Quantcast
Channel: Diario de un copépodo
Viewing all articles
Browse latest Browse all 204

El síndrome del impostor: aviso a doctorandos

$
0
0


Escribo este post en caliente y sin revisar, porque sé que si no, lo acabaría borrando. Disculpas a las retinas damnificadas.

Desde hace meses tengo pendiente una de esas entradas del estilo “Diez consejos de la Señorita Pepis para realizar tu tesis doctoral”, de los que hay tantas versiones y de los que tanta gente (incluyendo incautos becarios recién llegados, que no saben nada de la vida) se atreve a opinar. No iba yo a ser menos. Mis diez consejos iban a ser muy racionales, aunque algunos de ellos definitivamente bastante heterodoxos. Me da la sensación de que mi visión de cómo debe ser el proceso de doctorarse puede diferir de la visión de al menos una parte importante de “académicos”. No me decidía a escribir dicho post, pese a tener varios borradores por ahí rulando y finalmente creo que no lo voy a escribir. Aún no me siento preparado para ello. Sin embargo, una combinación de circustancias que serán debidamente desveladas en las próximas líneas me ha hecho cambiar de opinión en un aspecto: este post es para dar un único consejo de toda esa larga lista potencial. Concretamente creo que se trata del consejo que me parece más necesario por ausente en otras recopilaciones por el estilo, por desconocido y por necesario para un gran número de personas con las que me he cruzado a lo largo de este proceso (para muchas de las cuales, llega ya un poco tarde). Obviamente, el consejo va al final, y primero la larga y prescindible explicación.

Para los afortunados que estáis fuera del ámbito académico, esta actitud respecto a la tesis puede sorprender un poco, pero basta que tengáis un amigo o familiar metido en un doctorado para corroborar que, efectivamente, algo raro pasa con eso de la tesis que hiere susceptibilidades y hace a la gente actuar de forma extraña. Sin ir más lejos, en esta santa casa la propia palabra “tesis” ha sido tabú, especialmente durante ciertos periodos, nunca he hablado de ella y ni siquiera dije en su momento que el pasado 16 de mayo dejé atrás mi fase larvaria predoctoral. La historia de este bloj, que va ya para 7 años, es en gran parte la historia de mi vida durante mi tesis, y me doy cuenta de que siempre fue un tema dejado deliberadamente al margen. Esto fue así por una razón muy sencilla: estaba avergonzado de ella.

El mundillo de la investigación científica es muy complejo y a menudo definitivamente mejorable; es difícil de explicarlo en pocas palabras, pero una característica que es evidente es que hay mucha presión: presión por publicar más y en mejores revistas, presión por estar en el cuartil superior de cualquier índice o parámetro imaginable, presión por ser el que más sabe, el que mejor lo hace y el que mejor lo cuenta. Ahondar en lo bueno o malo de estos aspectos, en el origen y destino de esta burbuja inflacionaria de la “”"”excelencia”"”" es algo que daría para mucho y como dijo aquel paisano, “eso es otra historia que debe ser contada en otro lugar”. El caso es que quizá por esta presión o por la causa que sea, muchos protoinvestigadores desarrollan un complejo acerca de sí mismos y de la contribución que hacen como doctorandos. Los “afectados” creen que han sido aceptados por chiripa, de forma inmerecida y que en cualquier momento se descubrirá la verdad: que no saben hacer la “o” con un canuto y se les mandará a tomar viento. A mí me pasó esto. Yo estaba convencido de que había conseguido una beca con facilidad por tener buen expediente, pero que como científico no valía un cagao. No se me ocurrían soluciones inteligentes, no me daba cuenta de las cosas, no era capaz de hacer aportaciones originales, etc. Mi percepción, la más sincera que podía tener conmigo mismo, era que todo el mundo, todos mis compañeros (tanto los más experimentados como los recién llegados), hacían las cosas mucho mejor que yo: avanzaban más rápido, aprendían más deprisa, eran mejores científicos, hacían observaciones más inteligentes… vamos, que estaba totalmente fuera de lugar, que no estaba a la altura de mis obligaciones. Esto no tiene nada que ver con la modestia: es un ejercicio de (supuesta) sinceridad con uno mismo que raramente se verbaliza, precisamente por no querer desvelar que uno es un fraude. Esto genera dinámicas de trabajo nefastas que bloquean el avance de la investigación, generan culpa e inician un círculo vicioso de frustración bastante chungo que seguro que ha sido el responsable de muchos, muchos abandonos.

