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Channel: Diario de un copépodo
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Mi epifanía molecular

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A veces he dicho, sobre todo entre gente de saraos divulgativos, que la ciencia es un rollo. ¿Por provocar? Un poco sí, pero también ganas de transmitir que a todos nos gusta mucho leer a Carl Sagan o Stephen Jay Gould, que nos lo dan todo mascadito y acabado, y que una cosa muy distinta es la parte más tediosa y repetitiva del oficio que consiste en acumular más y más datos durante años, a menudo superando muchas dificultades. Esta parte intrínseca de la ciencia casi parece más adecuada para personalidades obsesivo-compulsivas que para visionarios iluminados, pero pocas veces se tiene en cuenta cuando vemos los toros desde la barrera. En resumen, no es lo mismo disfrutar la ciencia que hacerla, como no es lo mismo comerse un cocido que estar toda la mañana cocinándolo.

Bgy5“Las operaciones y mediciones que realiza un científico en un laboratorio no son ‘lo dado’ por la experiencia, sino más bien ‘lo reunido con dificultad” (frase de Kuhn que se la he leído a Eulez en más de una ocasión)

La imagen romántica del científico en su laboratorio descubriendo el condensador de fluzo al caerse en el cuarto de baño es, por ser suaves, poco realista. Los momentos “eureka” no existen, o mejor, son muy escasos. Si analizamos la historia de la ciencia quizá concluyamos que las revoluciones o los descubrimientos asombrosos sólo lo son en retrospectiva: puede que en el momento crucial de un experimento, el científico no supiese muy bien qué se traía entre manos, qué significaba un resultado concreto, o que las implicaciones del mismo sólo se fuesen desarrollando con el tiempo, según se fueron asimilando por la comunidad.

Lo que creo que sí existe son otro tipo de revelaciones, más valiosas a nivel personal. Ser científico puede ser una experiencia altamente frustrante. Sospecho que el científico medio, la mayor parte del tiempo, tiene la sensación de ser un profundo idiota, de estar dándose de cabezazos con un proceso que no llega a entender totalmente, la sensación del puzzle a medio hacer. Quizá por eso son tan valiosos los pequeños momentos en los que algo sale rodado: las piezas del puzzle encajan de forma armoniosa, bonita, la respuesta que todos querríamos. Cuando esos momentos han estado precedidos de muchos palos de ciego y dificultades, la sensación que puede producir (me atreveré a decir que casi mística), no tiene nada que envidiar a las mayores satisfacciones que una persona puede experimentar.

Hoy os voy a contar cómo esta imagen cambió mi vida:

gel2

Se trata de la fotografía de un gel de agarosa tomada el 24 de octubre de 2008 y pegada en el cuaderno de laboratorio que usé en mi primera estancia en EE.UU. Básicamente un gel de agarosa es un bloquecillo gelatinoso en el que se depositan muestras, en este caso de ADN, en unos orificios (dos filas de doce rectangulillos negros) y se somete a una corriente eléctrica para que las muestras de ADN atraviesen el susodicho bloquecillo (de arriba a abajo en esa imagen). Después se fotografía bajo luz ultravioleta para poder ver el resultado. Cada rayita blanca es un fragmento de ADN amplificado de una región del genoma concreta, extraída de distintos especímenes, en mi caso, de musgos de California.

Esta imagen por sí misma no dice nada sacada de contexto y se parece a cualquier otro gel de agarosa (un poco guarro, como se puede ver por la cantidad de polvo y partículas que hay en el gel). Incluso en el contexto de lo que andaba haciendo por aquellos años, este gel podría haber salido mal, y habría sido sustituido, o si las muestras elegidas hubiesen estado combinadas de otra forma, el resultado del proyecto hubiese sido el mismo a la larga y el momento “revelación” habría ocurrido en otro momento. O no. A muchos nos gusta dar estructura a nuestra memoria, y a mí me gusta pensar que fue ese día y esa imagen cuando aprendí algo importante (vale que quizá exagero diciendo que cambió mi vida, es una forma de hablar).

