtención y producción de alimentos en las sociedades (por ejemplo, quizá sí compensase en tiempo de los íberos, ir andando al poblado de al lado a por un cesto de manzanas, e intercambiarlo a la vuelta por un pollo), pero los balances energéticos siguen estando determinados por la pura y dura aritmética termodinámica (la del nadie da duros a cuatro pesetas, pero probablemente sí que los tengas a seis).

La sorprendente realidad, sin embargo, es que el proceso de producción de alimentos es energéticamente deficitario, y mucho. En España, por poner un ejemplo, por cada caloría consumida en forma de alimento, se han necesitado siete para producirla, envasarla, transportarla y conservarla. ¡Siete! ¡Un ratio 7:1! No estamos hablando de una desviación marginal, sino de algo muy significativo. (Y me da igual si el dato preciso es diez o es cuatro, lo relevante es que es un balance negativo) ¿Cómo es posible? Por seguir el ejemplo de las manzanas; al contrario que en el caso del recolector que se la come bajo el árbol, comerse hoy una manzana comprada en nuestra superficie comercial favorita es el resultado de un proceso energéticamente muy costoso. Hoy en día la manzana crece en un árbol como producto de la fotosíntesis sí, en un árbol, pongamos, francés, y para más señas en un árbol que crece en un campo regularmente fertilizado y libre de plagas. La manzana se recolecta con un sistema más o menos mecanizado, se almacena en cajas (que a su vez se han fabricado en una ciudad distinta), se lleva de una nave a otra, pasa por un control de calidad, se limpia, se encera, se empaqueta en una rutilante bandeja de pvc cubierta de un aséptico plástico, se monta en un camión, recorre mil kilómetros de autopista y se trae al Mercadona de tu barrio donde permanece refrigerada hasta que la compras y te la comes. Así es como se explica ese estrafalario ratio 7:1. Si contamos todo el gasto energético que se ha llevado a cabo para hacerte llegar algo tan sencillo como una manzana, el coste energético se dispara:

- La síntesis y uso de fertilizantes, pesticidad, aditivos , etc ha requerido energía de fábricas, iluminación, almacenamiento, análisis…  (¡¡OJO!! No estoy diciendo que sean nocivos para la salud, sólo digo que cuesta energía producirlos y usarlos)

- Recolección más o menos automatizada, dependiendo del producto

- Almacenamiento, refrigeración (todo ello consume energía eléctrica)

- Transporte (que puede ser muy variable, pero a menudo transcontinental)

- Embalaje, en cajas de madera y en bandejitas de plástico (incluyendo su fabricación)

La manzana final es esencialmente idéntica en contenido energético a la que arrancas directamente del árbol, pero su adquisición en el súper de turno sólo ha sido posible tras gastar gasolina y electricidad superando el aporte calórico de dicho fruto. En última instancia, si nos paramos a pensarlo, esta forma de obtener la comida está “subvencionada” por una provisión, hasta ahora “barata” y asequible, de energía concentrada en gran parte bajo la forma de combustibles fósiles. Sin esa inyección constante de energía extra, estos procesos tan complejos serían directamente inviables, porque no compensaría energéticamente llevarlos a cabo. Por eso, cuando queramos analizar si una contribución al proceso de producción de alimentos es realmente ventajoso, conviene intentar mirarlo desde el punto de vista global para entender si está afectando negativamente al balance energético.

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Consumo energético del sector agroalimentario español en el año 2000 (en millones de GJ). Se compara la energía empleada por el sector frente a la contenida en los alimentos. Fuente

Tomemos un ejemplo: el de los fertilizantes. Los fertilizantes aumentan la cantidad, digamos, de nitrógeno disponible en el suelo. Esto hace que el manzano crezca fuerte y vigoroso, que dé más manzanas y que éstas sean más grandes. A primera vista es una idea redonda si sólo consideramos el manzano y su entorno inmediato, pero ¿de dónde sale ese fertilizante? La mayor parte de las veces se trata de una fuente de nitrógeno generada de forma industrial que ha consumido grandes cantidades de energía eléctrica en su producción (procedente, en gran parte, de combustibles fósiles) y que ha sido transportado por vehículos de motor de explosión. ¿Cuál es el balance energético de esta “innovación”? Hemos enriquecido el suelo, pero a costa de concentrar industrialmente nitrógeno en otro lugar, mediante un proceso que ha gastado más calorías que el plus que obtendrá el manzano y que en última instancia será aprovechable por el consumidor (la segunda ley de la termodinámica es implacable). Y así con todo. Las bandejitas y envases de plástico, de los que abusamos, no sólamente están físicamente hechas con derivados del petróleo sino que han gastado energía en su producción haciendo que cada vez la caloría de manzana sea más y más cara en el balance global. Se dice a veces, como metáfora, que “comemos petróleo”, porque la realidad es que detrás de nuestra comida suele haber una cantidad muy grande de energía procedente de fuentes no renovables de energía.

