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Channel: Diario de un copépodo
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El último día de Obama

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Hace ocho años tuve la ocasión de vivir en tierras estadounidenses la noche electoral de 2008, la que acabó con la primera victoria de Obama en las urnas. Fue una noche emocionante y, creo que puedo decir, histórica. Escribí una breve crónica en el bloj y algunos posts posteriores con ese desparpajo que yo tenía entonces a la hora de hablar y opinar sobre temas sin tener ni puñetera idea de nada. Hubo quien me criticó, de hecho, mi entusiasmo excesivo con Obama, que en el fondo nunca sentí como mío ni pretendí idealizar a la persona en sí, sino que más bien me fascinó el fenómeno, algo totalmente justificado, sobre todo si se vivió la vibrante y única campaña electoral de 2008. Creo que ocho años después me siento con la suficiente perspectiva para aceptar abiertamente que sigo considerándole el político más magnético de nuestro tiempo. En gran medida esto se debe al caldo de cultivo previo: los Estados Unidos (y el mundo) de George Bush y el contraste que supuso. Si tenéis un rato, recordad el discurso que dio aquella noche y tratad de dejar a un lado cinismos y lugares comunes sobre Estados Unidos: es muy fácil entender por qué un sector inmenso de la población estadounidense que tradicionalmente había sido considerado minoritario, se sintió conectado con este señor y su extraordinaria capacidad de sembrar esperanza. Yo al menos nunca había oído a ningún político hablar así.

A Estados Unidos, desde fuera, se le ve siempre de forma inevitablemente deformado. Es tan inabarcable y diverso que cualquier retrato que se haga va a ser incompleto. Soy consciente de que mi propia visión es muy parcial: siempre inmerso en una burbuja universitaria de gente con mentalidades progresistas “a la europea”, un ambiente de trabajo estimulante y creativo. Conozco el otro Estados Unidos, lo he visto en Pensilvania, Ohio, Louisiana o Georgia, e incluso en las zonas rurales de Nueva York y California, pero casi siempre de paso: ese no es el EE.UU. que vivo a diario. No lo digo para enmascarar todas las disfunciones de este país (que son muchas y que me ha tocado sufrir en propias carnes, y más aún siendo emigrante), sino porque creo que en estos días hay que recordar precisamente las virtudes, lo que merece ser exportado y expandido. En burbujas como las universidades hay detalles que me asombran, por ejemplo, en todo lo que respecta a la integración de todos los miembros de la comunidad, valorando la diversidad de forma sincera, creyéndose que un alumnado o profesorado diverso enriquece de verdad a la institución, y tomando medidas para evitar los sesgos institucionales y la discriminación por el motivo que sea. Después de re-escuchar el discuros de Obama en 2008, he pensado que quizá estos detalles, que son de lo que más me gusta de este país, sean en gran parte herencia de ocho años de obamismo.

Hace unos días me tocó presenciar una noche electoral que casi podría considerarse como un negativo de la instantánea de noviembre de 2008: la elección de Donald Trump. Como ahora soy mucho más consciente de mi ignorancia, no voy a aburriros con una crónica detallada de lo que ya conocéis de sobra. Voy a quedarme sólo con un par de detalles de la noche, el primero de los cuales es la sensación de irrealidad y sorpresa con el que se vivió el recuento, como si aquello no pudiera estar pasando de verdad. Nunca había visto un descalabro tan estrepitoso y radical de todas las encuestas previas en unas elecciones, y esta dimensión inesperada del resultado es en parte lo que acentúa la sensación de tragedia que se masca en el ambiente de la, digamos, “América” progresista y urbana: temores razonables aparte, nadie se esperaba que este resultado llegara a materializarse. No hubo tiempo para mentalizarse de antemano de la que iba a caer (como con la mayoría absoluta de Rajoy, por poner un ejemplo, que se veía venir). Ha sido un auténtico bombazo, la gente está hundida.

El otro contraste es que en esta ocasión no hubo ni rastro del entusiasmo ni de la esperanza de 2008 en la campaña. Aquel otoño fue único e ilusionante para millones de personas. Esta, sin embargo, ha sido bronca e intensa, pero muy gris desde que Sanders se retiró de las primarias demócratas. El temor a una victoria de Trump, decía, ha estado presente, pero esta parecía imposible desde el punto de vista racional: su perfil era tan agresivo, zafio e ignorante, era tan obviamente inadecuado, que resultaba inimaginable verlo en el cargo. Todas las encuestas transmitían que la situación parecía bajo control. El resto ya lo sabéis.