La cuestión es que por aquel entonces mi experiencia se centraba en trabajar con la delimitación de especies de musgos haciendo taxonomía de toda la vida, esa que aquí se ha reivindicado muchas veces. Ya estaba algo familiarizado con el grupo que me ocuparía los años siguientes, y de hecho ya habíamos descrito una especie nueva para la ciencia a la que habíamos llamado Orthotrichum norrisii. Este musgo era parecido, pero suficientemente distinto, a otro muy común en California, descubierto por nuestro amigo Lesquereux a mediados del siglo XIX (pero publicado por un briólogo británico, esta es otra historia que debería ser contada alguna vez aquí): Orthotrichum coulteri. A su vez a O. coulteri lo estaban confundiendo con una especie europea, originando lo que en argot botánico llamamos “un cristo  de dos pares de narices” (término técnico), pero eso no viene al caso ahora (como tampoco viene al caso que el interés por esta especie derivó originalmente del estudio de una especie también europea). Lo importante es que después de mirar algunos cientos de especímenes de distintos herbarios americanos, y a pesar de que ambas especies son muy comunes en los troncos de los árboles californianos, incluso hasta el punto de crecer juntas con frecuencia (compartiendo nicho ecológico), a pesar de ello, decía, ambas normalmente presentaban combinaciones exclusivas de caracteres morfológicos que justificaban la segregación de dos especies.

coulteri norrisii

Los dos protagonistas: Orthotrichum coulteri y Orthotrichum norrisii

La segregación de estas dos especies puede parecer, como sé que os parece a muchos, ¡malajes! ¡mamonazos!, una frivolidad subjetiva que dependía únicamente del capricho arbitrario de los especialistas de turno (no lo es), ya que las especies sólo existen en nuestra imaginación (no) y la naturaleza es un continuo (no lo es). ¡No se ha inventado el emoticono que refleje la frustración que me producen esas simplificaciones reduccionistas! Estas decisiones son muy, muy complicadas de tomar, y hay que hacerlo con esponsabilidad. Que algo sea complicado no significa que sea arbitrario.

A toro pasado, yo tengo que reconocer que me inquietaba mucho haber tomado una decisión errónea. Quiero decir, los materiales se habían estudiado correctamente y la combinación de caracteres era todo lo clara que podía ser. Aún más interesante: cada vez que examinaba uno de estos musgos al microscopio, o a menudo antes, a la lupa binocular, yo me veía capaz de identificarlo claramente como una de las dos especies, a veces no por los caracteres “de clave”, sino por la sensación o la pinta que tenía al verlo (un post sobre esto próximamente). El motivo por el que esto me inquietaba, además de por mi inseguridad crónica y poca experiencia, era la existencia de especímenes excepcionales en los que los caracteres clave (tan sutiles como un par de filas de células de más o de menos) a veces se mostraban ambiguos, y llegué a pensar incluso en la existencia de híbridos. En resumen: aunque yo veía las diferencias y creía que se trataba de dos especies distintas, los casos intermedios me hacían temer que podía no estar en lo cierto.

Para mí, nadie ha reflejado mejor estas dudas que el amigo Carlos Roberto en una carta personal de 1853 a Joseph Dalton Hooker:

(…) Después de describir un conjunto de formas como especies distintas, romper mi borrador y unirlas en una sola, romper ese y hacerlas separadas, y después volver a a unirlas, lo que me ha pasado a mí, he rechinado los dientes, maldecido a las especies y me he preguntado qué pecado había cometido para ser castigado de esa forma. (…)

Charles Darwin, 25 de septiembre de 1853

Por cierto, Darwin hablaba en esas líneas de cirrípedos: percebes, bellotas de mar y crustáceos afines, unos bichos bastante aburridos y relativamente poco molones (especialmente si los comparamos con los copépodos o los estomatópodos) que jamás protagonizarán un documental del Discovery Channel. De los trabajos extra-evolutivos de Darwin siempre nos acordamos de las orquídeas y los arrecifes de coral, pero Darwin se tiró cerca de una década, ¡una década! poco menos que mirando bellotas de mar exclusivamente, cientos y miles de ellas, familiarizándose con las relaciones de homología de su caparazón y delimitando taxones mediante anatomía comparada: desarrollando ese criterio experto taxonómico para reconocer linajes con un ancestro común. Poco se dice la importancia que pudo tener esta etapa en el desarrollo de la teoría de la evolución por selección natural, y se debería insistir en ella; para hablar con propiedad del origen de las especies, ciertamente hay que darse muchos cabezazos con cómo varían las especies y cual es la naturaleza de esa variación y el fundamento de una clasificación científica basada en la descendencia con modificación. Es muy fácil opinar sobre lo que son las especies y reducir un desafío intelectual de cientos de años a dos frases capciosas sobre querer dedicarle un ácaro a tu cuñado, ojo con eso. Además, es mentira que los cirrípedos no molen: para empezar tienen, proporcionalmente, los penes más largos de toda la biosfera.

