Continuación de el post de la epifanía molecular, más o menos.
Una de mis visitas a Doñana la hice con tres compañeros de la carrera, dos de ellos especialmente aficionados a la ornitología (que nos procuraron un telescopio para mayor éxito de la expedición). Fue una visita muy fructífera con muchos avistamientos de especies interesantes, tanto de aves (fue la primera vez que vi garcillas cangrejeras) como de otros animales y plantas. Se me quedó grabado un episodio concreto que tuvo lugar en algún lugar buscando el acceso al Lucio de Cerrado Garrido, cuando paramos el coche para ver con calma una espátula que nos salió al encuentro. Antes de volver a iniciar la marcha vimos volar sobre la lejanía de la marisma la figura de un ave, posiblemente una rapaz. Cambiamos de posición el telescopio para acercarnos esa silueta, casi a contraluz, pero ni siquiera con ese aumento se podía distinguir nada por el excesivo contraste, poco menos que una línea negra en el fondo azul. Sospechábamos que podía ser un águila imperial (uno de los platos fuertes de Doñana, que ya habíamos visto en los días anteriores), pero aunque el bicho iba y venía, daba quiebros y giros, y la silueta en general era compatible con la de un águila, con esa luz era imposible saber si tenía las plumas escapulares blancas, típicas de las águilas imperiales adultas. Uno de los compañeros pajarólogos puso el ojo en el telescopio y observó atentamente para concluir que sí, que se trataba de Aquila adalberti. “¿Cómo puedes saberlo?”, le preguntamos los demás, “No se le ve si tiene los hombros blancos”. Nuestro amigo se encogió de ídem y nos confesó que no sabía muy bien explicar por qué, pero que por la forma de volar, y por la impresión general que le causaba, tenía la certeza de que se trataba de un águila imperial. La verdad es que no me convenció el criterio de este chaval en aquel momento dado, pero no porque su explicación me pareciese poco razonada, sino porque dudaba que tuviese la experiencia suficiente como para hacer una afirmación como esa.
Entre los fans de las aves se maneja un concepto llamado “gizz“, procedente quizá del acrónimo “GISS” usado en la jerga de las fuerzas aéreas de la Segunda Guerra Mundial (General Impression of Size and Shape), para referirse a la primera impresión producida por una aeronave. Dejando al margen otras grafías que no vienen al caso, el gizz se describe como una suerte de cualidad indefinible que una especie de ave en particular da, algo así como la “vibración” que transmite o la identificación que surge de la intuición del pajarólogo de turno. Así dicho es posible que este criterio os parezca tan dudoso como me pareció a mí la identificación de aquella imperial nunca confirmada o desmentida, en cuyo caso debéis sorprenderos porque no sólo es un criterio real, sino que además es tan fiable como experimentado sea el observador (y es en este segundo término de la comparación donde realmente reside el quid de la cuestión). En efecto, si habéis salido al campo con un ornitólogo bien competente os daréis cuenta de que éste es capaz de, digámoslo así, “ver cosas que para vosotros son invisibles”, y encontrar distintivo un movimiento o una silueta difusa. Son los años de observación los que permiten desarrollar esta suerte de intuición, que a menudo es difícil de explicar con palabras. Cuando has visto un águila imperial cientos o miles de veces, cuando has observado atentamente el movimiento y el vuelo de docenas de especies de rapaces a lo largo de los años, desde luego que puedes identificar a una imperial en unas condiciones que para un principiante serían imposibles.
Quienes estén familiarizados con la forma de trabajo de un taxónomo clásico encontrará ciertas semejanzas con este proceder.
