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Mi padre enseñándome química


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Mirando este cuentagotas me acordé el otro día de una anécdota de mi infancia que tenía casi olvidada y que me ha gustado rescatar porque ilustra muy bien la entrañable faceta de mi padre despertando mi interés por la ciencia y las cosas merecedoras del mismo, así en general. Sí: mi padre no sólo me mandaba a hacer recados a la ferretería, también aprovechaba las ocasiones propicias para, ya desde muy niño, intentar (no siempre con éxito), que algún fenómeno curioso me iluminara las entendederas. Me acuerdo por ejemplo de cuando me explicó los eclipses usando una linterna y pelotas y balones que había por casa, o cuando me dejó rayadísimo construyendo una cinta de Moebius delante de mis propios ojos y demostrándome, pese a mi estupefación, que sólo tenía una cara. Mi padre tuvo también el acierto de dejar siempre a mano una enciclopedia que coleccionó y encuadernó por fascículos (Universitas, se llamaba, y hizo por mi educación más que muchas horas de clase) y con la que empecé mi relación sentándome encima para alcanzar la papilla en la mesa de la cocina, para pasar con los años a espantarme de miedo y fascinación con la foto de un celacanto mucho antes de que pudiera sacarle provecho a su lectura.

La anécdota en cuestión está bastante “borrosa” en algunos aspectos, así que es difícil precisar cuándo tuvo lugar, pero ciertos detalles los recuerdo con la nitidez suficiente como para hacer que me riese el otro día. No sé muy bien cómo empezó todo, aunque es posible que anduviera intentando romper un trozo de papel en el fragmento más pequeño posible, empresa en la que me afané en alguna ocasión. Lo mismo mi padre me vio y me preguntó, o quizá le pregunté yo a él, la cosa es que ni corto ni perezoso, me introdujo el concepto de átomo. No me acuerdo mucho de los detalles de su explicación, sé que en algún momento dibujó un átomo con núcleo y electrones, en plan Bohr, y que no me enteré de nada, así que rebajó el nivel de su explicación a un concepto mucho más daltoniano, y que entonces yo me sentí mucho más cómodo imaginándome bolitas indestructibles. Esa idea era fácil de asimilar, pero lo que me dejó “to loco” fue cuando me dijo que no había “átomos de papel” o “átomos de agua” sino que era la combinación de ciertos átomos, y entonces me puso como ejemplo la molécula de agua.

- …y por eso al agua de le llama también H2O, porque siempre es la agrupación de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, ¿ves? Hache-dos-o. Así se escribe, y así todo el mundo sabe a lo que te estás refiriendo, porque todas las moléculas de agua son iguales.

- (muy pensativo) ¿Cómo? ¿Todo el mundo lo llama igual?

- Claro, todo el mundo, eso es lo que es el agua, siempre.

(muuuy pensativo)

- O sea, que si yo pido un vaso de hachedosó…

- Te tienen que dar un vaso de agua – concluye mi padre categórico.

En aquel momento posiblemente mis entendederas estaban ya saturadas con el asunto de las bolitas indestructibles, pero me fascinó el asuntillo nomenclatural. Mi padre dijo que si lo pedía de esa forma me tenían que dar un vaso de agua, no había otra, porque eso era lo que estaba pidiendo. Era como una obligación porque a fin de cuentas si lo pides así es que sabes lo que es el agua en su más íntima naturaleza (tres bolitas muy pegadas), y con eso desarmas a cualquiera, porque sabes de lo que estás hablando. Todo aquello parecía realmente interesante: había un código para hablar de las cosas con total precisión, pero, ¿sería verdad que todo el mundo lo usaba? ¿Estaba exagerando mi padre? En mi vida había oído hablar del hachedosó como sinónimo del agua. La idea se me quedó rondando en la cabeza desde ese momento.

Un tiempo indeterminado después, mis padres estaban con un grupo de amigos tomándose algo en un bar. Sí: por aquel entonces si tus padres querían tomarse una caña, te podían tener por ahí dentro sin problemas, no sé cómo serán las cosas ahora. Normalmente los niños estábamos jugando fuera, y sólo teníamos venia para pedir un trinaranjus, pero si después, entre carrera y carrera, te entraba sed, tú sabías que podías pedir al camarero un vaso de agua, porque el agua es gratis.

A mí debió darme sed, y decidí ir a pedir un vaso de agua. Entonces se me encendió la bombilla, y decido que ésta y no otra es la ocasión para poner a prueba la lección de mi padre sobre formulación y nomenclatura. Como quien no quiere la cosa me planto delante de la barra, me pongo de puntillas hasta poder hacer contacto visual con el camarero y éste me pregunta que qué quiero. Haciéndome escuchar entre el ruido de fondo voy y le suelto con toda la inocencia del mundo:

- ¡Quiero un vaso de hachedosó, por favor!

Visto en retrospectiva, aquí podían haber pasado muchas cosas. El camarero podría no haberme oído bien, no tener ni idea de a lo que me podía estar refiriendo, se le podían haber hinchado las narices por tener a un mocoso pasándose de listo y mil cosas más. Para mí en aquel momento, que no tenía ni idea de estar haciendo nada fuera de contexto y que sólo quería testar la universalidad de la nomenclatura química, sólo cabían dos posibles consecuencias: o el camarero no sabía qué era el hachedosó, y por lo tanto mi padre se había sobrado en su explicación, o me daba un vaso de agua con la misma naturalidad con la que me la hubiese dado si la pido en román paladín. Lo que nunca, nunca me hubiese esperado, fue lo que pasó a continuación.

El camarero, tras escucharme, dejó escapar una risotada y me preguntó, agudo y divertido:

- ¿Con gambas o sin gambas?

Y eso ya sí que me dejó descolocado por completo. ¿Qué narices tendrían que ver las gambas con las bolitas indestructibles? Mientras intentaba procesar inútilmente una explicación, ya me inclinaba por abortar la misión, simplificar y pedir el vaso de agua sin más, el tío va y me pone un rebosante vaso de agua fresquita delante. Yo me quedé mirándola un rato, comprobando que parecía agua (y que no tenía gambas) y acto seguido le pego un trago. Sí, era agua. Le doy las gracias y me vuelvo pensativo.

Como hay que saber reconocerle a la gente sus méritos, fui donde estaba mi padre y sus amigos y le llamé, sacándole por un momento de la conversación “de los mayores” para confesarle mi experimento.

- He ido al camarero y he pedido un vaso de hachedosó.

(Mi padre tarda una fracción de segundo en entender qué es lo que ha pasado, me mira y luego mira al vaso y se ríe)

- Y te lo han dado, ¿no?

(yo asiento sin decir nada, pero queriendo expresar con el asentimiento “eres un crack” o, “me quito el cráneo”, verbalizaciones quizá demasiado complejas para mí en ese momento)

- Te lo dije

Y él volvió a lo suyo, y yo volví a lo mío, pero ahora con la certeza de que el agua estaba formada por bolitas durísimas agrupadas de tres en tres.


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