Pero volvamos a los musgos. Decía que aunque la decisión de considerar O. norrisii una especie distinta de O. coulteri (y de las europeas parecidas) se había tomado con responsabilidad, pero que yo seguía preocupado en mis adentros sobre poder estar metiendo la pata, de estar contaminando la decisión con prejuicios o limitaciones de la percepción humana (la crítica habitual).

La filogenia molecular podría venir al rescate en situaciones como esta. El fundamento del llamado “reloj molecular” nos dice que si comparas la misma secuencia del genoma entre estos musgos, dichas secuencias serán tanto más distintas cuanto más alejado esté su ancestro común y por lo tanto, las secuencias de la misma especie se parecerán entre sí más que a las de cualquier otro espécimen. Por desgracia yo ya había empleado dos estacias breves en otra universidad intentando extraer ADN de mis muestras con éxito más bien escasos. Seis meses bastante frustrantes que me hicieron desconfiar un poco de todo el rollo molecular y su utilidad. Es fácil desanimarse cuando pasan cosas así, pero de esa época tengo que agradecer un primer contacto con el trabajo en ese tipo de laboratorio y algunos truquitos como equilibrar a la perfección una centrífuga de 24 espacios con 7 tubos, con el que he impresionado a algún estudiante gringo más que si hubiese hecho levitar una pipeta.

Cuando llegué a Connecticut aquella primera vez (al mismo laboratorio en el que estoy ahora) era por lo tanto la tercera intentona de conseguir un buen chorro de datos moleculares que sirvieran de “segunda opinión” a la delimitación taxonómica en curso. El trabajo de laboratorio en sí me gustaba mucho, y no se me escapaba la magia que hay en el hecho de que conviertes tu espécimen en 100 microlitros de extracto de ADN transparente y anodino a la percepción humana: no hay sesgo intencionado posible en el trato de un tubo de líquido en función de una determinación que ya no recuerdas. Las etiquetas de determinación acaban siendo números, se te olvida a qué muestra pertenece, no puedes darle ningún tratamiento distinto según la especie que crees que es. Cualquiera que fuese el supuesto sesgo involuntario que puedas estar aplicando a un estudio morfológico, éste desaparece en el laboratorio.

Tras algunos días dando más palos de ciego, de repente las cosas empezaron a marchar sobre ruedas, y el ADN se amplificaba para todas mis muestras con facilidad. Los geles como el de arriba nos servían para saber si la amplificación había ocurrido (si había rayita blanca, vía libre), y podíamos poner esa muestra a la cola para secuenciar, en grupos de 96. Con esto lo que quiero decir es que el gel no sirve para “leer” la secuencia, sólo para confirmar que la amplificación ha salido bien. Estos geles son poco informativos pues, aunque una de las cosas que sí que nos puede decir es el tamaño de los fragmentos.

El 24 de octubre de 2008 fue uno de esos días que acabas trabajando hasta tarde y te quedas solo en el laboratorio (esto le da un puntito extra de epicidad a la narración, pero resulta ser cierto). En la foto del ínclito gel os habréis dado cuenta, como me pasó a mí inmediatamente, que tres de las rayitas de la fila superior (6, 7 y 8) están menos desplazadas que el resto. Eso quiere decir que esos tres fragmentos concretos de ADN son más largos que los otros (que aparecen perfectamente alineados). Esto es algo totalmente inesperado cuando se está secuenciando exactamente la misma región del genoma para un puñado de muestras que pertenecen a especies próximas: todas ellas deberían tener la misma longitud… a no ser que no estén tan estrechamente emparentadas, por ejemplo. Como decía, ni en ese momento ni durante la realización de la amplificación tenía en mente qué espécimen se había usado para cada tubito, no había sesgo alguno en el tratamiento de las muestras: había hecho exactamente lo mismo para todas, y sin embargo, antes incluso de secuenciarlas, simplemente con un grosero gel de agarosa, era evidente que tres de ellas eran radicalmente distintas, ¡incluso en tamaño!

