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Mis pecados americanos (2 de n): el cactus blossom

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A menudo se dice que en Estados Unidos se come mal, de forma poco saludable. Esto hay que aclararlo, porque no es cierto así como suena: aquí se come como tú quieras comer, y nada te impide tener la dieta más saludable del mundo siempre y cuando estés dispuesto a buscar ingredientes de buena calidad y a dedicarle el tiempo necesario a cocinar. Siendo esto una verdad aplicable a casi cualquier lugar del mundo, también hay que decir que lo que sí es cierto es que comer bien en Estados Unidos sale más caro que en España.

Al contrario de lo que podría parecer, uno de los elementos que más estoy disfrutando de la vida en el yanqui es justamente la gastronomía. En gran medida se debe a que Nueva Inglaterra en general, y esta esquina de Connecticut en particular, mantiene una saludable actividad de la agricultura y ganadería minorista que permite disfrutar de materias primas estupendas. Por supuesto, echo de menos muchos productos patrios que aquí son completamente imposibles de encontrar (a no ser que los consigas de importación en alguna tienda española de Hartford o Nueva York, a precios astronómicos): además del jamón ibérico (que no podía faltar en la lista), un buen surtido de quesos a precios razonables, la variedad de pescado a la que te tiene acostumbrado Mercamadrid y algunas de mis frutas favoritas como el melón “de Villaconejos” y los higos.

A cambio, tengo que decir que la leche que tomo aquí es la mejor que he probado nunca, que los yogures y derivados no tienen nada que envidiar a los que se hacen en Grecia, que hay unas frutas y verduras de temporada que son una gozada y que el marisco local me ha dado alguna sorpresa agradable. Estas cosas también hay que decirlas, porque hay mucho provincianismo gastronómico y al final acabamos tomándonos demasiado en serio que los plátanos de Canarias son, objetiva y claramente, superiores a todos los demás, y tampoco es eso.

En resumen: que delicatessen ibéricas aparte, nada te impide comer en Estados Unidos tan bien o tan mal como lo hacías en tu casa, sobre todo si mantienes tus hábitos y buscas los ingredientes que necesitas. De hecho, si eres celíaco, intolerante a la lactosa, vegetariano o tienes cualquier tipo de restricción alimentaria, seguramente te será mucho más fácil encontrar lo que buscas, y con mayor variedad. Personalmente aprecio mucho que, además, la abundancia de granjeros minoristas locales te permita consumir productos con mucha menor huella ecológica por transporte con gran facilidad, y en parte esto se debe a una excelente cooperativa de alimentos.

¿A qué se debe la asociación entre Estados Unidos y la comida de mala calidad? Pues creo que fundamentalmente a que la comida rápida y los precocinados son baratísimos en comparación con los alimentos frescos. Esta comida procesada suele ser sinónimo de exceso de grasas y de edulcorantes como el almíbar de maíz rico en fructosa, muy ligado al incremento de la obesidad y la diabetes en este país, y que se usa de forma indiscriminada. La comida rápida (incluyendo atrocidades del tipo “galletas oreo rebozadas y fritas”) es accesible en todas partes y muy barata.

Nada de esto es nuevo, pero estoy aquí para hablar de pecados, y hoy toca mi mayor concesión a la comida basura: el cactus blossom. De cuando en cuando, en las ocasiones en las que toca darse un homenaje hipercalórico, a menudo el lugar elegido es un restaurante texano (una franquicia, en realidad) que merecería un post para él solo. Aunque no puedo valorar la autenticidad del lugar, es uno de esos sitios en los que a la entrada hay un escaparate lleno de filetes de tres dedos de gordo y demás piezas inmensas de carne que puedes seleccionar individualmente para que te pongan en el plato. En lo que esperas a que te sienten hay barriles llenos de cacahuetes y el aperitivo que te ponen nada más darte mesa son unos bollitos con mantequilla que tienen, cada uno, medio millón de calorías, así a ojo.