Por gran fortuna para mí, durante este periplo compartí laboratorio con grandes compañeras, amigas y científicas, y por suerte para todos nosotros, una noche con varios pacharanes de más empezamos a hablar más de la cuenta y hubo una “iluminación recíproca” sobre los complejos que todos y cada uno de nosotros compartíamos: todos y cada uno pensábamos que individualmente, éramos un fraude, que los demás eran mejores científicos y así con todos y cada uno de los “síntomas”, uno por uno, repetidos por cuadruplicado y con una semejanza asombrosa. Cuando uno pasa por esto puede seguir apegado a su percepción y pensar que todos los demás están equivocados o puede empezar a sospechar que quizá no está capacitado para valorar ciertos aspectos de uno mismo, que quizá el único engañado es él. Esa noche, en un bar y no en un laboratorio, mi formación como investigador avanzó mucho, muchísimo más que cualquier otro día en seis años.

La percepción que tenemos de la realidad es una interpretación de nuestro cerebro, pero basta pensar en alguna de esas ilusiones ópticas asombrosas para darnos cuenta de que dicha interpretación no tiene por qué reflejar la realidad misma. En nuestro grupo de doctorandos descubrimos que éramos “daltónicos” respecto a nuestro propio trabajo. A partir de ahí, al menos para mí, hubo un cambio sustancial a la hora de abordar la rutina diaria y los problemas de corredor de fondo que implica un proyecto como es una tesis doctoral. El complejo no desapareció: yo seguía pensando, seguía percibiendo que mi tesis en construcción era una basura, que apenas contenía datos, que era simple, insuficiente, que no estaba a la altura y que cualquiera con un mínimo de entrenamiento podría hacerlo mejor. La única diferencia es que ahora tenía la sospecha fundada de que, aunque intentara ser sincero y objetivo, simplemente era incapaz de valorar mi propio trabajo correctamente. Verbalizar mis dudas con gente en mi misma situación me ayudó mucho, y poco a poco descubrí que el problema tampoco se limitaba (como era de esperar) a nuestro laboratorio, sino que mucha gente realizando el doctorado y con la que tenía suficiente confianza como para “salir del armario”, me confesaba exactamente las mismas dudas y temores, incluso gente a la que siempre había admirado y a la que, científicamente, tenía en un pedestal. Es más, acabé descubriendo (para mi genuina y sincera hilaridad) que mi trabajo también despertaba admiración y reconocimiento entre algunos de mis compañeros. (Aunque obviamente eso se debía a que conocían mi trabajo sólo de forma superficial y no habían dado con sus inmensas lagunas; lo vais pillando, ¿no?).

Si al fin y al cabo uno es un científico, finalmente lo racional es asumir que estamos acomodados en la parte tocha de una distribución normal (normal, lo de la campana de Gauss, digo) haciendo lo que buenamente podemos con mayor o menor fortuna, y que padecemos un problema de percepción, pero que no somos un fraude. Que existan los “fuera de serie” que escriben artículos como churros, publican en natures, sáienses, pínases y demás es una consecuencia esperable de una distribución normal, aunque pueda resultar a menudo más descorazonadora que otra cosa, sobre todo cuando la evaluación de los méritos científicos parece insistir en desechar precisamente esa parte central de la campana y quedarse únicamente con lo “excelente”, aunque ese, insisto, es otro tema. Como digo, ese “daltonismo” no desaparece de la noche a la mañana, pero se puede sobrellevar y educar. De hecho, recién llegado a mi nuevo hogar científico de post-doc, son diarias las ocasiones en las que pienso que he tenido mucha potra, que me han contratado por pena, que mi experiencia investigadora aquí no vale nada, que no estoy a la altura, etc etc. Sin embargo, he aprendido a pasar e incluso a reírme de esta percepción (que creo sincera para mis adentros sin poder remediarlo) y a recrearme en los momentos en los que me doy cuenta de que los años no pasan en balde (tampoco para las cosas buenas), y que sé hacer más cosas de las que creo, tengo ideas originales que aportar y que mi trabajo se valora. Esta actitud genera dinámicas de trabajo eficaces, todo el mundo está contento y feliz y yo hago una vida normal pese a mis problemas de percepción. Comieron perdices y tal.