En mis recurrentes posts sobre taxonomía/sistemática (por ejemplo, este o este), siempre me rebelo contra el cliché que viene a decir que hasta que llegó la filogenia molecular, la clasificación de los seres vivos estaba hecha unos zorros por estar basada en criterios subjetivos y acientíficos y que el estudio comparativo de la estructura primaria de proteínas y ácidos nucleicos revolucionó todo el cotarro llevándonos a una nueva era de certeza taxonómica y unicornios de chocolate blanco. Más bien no. La filogenia molecular ciertamente ha revolucionado la clasificación de muchos linajes particulares, sin embargo, la mayoría de los nodos del árbol evolutivo ya estaban apuntalados gracias a la taxonomía clásica y fueron verificados por la filogenia molecular, sin necesidad de cambios revolucionarios. El conocimiento sistemático clásico fue la hipótesis nula a rebatir, pero no un desecho pasado de moda, y esto fue así porque, como conté en su momento, la taxonomía clásica trataba incluso en tiempos predarwinianos de establecer grupos en función de la homología de caracteres, que es justamente el único criterio posible en una clasificación científica y el que también persigue la filogenia molecular (si bien utilizando un formato de datos diferente). Los grandes morfólogos de los siglos XVIII y XIX aplicaron sus conocimientos de anatomía comparada para identificar los caracteres homólogos y construir, primero clasificaciones artificiales y, más adelante, clasificaciones naturales y filogenéticas conforme se dio verdadero sentido (evolutivo) al criterio de homología. En otras palabras: esa gente sabía muy bien qué tenía que hacer (si bien durante ciertos periodos no entendían totalmente por qué lo hacían, aunque ese es un tema que quizá quede para otra ocasión).
Si el objetivo lleva estando claro como el agua varios siglos, la dificultad reside, por supuesto, en distinguir la homología de la homoplasia, del ruido, de las pistas falsas. La intrincada y a menudo complicadísima mezcolanza de homología y homoplasia es lo que convierte a la sistemática en una disciplina a la vez apasionante e infernal. Como el conflicto está en la raíz del procedimiento sistemático, es decir, como los datos están “sucios” de homoplasia (y otras guarrerías como genes parálogos y demás) desde su fuente debido a la inconmensurable plasticidad de la materia viva, no hay atajo válido que nos permita estudiar directamente sólo la señal filogenética, sólo las homologías. Entre otras cosas esto quiere decir que independientemente del método empleado (datos morfológicos, secuencias de ADN, series fosilíferas) y del marco teórico que empleemos para la reconstrucción evolutiva (generalmente la aplicación de métodos probabilísticos en un marco cladístico) el nivel de incertidumbre de las reconstrucciones filogenéticas es bastante alto, aunque se haga lo mejor que se pueda.
Durante cerca de tres siglos, el establecimiento de la homología de caracteres por parte de los taxónomos, digamos, clásicos, se ha hecho (y se sigue haciendo), literalmente, a ojo. Esta es una de las razones que inmediatamente hace arrugar el entrecejo a mucha gente, incluyendo muchos biólogos y que se convierte en la principal crítica de este proceder: la subjetividad. La crítica es aparentemente pertinente, porque en última instancia la decisión sobre cómo agrupar los organismos o cuántas especies reconocer depende del criterio experto de un investigador, lo que para muchos sería caer en la falacia del argumento de autoridad. El hecho de que la divergencia de criterios en taxonomía haya sido fuente de muchos debates no parece sino aumentar las sospechas de que las decisiones de un taxónomo pueden ser volubles y poco científicas.
Durante mucho tiempo esta cuestión me tuvo un poco dividido. Por una parte entendía las críticas, pero por otra me parecía injusto no reconocer todas las ocasiones en las que los morfólogos habían clavado su interpretación sobre la homología de ciertas estructuras y parentescos de distintos grupos de organismos incluso en condiciones impensales de dificultad. ¿Esa maestría intuitiva de reconocer relaciones evolutivas, de identificar especies… era simple casualidad? ¿Cómo justificar de una forma científica y sin caer en un mero argumento de autoridad el criterio experto? ¿Cómo explicar que al igual que el ornitólogo experimentado reconoce el águila imperial sin verle los hombros de la misma manera que el taxónomo vetusto reconoce inmediatamente las especies familiares? Mi respuesta a esta pregunta llegó de la reciente lectura de “A Framework for Post-Phylogenetics Systematics“, de Richard Zander.
Se trata de un libro denso que da para discutir muchos temas, pero que entre otras cosas hace una defensa del criterio experto de la taxonomía clásica, del “gizz” del especialista, como un ejemplo de razonamiento abductivo. Dicho de forma sencilla: el cerebro humano tiene excelentes aptitudes para detectar patrones y reconocerlos porque en su propio funcionamiento de percepción y memoria influyen unos mecanismos heurísticos que tratan de hallar una solución basándose en experiencias previas y opciones “plausibles” pero sin ser exhaustivo en la exploración de todas las posibilidades. Básicamente esto es un fenómeno inconsciente de “entrenamiento” en el reconocimiento de patrones. El hecho de que sea algo un tanto abstracto no lo hace menos fiable. Por ejemplo: somos buenos de forma innata en reconocer caras porque nuestra interacción social depende en gran parte de ello. Las caras se reconocen por la combinación de variables morfométricas (las mismas que permiten los sistemas automáticos de reconocimiento de los aeropuertos) que percibimos de forma inmediata (sin sacar ninguna calculadora ni cinta métrica). De entre los siete mil millones de seres humanos que hay, todos seríamos capaces de reconocer casi sin error a varios cientos de individuos que conocemos bien. Este es un buen ejemplo de un tipo de reconocimiento de patrones muy fiable, y que sin embargo hacemos “a ojo”.