Creo que todo el mundo debería estar preocupado por lo que ha ocurrido esta semana, y no lo digo solo porque el presidente de EE.UU. sea un cargo que inevitablemente afecte al planeta entero, sino porque el fenómeno hay que encuadrarlo en una crisis política global. Soy el primer cínico que reconoce lo disfuncionales que son las democracias capitalistas modernas, pero ver tanto resultado electoral fascistoide últimamente empieza a acojonar. Creo que aciertan quienes relacionan a Trump, el Brexit, el referéndum en Colombia o la propia incapacidad de España de investir a un presidente del gobierno que no sea un delincuente. Son algunos síntomas de democracias atrapadas en decisiones autodestructivas y vergonzosas. Atrapadas porque en el momento en el que las urnas hablan, hay una inercia de considerar incuestionable el resultado.  Si se usa como premisa que la democracia, la libertad de expresión, la tolerancia y la convivencia son valores absolutos que queremos que rijan nuestro mundo, ¿No es consecuente aceptar los resultados salidos de las urnas como inmaculadas decisiones del pueblo soberano? El error, creo, está en aceptar esos resultados cuando quienes los consiguen pretenden, precisamente, dinamitar las libertades y garantías que los validan. Las reacciones tibias al odio, la discriminación, la violencia, la injusticia y las desgracias no deberían, hoy más que nunca, resultarnos indiferentes, aunque salgan de las urnas. Con más motivo deberían escandalizarnos. Y sin embargo, está pasando delante de nuestras narices. Como el propio ascenso de Trump, a cámara lenta, como si fuese una película de las malas, de las predecibles, en las que todo el mundo sabe lo que va a acabar pasando, pero la gente no reacciona.

Por último, habréis leído también por ahí que lo que está detrás de estas inesperadas victorias es el votante rural que ha querido castigar al sistema. Pues vale. Quizá sea cierto que identificar al votante medio de Trump como un simple racista xenófobo que quiere pagar menos impuestos a costa de cualquier cosa sea una errada simplificación. Quizá el retrato sea más el de un desheredado olvidado por los políticos y muerto del asco en el Ohio profundo, resentido, y con razón, con todo el mundo. Lo mismo sí. No me cabe duda de que el mundo está hecho unos zorros. Cualquier generación ha podido decir lo mismo, pero quizá este momento que vivimos sea especialmente problemático después de muchas décadas de relativa calma. Hay varias crisis sin precedentes que están teniendo lugar ahora, convergiendo de forma inédita: cambio climático, crisis económica en un capitalismo más desrregularizado que nunca, crisis alimentarias en muchas partes del mundo, globalización, Oriente Medio descontrolado, terrorismo internacional, población mundial máxima. El mundo ha cambiado mucho en los últimos 20 años, no han sido dos décadas “típicas”. Hay varias formas de reaccionar ante estos desafíos sin precedentes. Todos deseamos un mundo mejor, pero me da la sensación de que algunos de los votantes que están protagonizando los titulares de 2016 lo que quieren es “que todo vuelva a ser como antes”. Su reacción ante el mundo del siglo XXI es de rechazo, de intentar esconderse debajo de la manta y revertir a un estado anterior (malo conocido), sin tantos inmigrantes, sin deslocalización de la industria, sin conflictos sociales de raza, género, orientación sexual y sin todos los indicios que ocurrieron mientras su vida se fue a la mierda y que confundieron con causas del declive, y no con sucesos sincrónicos al mismo. El miedo, de nuevo, genera monstruos.

Se me pasa por la cabeza que quizá la clave de la política de los años venideros estará determinada por el enfrentamiento entre dos formas muy distintas de afrontar las grandes crisis del siglo. Por una parte los que, sin tener ni puñetera idea de cómo hacerlo, intenten huir hacia adelante y catalizar un cambio hacia un futuro desconocido, sin duda muy diferente a todo lo anterior (con la esperanza de que sea mejor, y más justo, si sobrevivimos). Por otra quienes, también con la esperanza de que será mejor que el presente, intenten resistirse a estas crisis y pretendan revertir el mundo hacia un estado idealizado de felices años 90. Comparando el discurso de la victoria de Obama con el de Trump (y de nuevo, dejando cinismos y lugares comunes al margen), esta división me resulta muy evidente.

Queda poco para el último día de Obama, pero el gran dilema del siglo XXI todavía tardará en decidirse.


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