Bueno, pues no.

Hace semanas tuve una conversación con un chico que está iniciando su doctorado. No tengo una relación muy estrecha con él, aunque por lo poco que le conozco ya tengo datos que me indican que es una persona entusiasta, con gran iniciativa y mucha voluntad para superar dificultades (todas ellas cualidades necesarias para trabajar en ciencia). Unas cuantas palabras dejadas caer en cierto momento me hicieron sospechar que la historia continúa repitiéndose, que este doctorando estaba pasando por algo que me resultaba familiar, y no me equivocaba. Cree que no es suficientemente inteligente, que todos los demás en el laboratorio son mejores, que no está a la altura… los mismos síntomas que mis compañeras y que yo mismo y que tantas otras personas. Me sentía impotente al insistir sobre que la naturaleza de su problema radica en su percepción y no en la realidad, porque él, aunque entendía lo que estaba diciendo, era reacio a asimilarlo, quizá confundiéndolo con ganas de animarlo sin más o de darle simples palmaditas en la espalda. Era duro ver cómo el problema se repetía, generación tras generación, y me hizo pensar en cúan extendido estará este fenómeno del que tan poco se habla. En internet, sin ir más lejos, todos conoceréis blogueros que están haciendo una tesis o que la han hecho, pero difícilmente (al menos yo no lo he leído nunca) se ven reflejado este tipo de temores que, sospecho, son una genuina epidemia que afecta muy negativamente a muchos aspector personales y laborales. ¿Qué tipo de antro es este de la investigación cuya fauna predoctoral está plagada de inseguros patológicos con miedo a ser puestos en evidencia? ¿No es ridículo? ¿Por qué nadie habla del tema? (Aquí citaré como excepción al ínclito Eulez y su síndrome EDC, que tiene mucho que ver con lo que estoy contando.) ¿Por qué tanta gente tiene que pasar inútilmente por lo mismo?

El último capítulo de esta reflexión tuvo lugar hace unos días. Hasta ahora solía pensar que este asunto estaba especialmente ligado a la investigación en España, pero hablando con una compañera estadounidense que se doctoró el año pasado de repente mencionó un concepto: el “síndrome del impostor“, y sólo con el nombre entendí perfectamente de lo que estaba hablando. Efectivamente, todo este asunto de sentirse un fraude es bien conocido desde los años setenta, cuando se le bautizó con esta denominación tan apropiada. Me he quedado boquiabierto al leer varios artículos de aquí y de allá describiendo con pelos y señales lo que al parecer es un sentimiento cuasi-universal en determinados ambientes (muy especialmente en el académico, aunque no es el único, y al parecer afecta más a mujeres que a hombres). ¿Hace cuarenta años que esto está descrito y muchos científicos se sienten unos farsantes durante toda su vida? ¿Cómo es posible que esto siga siendo tan desconocido? ¿Cómo puede ser que en lugar de refugiarnos todos en nuestras respectivas inseguridades no existan cauces para preparar a doctorandos y demás profesionales de forma adecuada a enfrentarse a estas situaciones?

Es por esto que, saltándome mi promesa, sí que voy a dar un consejo de la Señorita Pepis para doctorandos en potencia y en acto. Un consejo que nunca he leído ni oído a nadie pero que, por todo lo expuesto anteriormente, me parece muy necesario para evitar muchos malos tragos y mantener la eficacia en el trabajo diario:

No valores tu propio trabajo: no estás capacitado para hacerlo de forma objetiva, aunque lo intentes

Y hasta aquí, el consejo de hoy. Lo mismo todos conocíais ya esto del síndrome del impostor y todo este post ha sido una perogrullada, pero, ¿Qué esperábais de un mal científico?


Archivado en: Cosas que pasan

Viewing all articles
Browse latest Browse all 204