Lo que me pido siempre aquí es medio costillar de cerdo, que ya digo, no sé si un texano aprobaría como decente, pero que en mi caso me resultan las costillas más tiernas que pueden probarse a esta orilla del Mississippi. Sin embargo, a veces creo que más aún que las costillas, lo que más ganas tengo de comer es mi entrante favorito: el cactus blosson (flor de cactus).

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El cactus blossom es una cebolla grande como mi cabeza, hábilmente dividida en cuasi-secciones radiales, embadurnada en algún tipo de pringue inmundo y frito con alegría hasta que el rebozado queda crujiente (más o menos igual de crujiente que tus arterias coronarias cuando se enteran de la que se les avecina). En el centro de tan sofisticado manjar se pone una salsita destilada a partir de las grasas saturadas más perniciosas del mundo, tan densa que ni la luz puede escapar, pero que adquiere un color rosado debido a la radiación que emite su horizonte de sucesos. Esta cochinada me resulta horriblemente adictiva al paladar, quizá porque su macabra combinación de sabores vuelve loco a mi cerebro reptiliano, aún marcado por las hambrunas del Triásico, quizá saldables de forma retroactiva a base de cactus blossom. Hale, ya lo he dicho, ¡me encanta esa guarrada!

Pero no me voy a quedar aquí: quiero añadir una coletilla acerca de dónde está el límite con la costumbre de asociar la “mala comida” a lo que viene de Estados Unidos. Hace unos meses vi un puesto ambulante de algo que vendía como fried dough (masa frita). Tanto el nombre como el concepto me pareció una aberración típicamente americana así a primera vista, y sacudí la cabeza gravemente como gesto de desaprobación. Sin embargo, cuál sería mi sorpresa cuando una de las oleadas de olor a fritanga que me llegó, me recordó al olor a churros, y entonces caí en la cuenta de que nuestros sagrados churros y porras que veneramos como un desayuno castizo y mediterráneo son, justamente, masa frita (con otra forma, claro, pero masa frita a fin de cuentas). Si nos ponemos a pensarlo, sobran los ejemplos de especialidades españolas que, si nos las contaran y no las conociéramos, pensaríamos que tienen que ser estadounidenses. ¿Nos hemos parado a pensar lo que es un torrezno? ¿o un pestiño? Vale que nuestros fritos suelen serlo en aceite de oliva, pero no creo que salgan muy bien parados en una competición de comida saludable.

Es curioso que una de las facetas gastronómicas de las que más presume la Marca EspañaTM sean las tapas, cuando en general son la antítesis de la comida saludable y de la dieta mediterránea. Vale que hay de todo, pero los fritos, rebozados y alimentos grasos en general ganan por goleada cuando se trata de acompañar la cervecita en la terraza. A algunos turistas me ha tocado explicarles que este tipo de comidas no representan la dieta habitual, sino que son alimentos que se consumen fuera de casa, en celebraciones, el fin semana etc, pero que los españoles no viven a base de patatas bravas y oreja a la plancha, como alguno podría pensarse al conocer las celebradas “tapas”. Dicho esto, ¿Es mucha la diferencia que hay entre comprar unos churros en un puesto ambulante y pedirse una fried dough de esas en la feria del condado (sí Lisa, la estúpida feria)? Pues quizá no tanta. La cuestión de fondo muchas veces no está en qué fritura es la más saludable, sino en cuál es la nuestra (nuestra hija de puta) para que la percepción que tengamos sobre ella sea inmediatamente diferente.

Ir por el extranjero dando por hecho que tu gastronomía es original, sana y sorprendente (¡por supuesto!) te puede llevar a ofenderte cuando la percepción de los otros la categorice como elementos que sí le son familiares, con o sin razón. Como cuando le llevas torrijas (hablando de fritos) a alguien pensando que le vas a sacar de la oscuridad gastronómica y ese alguien las reconoce como tostadas francesas. ¿Qué responder ante tamaña ofensa? ¿Cómo hacer entrar en razón a alguien que no puede distinguir unas torrijas de unas tostadas francesas o que (¡aún peor!) puede pensar que una torrija es la versión fea de una tostada francesa? De la ontología de las torrijas quizá hablemos en otra ocasión, de momento dejemos abierto ese estremecedor interrogante.


Archivado en: Cosas que pasan

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