No me asustan los aditivos ni soy quimiofóbico, pero veo un error conceptual en el hecho de que sea necesario sintetizar industrialmente un producto conservante para que, digamos, yo pueda comerme unos espárragos de Perú, que tienen que ser transportados en barco, refrigerados, envasados y almacenados durante días o semanas, con un tremendo coste energético, cuando hay espárragos creciendo a diez kilómetros de mi casa o cuando en mi país sobran tierras de labranza abandonadas. Lo siento pero no hay manera de convencerme de que eso es un avance: eso es un ejemplo rampante de ineficiencia.

El balance energético debería estar en la primera línea de las valoraciones sobre nuestro sistema agroalimentario, especialmente en un país que es muy dependiente energéticamente (y alimentariamente) del exterior. En un escenario pasado el pico del petróleo en el que el precio del combustible tenderá a aumentar, encareciendo el transporte y la actividad económica e industrial a la que estamos acostumbrados, lo racional es buscar la eficiencia y un mejor rendimiento energético: el consumo de los productos locales frente a los que deben viajar, el de los productos frescos frente a los procesados, el consumo racional de los productos de origen animal, el ahorro de envases, la relación más directa posible entre el agricultor/ganadero y el consumidor… Todas estas son medidas perfectamente racionales que mejoran el balance energético de la producción de alimentos: no hay nada “anticientífico” en querer consumir preferentemente los productos que se producen a nivel local en lugar de los que viajan medio mundo derrochando recursos finitos; no hay nada de magufo en querer evitar que se usen conservantes (por el coste que acarrean) si éstos no son necesarios porque el consumo es inmediato a la recolección.

Porque soy científico, creo que la ciencia puede hacer grandes cosas por la alimentación mundial. Si se modifica genéticamente el arroz para que sintetice vitamina A y permita que cientos de miles de niños asiáticos no sufran nictalopía lo veré como un avance indudable. Si por el contrario la modificación genética tiene como objetivo hacer que la fruta dure meses almacenada para poder obtenerla en un país donde la mano de obra es barata y venderla luego en otro continente con mayor poder adquisitivo a un precio más alto, la verdad, no creo que esa innovación tenga un carácter especialmente filantrópico. Una vez más, el avance en sí (la ingeniería genética, por ejemplo), no es “bueno” o “malo” por sí mismo, sino que los juicios de valor los hacemos sobre las consecuencias que dichos avances tienen, siendo esto algo lícito y a menudo, bastante subjetivo. Los transgénicos no son “buenos” o “malos”, por sí mismos, pero sí pueden tener consecuencias buenas o malas para unos colectivos u otros. Hay espacio para un debate racional y responsable sobre transgénicos, sobre aditivos y sobre lo bueno o malo que es para nuestra sociedad su uso en cada caso concreto (sin maguferías ni sensacionalismos, por supuesto). Por desgracia en este tema percibo bastantes posiciones fundamentalistas, de uno y de otro lado.

Podríamos extendernos mucho en este tema, pero creo que se entiende mi postura: considerar el balance energético global de la producción de alimentos debería ser fundamental, y muchas veces se excluye esta parte de la ecuación haciendo parecer como avances o mejoras de la eficiencia lo que en realidad es una concentración energética y de recursos que sólo es posible gracias al uso de combustibles fósiles, y que por lo tanto son técnicas insostenibles y que además a menudo contribuyen a la degradación del entorno. Ni qué decir tiene que no es que a largo plazo nos convenga cambiar de sistema, es que no nos va a quedar otro remedio.