Rápidamente fui a comprobar a qué muestras correspondían esas posiciones: las tres eran de O. norrisii

gel

No sé muy bien cómo explicar con palabras la sensación de este descubrimiento, pero fue una auténtica sacudida, una revelación: todo lo que yo había percibido con el estudio morfológico encajaba con lo que tenía delante a pesar de mis temores: las muestras de esa región del genoma de Orthotrichum norrisii y O. coulteri eran claramente diferentes en tamaño (más aún en secuencia, como descubriría después), sugiriendo que su ancestro común era más remoto de lo que hubiese pensado al principio. Eran, todo parecía indicar, dos especies diferentes, a pesar de lo similares o no que pudiesen parecer al profano, de que compartiesen nicho ecológico y de que a veces los caracteres clave fuesen un poco plásticos. La posibilidad de que esas tres muestras, y sólo esas (que mi “subjetiva percepción” atribuía a una especie distinta a O. coulteri) mostraran una inserción en su genoma, obviamente no podía ser una casualidad. Había estado buscando una prueba “no contaminada por mi percepción” de que O. coulteri y O. norrisi eran dos especies diferentes, y allí la tenía.

Sin embargo, lo realmente acojonante de aquella situación, lo que me puso la piel de gallina y me dio vértigo, fue pensar en lo remotamente improbable y maravilloso que había sido todo el proceso: dos linajes de plantas que divergieron de un ancestro común, que continuaron reproduciéndose y evolucionando de forma paralela durante generaciones: siglos, milenios, millones de años de mitosis, meiosis, recombinaciones y mutaciones, cada una de sus células portando el historial indeleble de un origen común, pero también la cicatriz de una inserción de varios cientos de pares de bases que sólo afectó a uno de estos linajes y no al otro. Guiado por las sutiles variaciones en la morfología que provocan esas también sutiles variaciones en el genoma, selecciono unas muestras y examino ese historial molecular, y soy capaz de entender que estas dos plantas, aunque puedan parecerse mucho, tienen una historia evolutiva independiente, tienen dos historias distintas que contar. Al final de  toda esa cadena de acontecimientos, desde la divergencia del ancestro común de Orthotrichum norrisii y O. coulteri hace más de 20 millones de años hasta que a Homo sapiens le da por preguntarse por ello, estoy yo con este gel de agarosa en mis manos. Soy el primer ser consciente de esa realidad en todo el mundo, en toda la historia (y durante algunas horas, el único); el primero en empujar hasta ese punto, si bien infinitesimalmente, el límite de lo conocido: dos especies distintas. Dos historias paralelas. Guau. Esto, amigos, es una sensación que mola bastante, para qué nos vamos a engañar.

Insisto en que un gel de agarosa no es resultado de nada: hay que secuenciar las muestras y analizar con programas estadísticos las secuencias para obtener una reconstrucción de la evolución. Después de ese gel hubo muchos más meses de trabajo, con más muestras, repeticiones, verificaciones, frustraciones, alegrías y miserias, que felizmente confirmaron esa y otras hipótesis de forma adecuada. Nada del resultado de aquel estudio puede atribuirse a ese gel en concreto, totalmente prescindible, replicable y sustituible: no fue un momento “eureka”. La casualidad quiso que la colocación de las muestras de una determinada forma y mi contexto de aquel día se combinaran adecuadamente para recibir ese subidón de endorfinas y colocar esa pieza del rompecabezas que te hace ver una imagen que hasta entonces desconocías. Ese día y esa imagen son para mí el inicio de muchas de mis ideas actuales sobre la naturaleza de las especies, su estudio y su proyección en la clasificación.

Curiosamente, ese día no sólo aprecié sinceramente el valor inmenso de contar con un conjunto de datos rico y abundante, independiente de las observaciones morfológicas, sino que además reforzó positivamente mi valoración del trabajo taxonómico de toda la vida. Las percepciones del especialista, a pesar de lo laxas que pueden ser, y de lo sensibles que resultan a la crítica al argumento de autoridad, parecían tener mucho sentido. Ese “nosequé”, ese regusto inexplicable que dejan a veces los especímenes que identificas como de cierta especie aunque algunos caracteres clave parecen ser difusos, parecía tener cierto sentido. ¿Por qué? Hasta hace pocas semanas no era capaz de explicarlo racionalmente, ahora tengo algunas ideas. Lo dejaremos para otro post.


Archivado en: Ciencia y naturaleza

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