Acaban de publicar un artículo en Science con una reconstrucción del árbol evolutivo de los insectos, una como no se había visto hasta ahora. Se trata de un colosal estudio filogenómico en el que han empleado las secuencias de casi 1500 genes nucleares de copia única en 144 especies de insectos representando todos los órdenes vivientes, y han estimado la edad de cada una de las ramas de ese árbol calibrándolo con 37 especies fósiles. Para cada uno de los insectos estudiados se han secuenciado más de 2500 millones de pares de bases, y toda esa información fue cuidadosamente filtrada y exprimida hasta asegurarse de que la matriz de datos resultante era filogenéticamente informativa y lo más limpia posible de ruido. Un estudio, como digo, colosal, firmado por más de 100 autores pertenecientes a una cuarentena de instituciones científicas. El artículo incluye un precioso árbol-infografía que ya querría yo tener en formato póster.
El artículo en sí, con el formato telegráfico y abreviado típico de estas superrevistas, ahonda en su mayor parte en detalles metodológicos (luego veremos por qué) y discute muy someramente algunas cuestiones relativas sobre todo al cuándo de las distintas radiaciones evolutivas de los insectos, concluyendo, por ejemplo, que los insectos colonizaron la tierra firme antes de lo que se pensaba, y con las primeras plantas terrestes (briófitos, recordemos), como ya apuntaban otros estudios. Se trata, posiblemente, de la publicación más completa y robusta en lo que a la filogenia de los insectos se refiere hasta la fecha.
Sin embargo, este post no lo escribo para hablar de lo que trata el artículo, sino más bien para hablar de lo que no trata, y por qué.
En ningún momento se dice que los órdenes de insectos (lepidópteros, dípteros, ortópteros, etc, etc), descritos por los entomólogos clásicos sin mayor ayuda que sus instrumentos ópticos y su capacidad de razonamiento y observación, se ven reflejados prácticamente al milímetro en esta filogenia como grupos naturales. Es decir: este estudio NO dice, por ejemplo, que cuando en el siglo XVIII un señor sueco con demasiado tiempo libre concluyó que la presencia de élitros totalmente esclerotizados era un rasgo importantísimo, y que los insectos que los poseyesen merecían estar englobados en el mismo grupo, no podía estar más en lo cierto. Lo curioso del asunto es que este señor no tenía ni puñetera idea de qué significaba esa agrupación, ni podía ni imaginarse que lo que estaba haciendo implícitamente era reconocer que hace 270 millones de años una estirpe de insectos con élitros apareció por primera vez sobre la faz de la tierra y que sus descendientes son los que él agrupaba asociándolos por sus rasgos heredados de aquel ancestro común.
Podríais pensar que obviar el reconocimiento al buen trabajo de los entomólogos que durante siglos han refinado la clasificación de los insectos hasta dejarla prácticamente clavada es un poco redundante, y que todos partimos de la hipótesis de la existencia de los órdenes de insectos que nos aprendimos en su día por los libros de texto (además de las adiciones más recientes). Tendríais razón, claro: siempre investigamos a hombros de gigantes. Sin embargo esto no debe hacernos olvidar dos cosas: la primera, que llegar a la conclusión de cuáles son los órdenes de insectos no es, en absoluto, una labor trivial; la segunda, que no os quepa la menor duda de que si este artículo hubiese concluido algo distinto (por ejemplo, que los coleópteros son, en realidad, un grupo artificial polifilético y no un grupo natural) eso, y no otra cosa, habría sido la portada de Science.
Cuando reivindico la labor de los botánicos y zoólogos que hicieron anatomía comparada, lo hago precisamente porque lecturas como la que acabo de dar (la de un acierto general de la taxonomía clásica corroborado por filogenia molecular), nunca son noticia, pero sí lo son cuando el descubrimiento es del signo contrario. Esto, por supuesto, tiene mucho sentido en términos de dar un titular impactante, pero puede dar la falsa impresión de que hasta que llegó la secuenciación del ADN, nadie tenía ni idea de cuáles eran las verdaderas relaciones evolutivas entre los seres vivos. Aunque ciertamente nuestra perspectiva ha mejorado mucho desde que sabemos leer las moléculas, no andábamos mal encaminados, y artículos como este deberían ser, sobre todo, una ocasión para reconocer lo que la zoología supo hacer a base de cazamariposas mangas, botes con éter y lupas binoculares.
Así se ha quedado Wallace al leer el artículo
Y ahora os voy a contar un secreto que aún se dice poco. La filogenia molecular da sus propios dolores de cabeza, como todas las técnicas científicas, y no siempre se consiguen resultados suficientemente robustos estadística o probabilísticamente hablando. Al principio se le daba poca importancia a ello y casi que se publicaba cualquier cosa (filogenias con un solo gen, sin considerar modelos alternativos o con modelos excesivamente simples, etc). Muchos de los artículos que en su día ocuparon las portadas de Science y Nature desafiando los logros de la taxonomía clásica hoy no hubiesen pasado el proceso de revisión por pares de una hoja parroquial.
Con el tiempo, según fuimos aprendiendo más, elaborando más los algoritmos y abaratando la secuenciación de ADN, nos volvimos más exigentes, pero a la vez crecía la preocupación por no poder resolver las incertidumbres que casi siempre aparecían en estas recosntrucciones filogenéticas. En su momento (y me refiero a hace sólo 5-6 años), se confiaba en que todo era cuestión de añadir más información, se confiaba en que cuando fuésemos capaces de secuenciar genomas completos, la señal filogenética sería tan grande que acabaría venciendo el ruido de los datos.
Pues bien, el futuro ha llegado: ya somos capaces de leer genomas completos y de procesarlos de forma solvente, pero muy al contrario de lo que esperábamos, nuestros problemas no se han solucionado. Las cantidades titánicas de datos genómicos llegaron a su vez con cantidades ingentes de ruido, conflicto e incongruencia. El foco de los estudios cada vez se afina más en las distintas formas de procesar e interpretar los datos (de ahí que se le dedique tanto tiempo en este artículo, por ejemplo), algo que a menudo cambia el resultado obtenido, y ya estamos empezando a llegar a la conclusión de que la incongruencia es parte esencial del desafío que representa reconstruir la evolución y clasificar los organismos en función de la misma.
En campos que me tocan algo más de cerca, como la topología de la base del árbol de las plantas terrestres (cuestión que se creía solucionada gracias a unas filogenias moleculares citadas tan a menudo que casi se convirtieron en dogma) estamos viendo que el resultado que se obtiene es más sensible a los parámetros según los cuales se analizan los datos que a los datos en sí. Que nos pasamos de listos, vaya. Como se acabe concluyendo que las tres divisiones de briófitos sí que resultan ser monofiléticas, me sé de una serie de ilustres botánicos que se van a carcajear desde sus tumbas.
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