Una visión más racional y justa de la alimentación mundial

Pero personalmente, me gustaría ir un poco más allá. Como creo que la alimentación es una cosa muy seria, no puedo evitar sentir que se hacen necesarias consideraciones morales sobre cómo nos estamos alimentando en unas y otras partes del mundo y a dónde conduce todo esto (y sí, esta parte está muy contaminada por mis ideas políticas sobre lo que creo que es justo y lo que no). En la actualidad, el mercado de la industria agroalimentaria funciona a un nivel global, heredando los vicios que conocemos del capitalismo en sus otras facetas, pero con el agravante de estar tratando de un asunto tan relevante como el sustento de la humanidad. Como pasa con tantos otros recursos, el balance neto es que los países ricos estamos exprimiendo los recursos de los países pobres: los bosques tropicales desaparecen en gran medida por satisfacer nuestras exigencias de energía, recursos y alimentos. Los ejemplos de colonialismo económico son constantes: cada vez tenemos que irnos más lejos para conseguir satisfacer nuestra demanda de pescado, un simple paseo por un supermercado nos muestra que hasta los productos más básicos vienen cada vez de países más alejados. Estas políticas tienen consecuencias perniciosas a todos los niveles, especialmente ambiental (deterioro del entorno, crisis de la biodiversidad a distintos niveles, cambio climático) y humano (aumento de las desigualdades en el mundo).

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Mapa deformado en el que el área de los países se ha igualado a la que deberían tener en función de su consumo de recursos. Fuente

Resulta evidente que este sistema injusto de explotación sólo puede sustentarse gracias a los avances tecnológicos que permiten la globalización del mercado agroalimentario. Las grandes beneficiadas son compañías que hacen un negocio más redondo, pero al contrario de lo que he oído estos días, no estoy seguro de que el balance neto esté siendo realmente satisfactorio para el conjunto de la humanidad. De hecho en ciertos aspectos es muy deficiente. Nos enorgullecemos de conocer y controlar plantas y animales casi hasta el punto de poder manufacturarlos a nuestro capricho, pero a la vez la obesidad se convierte en una epidemia entre los niños de los países del primer mundo, donde se tiran cantidades escandalosas de comida a diario y donde el campo se abandona; presumimos de ser capaces de adquirir todos los ingredientes que un rey pudiese haber soñado hace tres siglos sin salir del barrio, pero a la vez provocamos hambrunas y burbujas en los precios de los alimentos del tercer mundo porque arrebatamos terreno cultivable para conseguir biodiésel o para cultivar arroz tras talar un bosque tropical. Medio mundo se muere de hambre mientras el otro medio se muere porque la grasa le obstruye las arterias. Lo siento mucho pero no veo que este sistema globalizado sea un éxito de la ciencia al servicio del hombre. La ciencia al servicio del hombre, la que crea las vacunas y la que descubrió los antibióticos, haría un trabajo mucho mejor alimentando al mundo de forma eficiente y racional. El progreso que ha alentado esta globalización asimétrica no está, en su conjunto, al servicio más que del interés económico de unos pocos (sí, ya, como siempre). Y sí, puede que este sea un discurso muy fácil: denunciar las desigualdades en el mundo desde la comodidad de mi salón y con la nevera llena, pero dándole la vuelta a ese argumento, me parece bastante cínico considerar que podemos darnos por satisfechos por lo que ha beneficiado esta industria a nuestra esperanza de vida, cuando nuestra obscena opulencia alimentaria se la debemos en parte a la explotación de los recursos del sur.

No pretendo aquí condenar tal o cual cosa sin más. Soy consciente de que este es un asunto realmente complejo, uno de los mayores desafíos que la especie humana tiene por delante. Por un lado la mecanización y automatización de la producción agrícola y ganadera ha liberado tiempo y permitido que las sociedades se desarrollen en otros sentidos. Es impensable a día de hoy renunciar a ello de la noche a la mañana porque nuestra forma de vida ha asumido este tipo de funcionamiento. Sin embargo no es menos cierto todo lo que he dicho anteriormente: que el modelo actual sólo es posible en abundancia de petróleo, que genera desigualdad, que degrada el entorno, que no es eficiente y que no garantiza ni nuestra propia autonomía alimentaria ni un reparto equitativo de los recursos. No esperéis encontrar en un egobloj la solución al hambre en el mundo porque yo no la tengo, pero ¡no se pueden ignorar estas verdades como se hace cada vez que se aborda este debate!