El reconocimiento de patrones morfométricos se puede entrenar. Un ejemplo de ello es la dificultad que tenemos todos en reconocer individuos de razas que no nos son familiares (“todos los chinos son iguales”). Por supuesto, tiene sentido entrenar una mente en concreto para reconocer patrones morfométricos nada inmediatos, como los que pueden presentar otros organismos vivos. Un ornitólogo experimentado siente el “gizz” simplemente porque su cerebro está entrenado en el reconocimiento de patrones, en razonamiento abductivo. No ser capaz de verbalizar una explicación no significa que no haya alcanzado de forma insconsciente una salida al laberinto heurístico y nos diga si se trata o no de un águila imperial. Por supuesto, las diagnosis o corazonadas intuitivas de una persona, por muy entrenada que esté, no tienen por qué ser necesariamente verdaderas (ni ser impermeables al ruido de la homoplasia), pero eso no es motivo para descartar el razonamiento abductivo y la intuición basada en la experiencia como una fuente muy fiable de, al menos, robustas hipótesis de trabajo. En palabras de Zander:
Classical taxonomy has been accused of being antique, subjective, “merely” intuitive or even instictual, a product of “autority figures” invoking a personal nous. Classical taxonomists are likened to red-daubed feathered shamans dancing in fitful firelight [...] The words intuitive and subjective must not be conflated. Intuition is a bright idea grounded in thorough familiarity with data and theory, while subjective means existing only in the mind or illusory. Intuition is fundamental to hypothesis generation, which is part of an objective scientific endeavor. Subjective is, by definition, not objective.
Unas palabras más relativas a la filogenia molecular y cómo encaja en todo esto: como he dicho antes, los datos moleculares no están exentos de los mismos problemas a los que se enfrentan los datos morfológicos, sin embargo sospecho que existe una indulgencia mayor con ellos por un simple motivo: los resultados nos los da un ordenador. Eso de que sea un software determinado el que nos diga si “A” está más emparentado con “B” que con “C” nos encanta, pero a menudo nos olvidamos de todas las decisiones totalmente intuitivas que hemos tomado preparando esos datos: selección de especímenes, alineamientos retocados a mano, secuencias excluidas por su ambigüedad, preferencia de criterios, y, por supuesto, mecanismos heurísticos (esta vez realizados por un ordenador, pero heurísticos a fin de cuentas, no exhaustivos) para encontrar una respuesta. Por mucho que nos fascine que la respuesta nos la de un ordenador, la incertidumbre sigue allí.
Durante las primeras décadas de filogenia molecular se pensó que nuestros problemas exprimiendo datos moleculares se debían a una escasez de datos: sólo usábamos unos pocos genes para repesentar la evolución de linajes completos de organismos. En pleno apogeo de la secuenciación de nueva generación, que nos permite secuencias genomas completos, o casi, estamos viendo que más datos moleculares a menudo no significa hallar una solución definitiva. Os sorprendería la cantidad de artículos que van saliendo en los que ni siquiera usando cantidades monstruosas de nucleótidos somos capaces de dar una respuesta inequívoca a un problema y hemos de seguir tirando de razonamiento abductivo, intuición y sentido común otorgado por la experiencia. Curiosamente nadie parece rasgarse las vestiduras por ello en la comunidad científica, incluso aunque a veces implique la modificación de resultados previos.
Y termino:
El verdadero desafío de la sistemática del siglo XXI es la abundancia de datos, no su escasez. Lo realmente complicado será convertir una ingente cantidad de información mezclada con ruido en una reconstrucción evolutiva coherente que dé sentido a una clasificación cada vez más estable. El razonamiento abductivo aplicado sobre datos de diferente procedencia nos sirve para levantar hipótesis de trabajo. Con suerte éstas coincidirán (como ha ocurrido a menudo), y es muy, muy improbable que esa coincidencia sea por simple casualidad. Si no coinciden, tocará seguir trabajando.
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