Mi opinión personal es que el sistema debe intentar cambiar hacia una forma más viable a largo plazo y más justa de alimentarnos. No tengo la fórmula mágica ni sé suficiente del tema, pero han bastado un puñado de conceptos básicos de ecología y termodinámica para hacerme entender que hay motivos más que sobrados para ser muy crítico con cómo nos estamos alimentando. Valorando el gradiente que va desde un extremo representando la alta sofisticación, mecanización, transporte a grandes distancias, globalización del mercado alimentario (energética y ambientalmente costosísimo) hasta el otro que apuesta por la búsqueda de una mayor autonomía alimentaria, el respeto de los recursos, el consumo local e inmediato, la recuperación del campo (energética y ambientalmente más favorable en un escenario post-petróleo), lo que hay que intentar favorecer desde mi punto de vista es este segundo polo del gradiente, ayudándonos de todo el ingenio y la inventiva que sea necesaria.

Por supuesto, una parte importantísima de que las cosas sean como son, nos tienen a nosotros, consumidores, en el ojo del huracán. Si este derroche energético se da a nuestro alrededor para traernos manjares de allende los mares a cualquier hora del día y de la noche es porque nosotros lo demandamos, dice el manual del libre mercado, pero ¿de verdad es necesario? ¿De verdad es un derecho inalienable el acceso absoluto a todos los alimentos posibles sabiendo las consecuencias que tiene? Nos hemos acostumbrado tanto a comer fresas en agosto que quizá no nos paramos a pensar si tiene sentido que un madrileño disponga los siete días de la semana de pescado fresco procedente de los mares de Somalia. Al igual que ahora está tan de moda hablar de la poca importancia que hemos dado a votar de forma responsable, hay que recordar que tenemos una responsabilidad como consumidores.

Pues sí, cada vez que compramos estamos haciendo una declaración de intenciones, estamos provocando una retroalimentación positiva en el proceso que ha llevado al producto obtenido. Por eso y por todo lo anterior, a mí me parece totalmente razonable poder saber de dónde sale el pescado que compro, si para su extracción se ha alterado el fondo marino o no, dónde se han cultivado las dichosas manzanas, qué ha comido el pollo y cómo se han puesto los huevos. La mayor parte de las veces el consumidor encuentra muchos obstáculos para conocer con veracidad este tipo de información, a veces porque se oculta, y a veces porque la publicidad es engañosa (por ejemplo, con tanto producto “orgánico” o “ecológico”, dos adjetivos que en realidad están vacíos de contenido y que muchas veces son, efectivamente, un timo: no hay nada de “eco” en un tomate que ha viajado dos mil kilómetros hasta llegar a tu casa). En este contexto me parece especialmente necesario que exista buena información y que quien quiera pueda elegir una alternativa real que no sea tan derrochadora: yo quiero saber si la harina del producto X está hecha con un cereal transgénico;  si esta leche no pasteurizada “natural” puede contener bacterias nocivas para el ser humano; si este plátano “orgánico” viene de Venezuela y si el saludable color de esta mermelada se debe a un colorante artificial sintetizado industrialmente. Quiero etiquetas bien claras en todos los casos, ¡que se sepa! … y ya tomaré yo la decisión que crea conveniente.

La comida y yo

Y por último voy a añadir un tercer motivo por el que, si es posible, prefiero una serie de alimentos frente a otros. Aquí entro en un plano totalmente subjetivo y personal, con el que que entiendo que muchos no coincidan, pero que no me avergüenza reconocer y me parece también bastante razonable: la comida es uno de los grandes placeres de la vida; disfruto de la interacción con los alimentos, cuanto más, mejor. Si me das a elegir entre una naranja y un zumo comercial en el que me garantizas que tiene exactamente los mismos (¡o incluso más!) principios inmediatos y nutrientes que la naranja, yo prefiero la naranja, incluso sin tener en cuenta el asunto del balance energético ni otras consideraciones: prefiero sentir la naranja, pelarla, provocar que las glandulitas de la piel lancen su contenido, abrirla con ese sonido inconfundible, deleitarme con la estructura del hesperidio, descubrir si tiene o no ese verticilo adicional de carpelos con el que nos sorprenden a veces, ¡pringarme las manos de jugo y que me huelan todo el día, sí!, disfrutarla a todos los niveles y finalmente, comérmela. Comer no es sólo una necesidad fisiológica, comer es una experiencia vital, es pura sensibilidad, es conocimiento, tradición, cultura… yo personalmente no quiero renunciar a nada de eso, y en la medida en la que puedo no lo hago aunque me cueste más tiempo e incluso más dinero. Mi experiencia personal es que el comercio local, el ingrediente en bruto y el procesamiento personal de la comida me provoca sensaciones  más agradables que las grandes superficies, los alimentos muy envasados o procesados.

A lo largo de mi vida he tenido la suerte de visitar mercados en un puñado de países, todos ellos muy distintos, pero también con unos rasgos ancestrales que me parecen interesantísimos y que disfruto sinceramente. Ya sea en el mercadillo de San Fernando de Henares, en la galería de mi barrio de Madrid, en un puesto de fruta de la Habana, en un mercado de la costa de Madagascar, en los “farmer market” de Connecticut o en los fascinantes zocos del mundo árabe se ven los mismos patrones microsociales de venta y compra, de seducción, de regateo, de complicidad, de picaresca… Comprar en un mercado es una tarea cotidiana y ancestral que se remonta al Neolítico, ¡es un acervo cultural de toda la humanidad! ¿Cómo no disfrutarlo? ¿Cómo no quererse zambullir en él? ¿Cómo renunciar a esto por ir a una insulsa gran superficie llena de productos envasados, deshuesados, desinfectados, desalmados…? Claro que también voy a esas grandes superficies, pero personalmente, no me aportan nada, es inhumano, vacío, no me enriquece como lo hace un mercado. En un mercado hay una interacción con el vendedor, le puedes echar en cara que la sandía de la semana pasada estaba pasada, puedes preguntarle, informarte por el producto, aprender recetas, enterarte de lo que pasa… ¡Es fascinante que todos estos patrones sigan vivos hoy en casi cualquier parte del mundo! Por supuesto, comprar en el mercadillo del barrio puede ser sinónimo de un consumo más local, inmediato y energéticamente favorable, pero por encima de todo, ¡es que me gusta más!

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Mercado en Etiopía, reducido a su esencia más fundamental: agricultores que ofrecen sus productos y consumidores que los compran. Aquí se dan los mismos patrones sociales que podemos observar en los mercados de todo el mundo desde el Neolítico.

El siguiente escenario es la cocina. Adquirir los alimentos en su estado más básico, renunciando a envases y procesados suele implicar pasar más tiempo en la cocina y tener un contacto más directo con los alimentos y sus sensaciones (sí: incluyo llorar partiendo cebollas o limpiar pescado y hacer un caldo con las raspas). Muchos de los envases, plastiquitos y procesamientos de los ingredientes tienen como única finalidad ahorrarnos unos minutos cortando carne, pelando una hortaliza o lavando una pieza de fruta.  Ya hemos hablado del precio energético que puede tener darnos esa pequeña comodidad; no está de más valorar si merece la pena.

Es cierto que nuestra forma de vida suele andar escasa de tiempo, pero no lo es menos que somos nosotros los que adjudicamos prioridades. En mi casa entre uno y otro pasamos diariamente más de dos horas cocinando. No nos sobra el tiempo y de buen seguro que siempre andamos escasos para hacer cosas que nos gustan, pero cocinar nuestro propio alimento es parte de nuestra cultura y nuestra identidad y no queremos renunciar a ello. Podríamos ganar esas horas al día si recurriésemos más a menudo a productos precocinados (todos ellos, pongamos, muy sanos y con un equilibrado aporte nutritivo), pero no, preferimos invertir ese tiempo en nosotros mismos siempre que es posible. Cocinar es una actividad única que le da un valor añadido al alimento; también es una actividad social en la que inviertes tu tiempo y tu energía, algo que aprecias y que te gusta que te aprecien los demás. Ese valor intangible no merece ser ignorado incluso aunque el resultado final sea supuestamente el mismo energéticamente. ¿De verdad alguien espera que yo valore en la misma medida un bizcocho comercial (envasado en su plastiquito, su caja y sus gaitas) que uno que alguien ha preparado para mí, (seleccionando los ingredientes, haciendo la masa y horneándola personalmente)? La comida es mucho más que un balance de calorías y principios inmediatos. Un cuenco de plástico y uno de madera hecho artesanalmente puede que tengan exactamente la misma utilidad, pero ¿tienen el mismo valor? No entiendo por qué algunos parecen tan reacios a admitir el valor humano que encierra necesariamente la comida y que es el que nos lleva a muchos a sentir mayor rechazo hacia el alimento procesado por una máquina frente al procesado por una persona. ¿De verdad es tan difícil de entender?

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Pues no, no es lo mismo. Por muchas razones


Archivado en: Ciencia y naturaleza

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